Nietzsche, Schopenhauer, y Thomas Mann.

Carlos Bueno

11 noviembre, 2024

Thomas Mann

Relato de mi vida

Thomas Mann: 'Buddenbrooks' – DW – 10/08/2018

El influjo espiritual y estilístico de Nietzsche es reconocible, sin duda ya en mis primeros ensayos de prosa que vieron la luz pública. En Consideraciones de un apolítico he hablado de mis relaciones con ese espíritu complejo y subyugante, reduciéndolas a sus condicionamientos y limites personales. El contacto con Nietzsche determinó en alto grado mi forma espiritual, que estaba fraguando; pero cambiar nuestra propia sustancia, hacer de nosotros algo distinto de lo que somos, eso es algo que no puede realizarlo ninguna potencia educativa. Toda posibilidad de formación en general presupone un ser, el cual posee la voluntad instintiva y la capacidad para seleccionar, asimilar y reelaborar todo de manera personal. Göethe dijo que para hacer algo es preciso ser algo. Pero, incluso para poder aprender algo, en el sentido elevado de esta palabra, se necesita ya ser algo.

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F. Nietzsche

Investigar cual fue el tipo de absorción y de transformación orgánicas que el ethos y el arte de Nietzsche sufrieron en mi caso, es algo que dejo a los críticos. En todo caso, fue un proceso complicado, que adoptaba una actitud totalmente despectiva frente a la influencia callejera y popular del filósofo, frente a todo simplista renacentismo, frente al culto al superhombre y el esteticismo a lo César Borgia, frente a toda palabrería acerca de la sangre y de la belleza que entonces estaba de moda entre los grandes y entre los pequeños. El joven de 20 años que yo era , comprendía la relatividad del inmoralismo de este gran moralista; cuando yo contemplaba la comedia de su odio contra el cristianismo, veía también su amor fraterno a Pascal y entendía aquel odio en un sentido completamente moral y no, en cambio, psicológico. Esta misma diferencia me parecía que se daba en su lucha –que marcó una época en la historia de la cultura- contra lo que más amó hasta su muerte: contra Wagner.

En una palabra: yo veía en Nietzsche ante todo al hombre que se superaba a sí mismo: no tomaba en él nada a la letra, no le creía casi nada, y justamente esto es lo que hacía que mi amor por él tuviese un doble plano y fuese tan apasionado. Esto es lo que proporcionaba su hondura a ese amor. ¿Es que había yo de tomarle en serio cuando predicaba el hedonismo en el arte? ¿O cuando contraponía Bizet a Wagner? ¿Qué fue para mí su filosofía del poder y de la bestia rubia? Casi un motivo de perplejidad. Su glorificación de la vida a costa del espíritu, ese lirismo que ha producido consecuencias tan funestas en el pensamiento alemán,  solo había una posibilidad de que yo lo asimilase: tomándolo con ironía.

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Es cierto que la bestia rubia aparece también en mis producciones juveniles; pero está casi íntegramente despojada de su carácter bestial y lo único que resta es el pelo rubio, junto con su ausencia de espíritu. Yo la hacía objeto de aquella ironía erótica y de aquella afirmación conservadora mediante la cual el espíritu, como él sabía muy bien, se comprometía muy poco en el fondo. Es posible que la transformación personal que Nietzsche sufrió en mi, significase un aburguesamiento. Pero, éste me parecía más profundo y más inteligente que toda la embriaguez estético-heroica que Nietzsche provocó, por lo demás, en el plano literario. Mi experiencia de Nietzsche representó el presupuesto de un periodo de pensamiento conservador que acabó en mí hacia la época de la guerra. Pero, en última instancia, me dotó de la capacidad de resistir a todos los encantos de un romanticismo malo, que puede brotar y que aun surge en tantos sentidos, de una valoración no-humana de las relaciones entre vida y espíritu.

Esta experiencia se realizó en varias etapas. El primer efecto que provocó fue una sensibilidad, una clarividencia y una melancolía de índole psicológica, cuya naturaleza yo mismo apenas consigo discernir hoy con claridad, pero que en aquella época me hizo sufrir de una manera indescriptible. La expresión náuseas del conocimiento se encuentra en Tonio Kruger. Designa con toda propiedad la enfermedad de mi juventud, que, según creo recordar, favoreció no poco mi receptividad para la filosofía de Schopenhauer, a la que solo conocí después de conocer ya algo de Nietzsche.

Fue esta una experiencia psíquica inolvidable y de gran categoría, a diferencia de la de Nietzsche, que habría que calificar más bien de artística y cultural. Con sus libros me ocurrió un poco lo que yo hice luego que le pasase a mi Thomas Buddenbrook con el volumen de Schopenhauer que descubre en el cajón de la mesa del jardín. Yo había comprado de ocasión la edición de Brockhaus y durante años aquellos volúmenes habían estado sin abrir en el anaquel. Pero llegó la hora en que me decidí a leerlos, y así leí día y noche, como, sin duda, solo se lee una vez en la vida.

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 En el sentimiento de plenitud y de arrebato que yo experimentaba tenía una intervención significativa la satisfacción que me producía aquella poderosa negación y aquella condena moral-espiritual del mundo y de la vida en un sistema de pensamiento cuya musicalidad sinfónica me seducía de la manera más honda. Pero, lo más esencial de todo aquello era una embriaguez metafísica, que tenía relación con una sexualidad que estallaba tardía y violentamente y que era más bien de índole mística y pasional que no propiamente filosófica. No me interesaban la sabiduría, la doctrina de la salvación, la conversión de la voluntad, aquella adherencia ascético-budista, que yo consideraba como una pura polémica y crítica contra la vida. Lo que me encantaba de una manera sensible-suprasensible era el elemento erótico y místicamente unitario de esta filosofía. Y si en aquella época el sentimiento del suicidio estuvo muy cerca de mí, esto se debía precisamente a que yo había comprendido que el suicidio no sería en modo alguno un acto de sabiduría…

Retrato de Thomas Mann, desde el primer amante a la última soledad | Literatura

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Casa de citas   Su mayor ambición era la de producir una obra que consistiera exclusivamente de citas.  Hannah Arendt, por Walter Benjamín. –Por qué no insinuar en el discurso nuestras indecencias, nuestras humillaciones, nuestras muecas y nuestros suspiros?...