Un oficio del siglo XX
Guillermo Cabrera Infante
Un niño jamás responde cuando le preguntan qué vas a ser cuando mayor: “Voy a ser crítico de cine”.
François Truffaut
Retrato del crítico cuando CAÍN
por G. Cabrera Infante
Devorado por mi propia resistencia
¿Sería mucho decir, decir que este prólogo se debe no tanto a la insistencia de G. Caín en que lo escribiera como a mi resistencia a complacerlo? Hay un hecho cierto: toda relación es siempre un doble camino. Entre Caín y yo (y no solamente una primitiva buena educación sino su inmensurada egolatría me obligan a ponerle en el primer lugar de la oración) siempre ha habido el mismo violento intercambio que entre el verdugo y su víctima, César y Cleopatra, el café y la leche, Roldán y Caturla, la tradición nos une, la historia nos reúne.
Caín naciendo entre las aguas
Conocí a Caín bien temprano: desde su nacimiento en una palabra. Sé por francas veleidades femeninas y ciertas revelaciones de madrugada que Caín surgió como Venus de entre las aguas: el nombre le vino a su alter ego bajo la ducha. Como el mito se confunde a menudo con la religión, la suma de dos sílabas produjo casi un milagro: un crítico de cine se beneficiaría con tres mil años de propaganda y la sonoridad fratricida de un nombre, aquel que tiene el que «fue cabeza de los hombres impíos». Sólo faltaba rogar que no hubiera lugar a una tribu de cronistas de cine llamados Henoch, Matusael, Jubaly así hasta Tubalcain.
¿Caín es el tercer hombre?
Por alguna oculta mecánica (¿atavismo, Sigmund Freud, el Gran Houdini?), a Caín siempre le gustó la tercera persona: sus críticas adoptaron el tono impersonal desde el principio. Un día se reveló lo que fue calificado por uno que otro connaisseur como «el colmo»: las opiniones aparecían en boca de un tercer hombre en vez de la tercera persona del singular. «El cronista» era quien veía los films: era pues El Cronista quien afirmaba —firmaba. A veces, la situación recordaba esa figura retórica llamada «echarle el muerto a otro». Otras, la atmósfera crítica se volvía irrespirable, porque el cronista insistía en estar —como Dios y el rey Felipe II— en todas partes. Las más, era pura anticipación: la Nueva Novela francesa acude ahora a idéntico expediente prosaico.
¿Quién mató a Hegel Valdés?
Acuciosamente preguntado acerca del affaire del tercer hombre, Caín dijo: «Puedes decir que es una broma dada a la severidad de la historia. O que es una sátira de las crónicas sociales. O que es un préstamo pedido a La peste». Y añadió con el mismo rictus en la boca que tenía Billy the Kid cuando lanzaba un reto: «Tu escoge».
Un día llegó la injuria en forma anónima. El papel, que estaba firmado por «Un aMigO» que seguramente no lo era, decía: «caÍn nO EScrIBE SUS cRóNIcaS puNTo lAs ESCriBE oTRa PERsoNA cOn EsE mlsMo noMbrE». Las intenciones eran tan torcidas como la letra.
Yo, por mi parte, adelanto una declaración a la que puedo aventurar por un camino dialéctico: ella puede ser sucesivamente hipótesis, tesis, y antítesis. Hela aquí: esta historia no es verdad ni es mentira, sino todo lo contrario.
La quijada de Caín
Hay una foto de G. (cómo le llamábamos sus amigos, Caincito le decían las mujeres, hay otros nombres, pero sobre ellos es mejor tender un doble manto de discreción y silencio: pertenecen a la intimidad) que lo muestra tal cual es. Aparece sonriendo a carcajadas —si se me permite la expresión y no creo que haya quien no me la permita—, lleva espejuelos negros, en su cabeza un sombrero y sobre los hombros un poncho; está cortado contra una tendedera en la que hay ropa y es mediodía; a lo lejos, en una victrola, en un radio (la música tiene ese sonido de lluvia de frituras de la música rayada por el tiempo y la insistencia) se oye una canción triste como la tarde. Ése es su vivo retrato: sólo le falta hablar (de hecho Caín estaba hablando hasta por los codos y oí cuando su codo izquierdo me dijo una obscenidad).
