¿Duque o Marqués?
*El disimulo, la fanfarronada, la patraña, y la impostura, como esencia.
* Se miente por adular y se adula por obedecer.
* Bufones de comedia, payasos: brevemente, Marqueses tropicales.
* Uno no puede obedecer reglas inventadas por los hombres.
* Mampostería de juguete. Frívola. Fútil. Desmesurada cursilería social y cultural.
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Además de la cursilería y el mal gusto, la esencia del molde del colombiano la perfecciona el disimulo, la fanfarronada, la patraña, y la impostura. Continuamente fue así desde la Colonia. Nada caprichoso. En un informe secreto de 1735 de Jorge Juan y Antonio de Ulloa dirigido al Marqués de la Ensenada titulado Noticias secretas de América y publicado en 1825 por Fernando VII, aquellos observaron cómo los criollos “cavilan continuamente en la disposición y orden de sus genealogías, de modo que les parece no tienen que envidiar nada en nobleza y antigüedad “.
!Aaaay..!. Como confirma el historiador y filósofo Juan Guillermo Gómez García, estas taras, estos usos, estas prácticas derivan de una raíz: “de la España de la contrarreforma, es decir, de la España labrada por la reacción católica contra el mundo luterano y sus múltiples y complejas consecuencias y que fundamentó su dogmatismo religioso y su violento y visceral rechazo contra los presupuestos de la modernidad, la racionalidad ilustrada y el espíritu crítico de las ciencias”. La simulación, la complacencia, el facilismo, la rutina, el disimulo arrasando en medio de colonos voluntarios y tributarios inconscientes de supersticiones, agüeros, mentiras, mentiras y servidumbres.
Nuestro más importante novelista y cronista, Tomás Carrasquilla lo exaltó y señaló desde sus inicios. Casi toda su obra es una denuncia de esta hipocresía social y sus consecuencias. Su más célebre charada dice en alguna parte:” A todo esto, el Escribano letrado termina una relación florida y gigantesca, donde narra todas las solemnidades del reconocimiento y de la jura. Consigna, en estilo férvido y alado, cómo la valvasora doña Bárbara Caballero y Alzate, lo ha costeado todo a sus expensas, con amor rendido de vasalla; cómo ha reconocido y jurado al Rey y al príncipe de Asturias, al par que los altos dignatarios y los próceres hidalgos; y que su firma y que su lectura y su gallardía y que el lavabo y el paño, trabajado por sus propias manos; y que merced a esta egregia joven tienen los nuevos soberanos y el real heredero, un templo en esta villa, muy noble, muy leal y muy minera, y en el pecho de cada yolombero, un tabernáculo, en donde humea, noche y día, el incienso inextinguible de las adoraciones.
Y cimienta la farsa:”… Decíamos que este amor de Doña Bárbara a Fernandito es hasta misterioso. Ni uñas ni cabello, ni agua con su sacra mugrecilla, le vienen de España, sino que su Majestad Carlos IV, queriendo premiarle tanto amor y fidelidad tanta, se le descuelga, al siguiente año, con una real cédula, fechada en Aranjuez, por el cual le da el título de Marquesa de Yolombó.
Tamaña concesión y regalía tanta están a la altura del concesionario; no es título dispendioso, como algunos otros, dados por paga, a cualquier hidalgo acaudalado de la América; el marquesado de Yolombó no ha de pagar ni siquiera el impuesto de medias anatas; y queda registrado entre la nobleza titulada de la monarquía”.
! Muy bien ! Y El viejo Carrasquilla sentencia esta perfidia: “Se miente por adular y se adula por obedecer. Al fin y al cabo, cualquier patraña se convierte en verdad de a puño, al ser registrada en papelorios oficiales; y es privilegio de todo historiador levantar un elefante de una hormiga, fuera de que la letra impresa es de suyo alucinadora y convincente”.
