EL COMPROMISO Y EL ABSURDO
José Emilio Pacheco
Mrs. Universo
Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre encarnaron el esplendor y el ocaso de una tradición típicamente francesa, inconcebible e irrepetible fuera de Francia. En el XVIII, el siglo de la secularización, Francia nacionalizó la “latinidad” y situó en París la capital del nuevo e intangible Sacro Imperio Romano. Uno de los títulos de César, heredado por el Papa, “pontífice”, fue asumido tácitamente por el intelectual francés que, en comunicación directa no con Dios como el Santo Padre sino con el espíritu de la época, pontificó durante doscientos años. Pontificó, es decir, habló ‘urbi et orbi’, para la ciudad y para la tierra entera.
Este papel de auténtico Mister Universo lo tuvo primero que nadie Voltaire. Lo heredaron Victor Hugo, Zolá, Gide y por último Sartre. Hubo grandes precandidatos pero en los abominables ochenta ya nadie pudo sustituir al maestro que decía a los demás cómo se debe vivir y se hacía responsable de todos los males del mundo: el tormento del protestante Caldas, la invasión de México en 1862, la injusticia contra el capitán Dreyfus, la inhumanidad del colonialismo en el Congo, los peligros del culto staliniano, la tortura en Argelia, el napalm en Vietnam.
Simone de Beauvoir ganó un terreno más para todas las mujeres del mundo. En aquel pináculo, antes exclusivamente masculino como el Vaticano, fue la primera y hasta ahora última Mrs. Universo. A pesar de todo, la discriminación continúa y a igual trabajo no correspondió igual salario: en los recuentos de las ideas contemporáneas y de la gran literatura francesa a Sartre le dedican capítulos enteros, a Simone de Beauvoir sólo unos cuántos párrafos. Borrosamente se acepta la injusta idea de que no pensó ni escribió por ella misma y fue un reflejo o un eco de Sartre.
Lo real y lo ideal
Nadie puede dudar de la honestidad y la constante autoimpugnación de ambos. Nadie tampoco puede romper el círculo, tan ambiguo y absurdo, de que al renunciar a sus privilegios de intelectuales burgueses y franceses sin querer los ahondaron y subrayaron. Así por ejemplo, al rechazar el Premio Nobel, Sartre no fue un premio Nobel más sino aquel que dijo no al premio Nobel. Al participar con las mejores intenciones del mundo en las grandes causas atrajeron sobre sí y sobre sus libros una atención mucho mayor de la que hubieran atraído si se hubiesen limitado a escribirlos. De ello estuvieron más que conscientes, no fueron culpables de “mala fe”: el creer que se ha logrado lo imposible: la coincidencia entre lo real y lo ideal.
Locura para la derecha, expresión de la podredumbre burguesa para la izquierda, el existencialismo fue para Simone de Beauvoir otro intento de darle una dimensión ética a la primera sociedad que en toda la historia ha vivido sin la idea de Dios (como observó André Malraux).
“Si Dios no existe todo está permitido”, escribió Dostoievski. Casi un siglo más tarde le respondió Simone de Beauvoir: “No, si Dios no existe el ser humano está en libertad para crearse sus propias razones de vivir y para establecer una ética no religiosa. Si todos somos responsables de todo ante todos, a cada quien le corresponde realizar su existencia como un absoluto, a pesar de sus límites. La certidumbre nace de su propio impulso y es inútil preguntarnos para qué actuamos y qué vendrá después. Si todos hiciéramos lo que debemos, la existencia de cada uno estaría salvada sin necesidad de soñar un paraíso en donde todos nos reconciliaremos con la muerte inevitable e indispensable. En el breve espacio de su vida mortal la humanidad debe crear todo lo que antes aplazó esperanzadamente para la vida eterna”.
“Inventario publicado en la revista ‘Proceso’ el 26 de abril de 1986.