Joan-Carlés Melich
La metafísica es una filosofía que cree posible alcanzar principios indudables, firmes y seguros, sin espacio, ni tiempo, ni historia ni contingencia. Es una filosofía de la infinitud. Aquí consideramos qué forma tendría una educación trasgresora, situada en la perspectiva del tiempo y de las historias, en la prosa del mundo, construida sobre las ruinas del pensamiento metafísico. Es decir una reivindicación del tiempo, de las ambigüedades, de las perspectivas, de las relaciones y de las situaciones. No hay en la prosa del mundo un modelo a seguir, una guía que nos oriente en el camino de la vida. Milán Kundera en La Insoportable levedad del ser: “El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive sólo una vida y no tiene como compararla con sus vidas anteriores ni de enmendarlas en sus vidas posteriores”. Vivimos a la primera, sin ensayo posible y la existencia no es una preparación para nada, es como un borrador sin cuadro. Es nuestra angustia existencial: en la vida no hay faros que nos orientan en las noches de tormenta. Dios ha muerto, y como dice Martín Heidegger “ya no queda nada a lo que el hombre pueda atenerse y por lo que pueda guiarse”.
La metafísica, sustento de todas las religiones, funciona a modo de bálsamo, de consuelo, frente al silencio eterno que nos aterroriza, simulando otorgar un sentido a la vida. Nietzsche de nuevo: “Apenas nos imaginamos alguien que sea responsable de que seamos de tal y cual manera –Dios, naturaleza- atribuyéndole así que nuestra existencia, felicidad y miserias son intención suyas, nos arruinamos la inocencia del devenir”. La inocencia del devenir dice que no hay finalidad en la historia, que las cosas no son nada en sí mismas, que no son inmutables, ni definitivas. Todo fundamento fijo, llámese dios o como quieras, es una impostura, una falacia, porque no hay nada que garantice que andamos por el buen camino, porque no es posible salir de la caverna como quería Platón. La vida no tiene un manual de instrucciones que nos diga cómo debemos vivir. Se aprende a vivir, viviendo.
Frente a la metafísica que se ocupa de elucidar qué es la Justicia, la Verdad, la Dignidad, o el Deber, la prosa del mundo se ocupa de la amistad, de la vulnerabilidad, de la intimidad, del humor. La vida humana como tal es una derrota. Lo único que nos queda ante ese irremediable fracaso, es intentar comprenderlo. Esa es la razón del arte de la novela. A un dogmático se le reconoce porque no tiene sentido del humor, porque sus ideas se presentan como verdades eternas, porque nunca está dispuesto a reconocer un error o un cambio en las rutas de sus vidas, su identidad es fija, sus principios no los cuestiona. Se le reconoce porque pretende hacernos creer que en su boca está la palabra del Absoluto.
Sistemas pedagógicos, políticos, religiosos…todo sistema acaba sacralizando el mundo, erigiendo nuevos principios que ocupan el lugar que antes ocupaba dios. Vivir en el mundo de la prosa, es aceptar la sabiduría de lo incierto, es saber que nunca sabremos cómo vivir.