Carrasquilla, ya en 1927, nos cuenta la vida de la criolla Bárbara Caballero desde que, a los dieciséis años, quiere ser minera, hasta que se enriquece, obtiene de Carlos IV el título de Marquesa, es víctima de un pillo que la desposa para robarle los caudales de oro, pierde la razón y la recobra en la ancianidad, cuando América es ya una gusanera de repúblicas. Bárbara Caballero en el esplendor de su vida cae rendida ante un falso marques que le ofrece matrimonio, hazaña que no ha realizado esta heroína pero, su el único fin de su pretendiente es robar todas sus pertenencias y derrumbar el paraíso que ella construyó. La depresión vendrá después del engaño, la pérdida de todas sus pertenencias tras venderlas por la falsa idea de vivir en España producen en Bárbara Caballero el olvido; pasará treinta y tres años perdida, suspendida en el tiempo, viviendo en el limbo, sin conciencia de sí misma . Para luego despertar en una Colombia ya emancipada de España y organizada en república.
La Marquesa de Yolombó. Escultura
La sociedad señorial colombiana siempre se negó a reconocer que tanto dentro del país como en todo el mundo, desde la revolución Francesa, los valores que invocaba para su legitimación, habían sucumbido bajo la simple marcha de la historia. Así lo describió Rafael Gutiérrez Girardot: “Esta abismal discrepancia entre la realidad histórica y la sociedad colombiana del régimen señorial fue posible gracias a las ficciones. Ficciones que solo podían sostenerse e imponerse mediante un sistema de artificios que se fundaban en la creencia de que con la posibilidad de demostrar los talentos oratorios en un parlamento, por ejemplo, ya se cumplían el postulado de la representación democrática”. Farsa. Esnobismo. Mentiras. Doble moral. Falacias. Retórica trivial, inerme y letal. Ornamentos vacíos. Mampostería de juguete. Frívola. Fútil. Desmesurada cursilería social y cultural. Bufones de comedia.
Pero más de tres siglos de coloniaje, de genocidio, de barroco político y cultural. De encerramiento conventual, fueron suprimidos con la independencia. Suprimidos en un decenio y medio. Sólo bastó medio siglo para que los independientes y republicanos recuperaren sus cadenas. No habíamos salido del régimen antiguo. Los nombres de las instituciones han cambiado, pero en el fondo el espíritu que las anima es idéntico, alcanzaremos el parecido en las formas y entonces habríamos caminado un siglo para identificarnos con el viejo régimen colonial español.
Álvaro Mutis
Le dijo Álvaro Mutis a Juan Gustavo Cobo-Borda que el último hecho que le preocupaba de veras era la caída de Bizancio en manos de los infieles en 1453. “Soy gibelino, en cuanto soy partidario del Imperio Romano Germánico en su lucha contra el papado y el poder temporal de la iglesia. O sea que yo fui vencido en Canosa. Monárquico, porque yo no concibo que se pueda obedecer a ningún poder que no tenga un origen trascendente. Uno no puede obedecer reglas inventadas por los hombres. En cambio, a alguien que ha sido ungido por Dios para gobernar a los hombres, lo entiendo, lo acato y sus leyes son para mí, la norma”. Y prosigue: “Nunca he reconocido la Independencia ni sus gestas, que no son más que una cadena ignominiosa de traiciones de oficiales del ejército español, radicados en las Indias, indigestados de lecturas de segunda mano de Rousseau, que creyeron inventar la república y la democracia con resultados tan catastróficos como los que conocemos: una secuencia interminable de guerras civiles, de sangre, de bestialidad y violencia; y de una total falta de materia espiritual que nos define´. Gracias a esos oficiales traidores, Bolívar, San Martín y todos los otros cuyas estatuas pueblan nuestras capitales, cortamos el cordón umbilical que nos unía con mil años de historia”.
Simulación de abolengo aristocrático que se ahondó en la época republicana y cobró el perfil de un exilio igualmente simulado, como ilustra el drama de José Presunción Silva. El supuesto exilio condujo a una ausencia mental del país que ocuparon los criollos republicanos, a un vacío de merecida autoridad. Y como cumbre de la tradición de simulación de aristocracia que fue una constante de la sociedad criolla desde el siglo XVIII hasta finales de los años 40 del siglo XX, este monarquismo se funda en una discrepancia entre ser y apariencia que dio ocasión en que en Francia se creara la palabra rastacuero para los latinoamericanos que a finales del XIX y comienzos del XX desplegaron en París su riqueza como medio de pertenecer a la aristocracia, es decir, aparentaron lo que no son.