Pues bien, todo es mentira: no hay foto más falsa. En primer lugar Caín no es un indio boliviano como aparenta en ella. Luego los espejuelos no son negros sino verdes. Se los ha puesto para disimular su miopía y lo ha conseguido: ahora no parece miope: parece ciego. Si lleva en su cabeza un sombrero es para demostrar que la tiene pero el sombrero no es de él, es de Guano. Quitado el sombrero, Caín no tiene otra cosa en la cabeza. El poncho a la espalda es en realidad un lienzo de Wifredo Lam que todavía no se ha convertido en cuadro. Tamaña irresponsabilidad con una obra de arte (y me refiero al hecho de que Caín eche la tela sobre sus hombros) es sólo muestra de un hiriente desprecio por el arte —de ahí su dedicación al cine. He dicho que está «cortado contra una tendedera en la que hay ropa y es mediodía» debo confesar una leve ligereza por mi parte: la descripción no es verdadera: es por la tarde. ¿He de agregar que esta rocambolesca pasión por los disfraces ha llevado a G. Caín a los más extraños interludios? Me parece que no: sería abundar en la desgracia. Por último, a Caín el primero lo caracterizó su quijada; a nuestro Caín, la ausencia de ella. El primer Caín cometió un mal irredimible por el género humano: inventó el crimen. El segundo Caín hizo un daño casi irreparable al espectador: creyó que había inventado el cine.
Caín, can, cínico
En el Diccionario de onfalología estas tres palabras aparecen seguidas. Es bueno para nuestro propósito. A menudo se ha descrito a Caín como un cínico. El, cínicamente, es verdad, ha respondido: «Será porque voy mucho al cine». Confieso que tal definición de una descripción no me complace —como tampoco me complacería la descripción de una definición.
Pero Caín estaba dispuesto a confesarse primero un dandy que un cínico —si es que estaba dispuesto a confesarse. Tenía sobre su escritorio una estatuilla de calamina a la que faltaba la cabeza: era un esgrimista y esto hacía del accidente una ocasión metafísica. El esgrimista llevaba finos borceguíes, pantalón ajustado y liso que caía, sin embargo, en graciosos pliegues; la camisola es abierta, de botones de fantasía, con cuello alto: aquí termina su elegancia sartorial, pues el pequeño héroe ha perdido completamente la cabeza, que debió de ser hermosa, de cabellos rizosos, patilla mediana y bigotes en guía. Pero si elegante era la figura, más elegante fue su apostura: tiene un pie tendido adelante y el otro listo a la maniobra; una de sus manos empuña correcta la espada (porque es una espada, no un florete ni un sable) tras la guarnición, mientras la otra mano sostiene casi la punta del acero con displicencia y su dedo meñique se yergue por sobre la filosa hoja. Toda la figura es símbolo de lo mejor de su tiempo, de su deporte. Pero el otro esgrimista, contendiente mañoso, ha tronchado de un golpe (el primero y el último) la cabeza feliz de nuestro campeón de calamina.
«Es como si se descubriera», me dijo, «que la Venus de Milo tejía unas boticas de niño».
Recordaba los tiempos difíciles de la Dictadura, los recados de un policía muy interesado en las artes, la censura y finalmente el miedo. Creyó que la elegancia de ciertas frases, unos pocos giros atrevidos, algunas alusiones casi directas lo enfrentaban al destino con armas tan eficaces como el florete de salón, la espada de esgrima. Pero el otro blandía un espadón cierto, capaz de decapitar al más audaz tanto como al pusilánime. «Decía Maquiavelo», decía Caín, «que el mundo pertenece a los espíritus fríos»; y continuaba: «pero los espíritus fríos pueden terminar en fríos cadáveres ante la vehemencia enemiga». El dandy puede permanecer calmado, cortés, elegante, pero eso no impide que le corten la cabeza. Así la estatuilla cobraba para él un sentido alegórico y por tanto ejemplar. «Yo la llamo la Victoria de Calamina», me decía. Terminó la conversación con una frase, si no ambigua, al menos oscura: «El cinismo es la esgrima del dandy».
