Jaime Alberto Vélez
Desde mucho tiempo atrás se ha tomado como un lugar común de la historia local el carácter leguleyo de los políticos, además de ese afán permanente por complicar, estorbar y entorpecer, que ha animado a buena parte de los personajes de la historia colombiana. De esta manera, cualquier logro se obtiene después de superar numerosos enredos y escollos que han terminado por convertir la historia nacional en un prolongado calvario, La inclinación a la lucha, en el caso colombiano, puede advertirse en las incontables y estériles guerras civiles que han llenado de muertos y de méritos espirituales los campos del país. Cualquier discusión y posible acuerdo entre los antagonistas, por tal razón, tiende a convertirse en un nuevo conflicto de nunca acabar. Parece, en este aspecto, como si lo propio de los colombianos consistiese en el amor ancestral a la dificultad. La posibilidad de un país más fácil y expedito parece una mera aspiración remota, permitida un tanto por la tecnología, pero entrabada por una vieja concepción religiosa que considera los padecimientos como un medio para alcanzar un paraíso siempre postergado.
Jaime Alberto Vélez
Satura
Juan Goytisolo
El infantilismo de las leyendas bíblicas en las que creen los fieles de las religiones reveladas desafía a la vez nuestra experiencia y razón. ¿Quién puede dar por cierto el relato de Adán, Eva y la manzana o el de la cólera divina que condujo al diluvio y al mito multimilenario del Arca? No obstante, el entramado teológico forjado al hilo de los siglos sobrevive a la inverosimilitud de la fábula. El credo quia absurdum de Tertuliano adaptado bellamente por Teresa de Ávila mantiene su vigencia en el mundo desconcertado de hoy.
Hace ya tiempo, cuando el Vaticano reformó su liturgia y el latín desapareció de la Santa Misa, recuerdo que me dije para mis adentros que, puestos a innovar el ceremonial, lo más adecuado para resistir a los embates del siglo hubiera sido su sustitución por el sánscrito. Los fieles que memorizan un credo sin entender lo que dicen disfrutan de la gracia inherente al misterio, y cuanto más ininteligible sea éste mayor será su fe en él. Francisco —cuyos ímprobos esfuerzos sociales y justas iniciativas políticas me inspiran el mayor respeto y simpatía— sigue la dirección opuesta y se ve forzado a dar continuamente explicaciones a lo inexplicable. Su papel al frente de la Iglesia es menos el de un portavoz de verdades eternas que el de un experto comunicador en un grandioso plató de televisión.