“Discrepancia que no es sólo la del fiel vasallo de una monarquía inexistente, la de un noble sin corte pero noble por propia voluntad, sino impulso para legitimarla mediante el pathos del exilio”, como complementa Gutiérrez Girardot. En el fondo, una oculta y vergonzosa nostalgia de los fastos virreinales donde, suponen, hubieran gozado por la prosapia de su nombre y la cuantía de sus bienes, de más brillante fortuna que la que les tocó en suerte después de la independencia.
México, Perú y Cuba tuvieron marqueses, condes y vizcondes. En la categoría de marqueses que fue la más general, México tuvo 50, Perú 41, Cuba 54, Chile 10, Venezuela 6 y la Nueva Granada 5, incluyendo el marquesado de don Pablo Morillo. Cuando en 1805 la Corona ofreció a los neogranadinos cinco títulos de marqués no hubo postores para adquirirlos. Los altos derechos fiscales que tales títulos imponían eran impagables para los indigentes patrimonios criollos del Nuevo Reino. Dentro de la prudencia que tuvo la Corona para otorgar títulos nobiliarios en las indias y aunque estos títulos, como decían los criollos, otorgaban nobleza sin privilegios, sin embargo en ninguna de las capitanías o virreinatos los hubo en escala tan reducida como en la Nueva Granada. Aristocracia de pacotilla.
El caso del marqués de san Jorge, don Jorge Miguel Lozano de Peralta fue distintivo: la Corona le retiro el título por falta de pago de los derechos de lanza. El Marqués de San Jorge nunca vivió en la casa y, lo que es peor, el Marqués, legalmente, nunca fue Marqués. Don Jorge Miguel Lozano de Peralta, –1731-1793– representa el cenit de “una intrincada red de alianzas matrimoniales, cuyo objetivo primordial era la concentración de la riqueza y el poder en manos de la élite.” Hijo de un Oidor y una mujer muy rica, Lozano heredó la posición social y desde los diecinueve años se dedicó a los negocios, actuó en política, fue miembro de exclusivísimas cofradías, pleiteó casi con manía y llegó a tener veinte mil hectáreas en la Sabana de Bogotá. Y diez mil vacas. Sin contar propiedades en España y haciendas en tierra caliente y ciento cincuenta y ocho esclavos.
Desde 1767, Lozano mandó imprimir en Madrid una “Relación de Méritos y Circunstancias” remitida al Consejo de Indias en procura de un título nobiliario. Y nada. Hasta 1771 que la Corona comisionó al Virrey para otorgar título a quienes llenaran los “requisitos de nobleza, rango y fortuna.” Y pagara unos impuestos. El Virrey Messía de la Cerda le dio el título a Lozano, Lozano no pagó los impuestos pero detentaba el título de Marqués; lo multaron por eso; Lozano pleiteó, insultó y terminó saliendo de Santa Fe y muriendo en una celda de un convento en Cartagena, sin que le reconocieran el marquesado. ¿Dónde quedaría aquello de que nobleza obliga?
Casa Museo del Marqués de San Jorge
Fingimiento, simulación y vanidad son rasgos característicos de muchos personajes de las novelas de Tomás Carrasquilla, que luchan sobre todo por figurar, alardear y aparentar. Como señala el historiador Jorge Orlando Melo “descritos en gran detalle y con todas las herramientas retóricas de un escritor lleno de recursos, no gozan evidentemente de la simpatía del autor, que con frecuencia los ridiculiza y caricaturiza. Sus acciones tienen aire de farsa, a veces trágica, y el narrador, cuando habla de ellos, usa sobre todo la ironía y el lenguaje burlón y sardónico. Son personajes cuyo principal interés es que se les reconozca un lugar en la estructura social, que quieren figurar y que entran para ello en una estrategia de apariencias sociales. Algunos son nuevos ricos, que han hecho sus fortunas con el comercio, la minería o la usura, pero otros vienen de familias más antiguas, a los que la pobreza borró de la buena sociedad.