La erudición culpable
Si una tortuga fue el emblema de la familia Médicis es muy probable que cine insertara esta noticia en la crítica a un film de gangsters: a Caín le gustaba hacer a menudo un gran despliegue erudito. Su erudición alcanzaba a decir que H. C. Robbins Landon estaba completando el catálogo total de la música de Haydn; que Chéjov conoció a Tchaicovsky en San Petersburgo, a principios de diciembre de 1888; que la modelo preferida de Delacroix se llamaba Émilie Robert; que si el jazz nadó en los prostíbulos de Nueva Orleans, fue la orden de la Secretaría de Marina Norteamericana, en 1917, cerrándolos, la ocasión para su difusión y ulterior desarrollo. Etcétera. Me parece que Caín encontraba estas atas al pasar, en sus caóticas y por tanto múltiples lecturas, y que las anotaba en las críticas a la primera ocasión, vinieran o no a cuento. Un día se lo dije. Su respuesta me dejó helado (tan helado que de haber tenido sabor no estaría aquí contando esto: estábamos en la puerta de un colegio) porque me respondió con una cita de Chesterton: «Después de todo, creo que no me voy a ahorcar hoy», fue lo que dijo.
A veces su erudición lo llevaba por un camino culpable. «Sería una broma negra», decía, «que Eróstrato no se hubiera llamado Eróstrato». Aquí insertaba una biografía de su invención y la terminaba con un final terrible: un arqueólogo viejo y enfermo viaja de Ismir al antiguo asiento de Éfeso; en la costa encuentra una tumba que es la tumba de Eróstrato, sin dudas; una inscripción aparece ante sus ojos: «Eróstrato se llamaba…»; como en los serials de la Monogram (y es inevitable que Caín hiciera esta referencia al cine), el viento borra la tenue escritura y sólo el anciano investigador logra leer el largo y confuso nombre efesio; nuestro científico anuncia al mundo que Eróstrato no se llamaba Eróstrato sino de otra manera; hay una reunión de arqueólogos, historiadores, eruditos y uno que otro periodista aburrido para conocer el nuevo nombre del antiguo incendiario; el descubridor comienza a hablar y en el instante en que termina su perorata científica con la frase esperada («Eróstrato se llamaba en realidad…»), el mismo viento que levantó la arenisca lívida del nombre del profanador se lleva la leve vida del arqueólogo. Sic transit.
La lengua de Caín es el lenguaje del cine
Durante siglos los teólogos, los estudiosos de la Biblia, el profesor Sandomir y otros mortales curiosos se afanaron por conocer el idioma de Adán. No puedo hablar de Adán, porque no lo conocí. Pero sí puedo hablar de su hijo peor y puedo hablar de que hablé mucho con él: por tanto, debía hablar su mismo lenguaje. Es así que puedo decir con certeza que hablé el idioma de Caín: la lengua de Caín es el lenguaje del cine. Este idioma es también el de muchos de sus amigos. Con todos ellos hablé y hallé que su lenguaje era también el lenguaje del cine. Sé que debo dar ejemplos.
Si Caín quería hacer corto un relato largo, simplemente decía: «Te voy a hacer la sinopsis». Cuando se refería a un suceso que ocurría en tiempo y lugar idénticos, lo identificaba así: «Esta secuencia…». Un 12 de octubre hablaba conmigo de cine; alguien llegó y dijo: «Un día como hoy Colón descubrió a América»; Caín interrumpió al intruso con violencia: «¡No vengas a introducir en la conversación ese flash-back!». En una ocasión visité su casa. Al llegar, lo sorprendí enmarcando mi figura con sus manos, haciendo un cuadrado de índices y pulgares. Seguí mi camino y Caín me atajó con una exclamación: «¡No te muevas!, que te me vas de cuadro». Más tarde oscurecía y quise dar luz a la habitación abriendo las persianas. El sol poniente le dio a Caín en el rostro y gritó: «¡Me has echado 20.000 full-candles en la cara!». (Por supuesto que este tono exclamatorio es casi de broma, ya que Caín siempre odió los signos de admiración: fue un crítico bien parco).
