!Mierda! , dijo la Marquesa, poniendo las tetas sobre la mesa—. Con quién peleo, si sólo maricas veo… Echó una mirada en torno, por el cafetín abyecto, y sus ojos se detuvieron en mí. Yo solté la gran carcajada: era el personaje más extraordinario que había visto en mi vida.
Hernando Aguilar, la Marquesa, tendría cincuenta y cinco o sesenta años entonces, una edad antediluviana, y era de Yolombó, en las montañas de Antioquia. De ahí el título: la Marquesa de Yolombó, que se puso él mismo, porque no se lo dio nadie: ni Dios, ni el Rey, ni el pueblo inmundo. Y como un escapulario se lo chantó encima, por burlarse: de él, de mí, de usted, de Antioquia, del partido conservador y el partido liberal, de la Santísima Trinidad y la Sagrada Familia, y primero que todo y antes que nada y al final de cuentas, de Tomás Carrasquilla, ese viejito chismoso y marica de Santo Domingo el pueblo de mi abuelo, que había escrito entre varias una novela: «La marquesa de Yolombó», justamente.
En Antioquia, con tanto que ha corrido el río, no ha habido más marquesas que ésas: una que cruzó por la imaginación de un viejito urdidor de mentiras, y otra que vivió una noche, una sola noche de mi recuerdo en el café Miami, entre tangos y boleros, mientras iba y venía endemoniado el aguardiente, y cantaba el traganíquel y se me quemaba el corazón. Marquesas de la vida o la novela, ahora las dos se me hacen una sola, acaso porque la vida cuando se empieza a poner sobre el papel se hace novela.
De día contador público, de noche la Marquesa estaba enamorado de un muchacho, Lucas, a quien yo conocí: de una insolente belleza que realzaba la más absoluta estupidez. Tiempo después de mi noche, otra noche, en un país muy lejano, oí contar una historia: que Lucas y la Marquesa se habían ido a San Andrés. La isla, por si usted no lo sabe, tiene corales y está bañada de luz, y el mar a ratos, cansado del azul se hace esmeralda, para recordarle a quien no lo quiera creer que el verde de Colombia llega hasta allí. En San Andrés, la isla, mientras Lucas soñaba en la arena a la deriva en la placidez de la tarde, abrumado por la belleza del amor y la fealdad de los números la Marquesa le puso fin a su cuento: se cortó las venas y se adentró en el mar.
¡Salud y pesetas!, dijo la Marquesa acercándose a mi mesa.
¡Salud! —respondí yo, y choqué contra el suyo mi vaso de aguardiente. ¡Clic! sonó el vaso y cambió el disco al caer una moneda: desde su alma oscura, insidiosa, el traganíquel, alumbrado de foquitos, empezó a arrastrar una voz: «Busco tu recuerdo dentro de mi pena…» Era Daniel Santos, el jefe, quien cantaba… Un inmenso viento verde de piratas y palmeras sopló sobre el café Miami viniendo de muy lejos, de un remoto mar Caribe de tormenta, donde cargada de oro se iba a pique una goleta y naufragaban penas de amor.
En el café Miami, esa noche, la Marquesa me presentó a Jesús Lopera, Chucho Lopera, de quien usted sin duda ha oído hablar. Muy mentado. Su fama corría por los billares de San Javier y de La América cuando todavía era un muchacho, y bajando por los cafetines y cantinas de la avenida San Juan cruzó el río y llegó al centro, y entonces le conocí. Digo que me lo presentó la Marquesa, y por ello aquí recuerdo a la Marquesa, puesto que escribo para recordarlo a él.
Del centro, fui testigo, el nuevo nombre empezó a irradiar hacia los opuestos puntos cardinales de la fama: el barrio de Boston de mi infancia, el barrio de Prado de los ricos, el barrio La Toma de los camajanes…, y ese barrio de Guayaquil, de sangre y candela, donde se conseguían putas a cuatro pesos, y un cuchillo apurado daba cuenta de un cristiano por menos de eso. De chisme en chisme, de calle en calle, de barrio en barrio, iba el nombre de Jesús Lopera como un incendio por la escandalizada Medellín. ¿O escandalizado? No se sabe. Aún no se sabe si es hombre o mujer. Con las ciudades, como con las personas, a veces pasa así.
Cuando había rebasado, Prado arriba, a Manrique y Aranjuez por las laderas de la montaña, lo mataron. Una y otra vez, otra y otra vez, le hundieron un puñal en el corazón buscando el centro del alma. Dicen que la sangre le brotaba a chorros como surtidores. Dicen, ¿pero cómo lo saben, si nadie vio? La gente dice y habla y asegura sin saber. Lo que yo sí sé, y aquí lo puedo asegurar, es que Chucho Lopera a la par que la Marquesa, pero según su modo pues el caso variaba mucho, como lo que va de diecinueve años a sesenta o cien, Chucho Lopera se burló a su antojo de medio Medellín: con el otro medio se acostó. Iba anotando en una libreta, que se volvió libro gigantesco, nombres y direcciones y colegios y señas particulares, para no ir a perder lo vivido por dejarlo olvidar.
—Te lo regalo —dijo presentándonos la Marquesa, sin aclarar quién a quién. Su burlona intuición le decía acaso que para Jesús o para mí, el regalo valía por igual. Como en un sueño de repentina desnudez, sentí por un instante que la Marquesa leía con claridad en mis ojos: la misma atropellada impaciencia, el inconmensurable anhelo… Jesús se sentó a mi lado, sacó la siniestra libreta, y empezó a presumir:
—Andrés Gómez: lo conocí en un billar de La América; Javier Restrepo, en una heladería; Luis Guillermo Echeverri, en una cantina de San Javier…
A Manuelito Echavarría lo había conocido en el colegio San Ignacio de los padres jesuitas, y a Hernando Elejalde en un liceo del gobierno. A otro en una iglesia, a otro en una terminal de camiones, a otro en el Metropol: Álvaro Isaza, Guillermo Escobar, Rubén Santamaría, Juan Gustavo Vásquez, Iván Darío Arango, Diego, Raúl, Rodrigo, Rubén, Efraín, Genaro, Gerardo, Alejandro, Carlos, Luis Carlos, Enrique, Jorge Enrique, Mario, Julio Mario, Uribe, Ochoa, Isaza, Vélez, Vásquez, Tobón, Cadavid, Escobar, Betancur, Marín, Mejía, Arango… Todos, todos los nombres, simples y compuestos, y los apellidos antioqueños iban desfilando por las páginas de esa libreta que compendiaba, en las infinitas combinaciones del capricho y la fortuna, el fuego de una obsesión. Hermanos, primos, amigos, vecinos…
—Con todos me acosté. La cuenta, según sus cálculos, era muy simple: Medellín tenía setecientos mil habitantes, de los cuales trescientos cincuenta mil eran mujeres, que se le dejaban al Señor. Del resto, descontando ancianos mayores de veinte años, que ya no sirven, y niños menores de doce u once, que protegía bajo su falda anticuada la moral, quedaban, aprovechables, cincuenta mil. Llevaba mil en la libreta:
—Lo cual es nada: me faltan cuarenta y nueve mil. De ésos no descartaba ninguno: alguna cualidad les veía, del cuerpo o del espíritu, así fuera una torcida intención. Entre los ajenos, vacíos nombres de la libreta, que por un instante tuve en las manos, fueron pasando dispersos —Fernando Villa, Juan de Dios Vallejo— mi nombre y mi apellido, que le quedaban esa noche por juntar.
Fernando Vallejo
El Fuego secreto