Estos personajes se contraponen a los que creen que la sociedad es una trama de apariencias engañosas, no aceptan que la sangre o la riqueza definan la calidad de las personas, se burlan de los que buscan figuración social, valoran ante todo el trabajo y la honradez, no discriminan a las personas por motivos de familia o de riqueza, no están dispuestos a sacrificar nada en el altar de las apariencias sociales, y por lo tanto rechazan tanto a los aristócratas presumidos como a los que sufren tratando de serlo. Son usualmente montañeros pragmáticos e inteligentes, que si consiguen plata lo hacen con honradez y decencia, o personajes populares, muchas veces sirvientas negras perspicaces que desnudan la mentira de los arribistas. Los blancos pueden hablar de la falta de buena sangre de un mulato o un mestizo, pero Carrasquilla se burla de sus pretensiones y muestra que están acompañadas de mentiras y simulaciones, y que tener sangre blanca no tiene que ver con los valores reales de las personas, con sus virtudes personales. Blancos, negros, mestizos, zambos, cuarterones o mulatos, hijos legítimos o ilegítimos, pueden ser virtuosos en la realidad o simples simuladores, picaros u honestos, buenos o malvados”.
Es una mascarada. Bufones de comedia, payasos: brevemente, Marqueses tropicales. Alguna vez el periodista Daniel Samper Pizano dijo que en América Latina nos parecía risible la existencia de condes, duques, marqueses y personajes por el estilo. Sin embargo, aún hoy viajan a España colombianos interesados en reivindicar algún título de viejísimos antepasados suyos, o incluso en comprarlo al precio que les exijan. Eso es lo triste. “Para empezar, los primitivos nobles, los que mariposeaban por la Corte del rey y danzaban con venias amaneradas en los salones palaciegos, no eran mejores ni peores que los caballerizos que les sujetaban los estribos a la hora de montar en la yegua preferida, o que los ujieres encargados de abrir el portón. Eran más ricos y más educados. Pero no mejores: los ujieres al menos no explotaban a nadie. La prueba es que, en tiempos de nuestro rey Felipe II, muchos condes y marqueses poblaron las cárceles del reino por robar, matar o violar mujeres”, señala Samper Pizano.
Y agrega. ”En Colombia han sido escasos los nobles famosos, pero no inexistentes. El más célebre fue, quizás, el Marqués de San Jorge, Jorge Miguel Lozano de Peralta, que no sólo era uno de los pocos nobles titulados de Santafé en el siglo XVIII, sino más importante aún tenía uno de los tres coches que recorrían las pocas calles de la villa. Hermano suyo era Jorge Tadeo Lozano, un patriota que fundó periódicos y fue primer presidente elegido y primer presidente derrocado del estado de Cundinamarca. El marquesado de San Jorge rodó almanaque abajo hasta nuestros tiempos. Lo último que supe del título me lo contó entre carcajadas el inolvidable Fabio Lozano Simonelli: él era el actual marqués de San Jorge! Y, para cerrar la minúscula lista de nobles colombianos, no se me ocurren más que el Conde de Cuchicute, un santandereano al que le revolvió la cabeza el afán de un título, y la célebre condesa Braschi, dama pereirana que casó con noble en Italia. Ella y su hija provocan revuelo en nuestro patético jet set local cada vez que vienen de veraneo. No hay revista en la que no aparezcan, coctel al que no estén invitadas, ni personajete social que no aspire a sentarse al lado suyo en la fiesta”.
Todo había sido descrito desde mediados del siglo XIX. El texto de la invitación a la tercera taza de té lo denuncia, de un peculiar cosmopolitismo provinciano: “Los marqueses de Gacharná hacen sus cumplimientos a José María Vergara, caballero, y le avisan que el 30 del mes entrante, siendo cumpleaños de su señora la marquesa, se hará música en el hogar y se tomará el té en familia (traje de etiqueta)”. La mezcla de inglés y francés bogotanizados (hacen cumplimientos – se hará música) corresponde a la mezcla gentilicia de los marqueses. El marqués de Gacharná “es un francesito natural de Sutamarchán”. Después de pasar dos años de hambre en París volvió a Bogotá, donde se casó con “una inglesa nacida en el barrio Santa Bárbara, y que tenía dote”. Con la suma que le produjo la venta de unas casas de la dote, el marqués abrió un hermoso almacén, Gacharná and Company. Se pasaron a vivir a la otra casa y no recibían a nadie porque “así podían romper con algunos parientes y antiguos amigos, cuya sociedad muy cordial no les convenía”.