L’avventura de Caín
Hablaba de cine siempre y él, que fue más perezoso que diligente y viceversa, se iba a lugares tan lejanos como Batabanó o El Cotorro para ver un film que perseguía hace tiempo. Éstas fueron, que yo sepa, sus únicas aventuras.
Caín y las mujeres
Caín cantaba a menudo una canción que traducida del inglés dice más o menos así:
Te quiero, nena,
pero da por seguro
que no voy a ser tu perro.
Una vez le pregunté que qué quería decir con aquello. «Nada», me contestó, «es un viejo blues que cantaba el gran Bill Broonzy». Me pregunto si no habría algo más detrás de esta canción.
Para ser un personaje ficticio Caín sentía un apego bien real por las mujeres. Cuando le reproché que gran parte de su sección de crítica de cine en Carteles estuviera dedicada al culto de la pin-up, la corista y la modelo, creí que su respuesta sería una justificación que bien podría empezar de esta manera: «Es el gancho para que los hombres, a quienes los surveys dan como enemigos de las páginas de cine, me lean», o tal vez: «Es una imposición de la empresa»; o aun: «Tengo que comer, ¿no?». Pero, por el contrario, Caín solamente dijo: «Me gustan». No supe en seguida si se refería a las sucesivas publicaciones, a las páginas, o a las fotos. Entonces agregó: «Me gustan las mujeres».
Es así que las páginas aparecían decoradas profusamente con las mujeres más provocativas con la menor cantidad de ropa posible. Creo ver en esto una degeneración burguesa y a la vez algo que está bien cerca del hambre perpetua de carne que tienen los pueblos subdesarrollados. Caín lo llamaba de otro modo: «Es mi culto de la personalidad», decía: «Más bien mi culto de la persona», continuaba diciendo, para terminar después de una pausa que unos puntos suspensivos podían refrescar: «femenina». En estas aventuras pornográficas siempre tuvo un cómplice de nombre tan mítico y exótico como el suyo, el fotógrafo Korda.
Curiosamente, Caín siempre iba al cine solo. Para ello también tenía una explicación: «Las mujeres no dejan ver las películas», explicaba: «Parece que la conjugación de la penumbra, la música de fondo y los muebles muelles las predisponen a otra cosa bien diferente de un juicio crítico: al prejuicio erótico».
Puedo decir con certitud que Caín, más que un aficionado a las mujeres, fue un verdadero amateur: él parecía agradecerles eternamente que una de ellas hubiera hecho comer a su padre la fruta prohibida del árbol de la ciencia del bien y del mal: es esto en definitiva lo que le permitió ser crítico y, en una palabra, existir.
…
Guillermo Cabrera Infante. Escritor cubano, se trasladó a La Habana con doce años, y publicó por primera vez con dieciocho. Se licenció en Periodismo y ejerció la crítica cinematográfica en la revista Carteles con el seudónimo G. Caín. Fundó y presidió la Cinemateca Cubana y fue director del Instituto del Cine. Cabrera Infante colaboró con el periódico clandestino Revolución en los años finales de la dictadura de Batista. Ya con Castro, fue director del Consejo Nacional de Cultura y subdirector del periódico Revolución, fundando el magazine cultural Lunes.
En 1963 fue nombrado agregado cultural en la embajada de Bruselas, y tras regresar a Cuba para el entierro de su madre, fue retenido cuatro meses, exiliándose después, primero a España y un año después al Reino Unido, en Londres, en donde continuó su labor literaria.
Pasó un tiempo en Hollywood, dedicándose a su pasión cinematográfica y continuó su trabajo literario en Londres. En 1979 obtuvo la nacionalidad británica. Entre otros premios, recibió el Cervantes en 1997.
De entre su obra cabría destacar títulos como Tres tristes tigres, Vista del amanecer en el trópico, Arcadia todas las noches, Mea Cuba o Ella cantaba boleros, entre otros.