Vivían con suma economía y cuando habían ahorrado una determinada suma, daban un té o una soirée, a la que invitaban a muy “pocas personas de lo más europeo que les era posible”. La poca frecuencia con que daban las soirée es las hicieron codiciables en la “alta sociedad y que no es alta de ninguna manera”. Los altos precios de las mercancías y el modo intimidante de venderlas, contribuyen al fortalecimiento del negocio. El marqués de Gacharná, consciente de su altísima situación, solía pasearse en el altozano de la casa, en el que lo visitaba algún joven talentoso para conversar con él. Como monsieur de Gacharná respondía de vez en cuando con monosílabos: ¡Oh! i sí! bah, pues, oh no!, adquirió “fama de hombre profundo en economía política”. Por eso, el cónsul noruego “lo propuso para sucesor suyo cuando tuvo que regresar a Europa”. El marqués aceptó, renunció al sueldo, pidió carta de naturaleza de Noruega y ofreció comprar un título de nobleza.
Los marqueses de Gacharná tuvieron un hijo y para cuidarlo emplearon una india, que además de dormir todo el día tenía otro defecto, esto es, el de “la creencia que se había arraigado en su alma de que el hombre ha nacido para beber chicha y la mujer para acompañarlo”. Después de la reunión, las despedidas se limitaron a “bonne nuit, Madame; bonne nuit, monsieur, Bonímada Bonímosi”. Los marqueses de Gacharná llevaron a la culminación la tendencia extranjerizante de Juan de la Viñas, medraron explotando el afán de ascenso social aristocrático y un sentimiento de lujo que consistía en que se le satisfacía cuando se comparaba a altos precios en un almacén con nombre inglés. Pero el comerciante marqués no sólo explotaba esos afanes y sentimientos de lujo aristocrático. Él desarrolló el hábito del ahorro propio del empresario capitalista, si bien no para mantener y enriquecer las inversiones, sino para poder aprestigiar sus soirées y escalar con ello la exclusividad “elitista” de su modelo inmediato, el marqués de San Jorge. El fervor con el que aspiraba a ser aristócrata fue característico de los criollos.
. La comprobación histórica pone de presente la transformación de la transición de sociedad y derecho coloniales o tradicionales a sociedad con incipiente intento de modernización y racionalidad en beneficio de una forma depravada de la primera que condenó “la República democrática a ser por largo tiempo… una grande y triste quisicosa, una pobre cuasi-verdad, cuando no una grandísima mentira”. La regresión o el restablecimiento antilegal o inmoral y depravado del “señorío feudal” si así cabe llamarlo, incluye el restablecimiento subrepticio e intimidante de la sociedad jerárquica y petrifica la dinámica propia de la estratificación social, restableciendo a la vez la pirámide jerárquica, encubierta por la “grandísima mentira” de la República en la que la aristocracia o el “nuevo patriciado” fundan ascenso en la mentira, en una mimesis de otra mentira: la de su modelo, el de los héroes que, para recordar el cuadro de costumbres de José María Vergara y Vergara, acudieron al homenaje que la marquesa de San José hizo a Antonio Nariño.
La simulación, la complacencia, el facilismo, la rutina, el disimulo arrasando en medio de colonos voluntarios y tributarios inconscientes de supersticiones, agüeros, mentiras, mentiras y servidumbres. Farsa. Esnobismo. Mentiras. Doble moral. Falacias. Retórica trivial, inerme y letal. Ornamentos vacíos. Mampostería de juguete. Frívola. Fútil. Desmesurada cursilería social y cultural. Bufones de comedia.