Un malpensante.

Carlos Bueno

16 agosto, 2023

 

Pocas veces lo vi. Si, y realmente parecía un vaquero con botas . Franco, jovial, inteligente, lúcido, irónico. Era un satírico. Sus amigos hablaban de su tono epigramático clásico romano. Un tono ácido que lo mostraba vigilante ante la sociedad, la cultura, el tiempo que le tocó vivir.

Jaime Alberto Vélez González nació en Yolombó, Antioquia, en 1950 y murió en Medellín en 2003. Licenciado en filosofía y letras de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Profesor de la Facultad de comunicaciones de la Universidad de Antioquia hasta su muerte. Fue colaborador de diversas publicaciones, revistas universitarias como la de la su propia Alma Mater y la revista El Malpensante. Las dos instituciones colaboraron para publicar en 2013 en la colección Bicentenario de Antioquia su antología de ensayos titulado Satura.

Satura, de Jaime Alberto Vélez

Libro importante, según Camilo Jiménez, por la sonoridad de sus frases, por la demoledora ironía de sus imágenes, por lo certero de las comparaciones que usa el autor para ilustrar algún punto. Las columnas de Jaime Alberto Vélez cada dos meses en El Malpensante nos hicieron más perspicaces, más cínicos, más exigentes con los escritores, con los otros lectores, con el mundo editorial. Nos señalaron dónde están las imposturas más notables del ambiente literario, cómo lucen los farsantes, a qué debe prestársele atención y qué puede sin remordimientos dejarse de lado.

“Ironía, sencillez y gracia son atributos de una escritura que el lector había ya disfrutado en las páginas de la revista, bajo la apariencia inofensiva de una columna sobre trivialidades librescas. La definición estética que Vélez da en uno de sus textos es elocuente: “El más elaborado artificio literario consiste en que una sucesión de palabras no parezca literatura”, precisa Efrén Giraldo.

Jaime Alberto enseñaba composición española. Vestía invariablemente de jean y camisa de manga larga, como un vaquero. Hablaba recio y claro. Citaba autores desconocidos, no por lo nuevos sino por lo viejos. De alguna forma, en sus clases hablaba como escribía: utilizando la fábula y la ironía. “Jamás volví a encontrarme un profesor como él, uno que enseñaba como si no enseñara, con ejercicios tan simples que uno, entonces, creía que eran ingenuos, casi bobos, pero que después –ahora lo entiendo- resultaban de una practicidad asombrosa. Es difícil de explicarlo. Pero quienes hayan asistido a algunas de sus clases sabrán de lo hablo. Qué bueno encontrarme con este fusilado”, recuerda Camilo Jiménez.

El interés de Vélez parece haberse dirigido, no a la recepción o estima del libro, sino a la manera como se conducen los literatos, una fauna a la que retrató como hicieron con los animales los fabulistas y satíricos latinos que tanto le gustaban. La tendencia al matoneo, la manera en que se comportan ante los medios, la torpe administración que hacen de su posteridad le suscitan anécdotas hilarantes, pero también preguntas sobre lo que significa dedicarse a la literatura.

Dice el escritor Pablo Montoya: “Conocí a Jaime Alberto Vélez, leyéndolo. Esa y no otra es la mejor manera de conocer a un escritor y, además, de celebrarlo. Leí las Piezas para la Mano izquierda y me gustaron. Siempre recuerdo con admiración esa perla narrativa que él llamó Arcano. Y estoy convencido de que muchos de los minicuentos de Jaime Alberto podrían figurar en una antología universal de este género arduo y malagradecido.

Luego leí sus poemas de Reflejos, Biografías y Breviario y también me gustaron. Jaime Alberto es de los pocos escritores de Medellín que resisten una relectura sin que se caiga en el cansancio y la decepción. Su precisión en la escritura, esa madura influencia que sobre él ejercía el rigor y la claridad de los latinos, me siguen corroborando este juicio. Luego leí sus ensayos y comprobé con regocijo que él continuaba, a su modo, los rumbos que entre nosotros señaló Baldomero Sanín Cano.

Algunos piensan que las columnas de Satura de El Malpensante pecan por el implícito deseo de querer suscitar el aplauso o el asombro típico de los espectáculos ilusionistas. Pero la literatura de todos los tiempos, desde Homero hasta García Márquez, se ha movido siempre en esos ámbitos. El ensayista, a diferencia del poeta, debe batirse en el ruedo público y lo mejor es no ir a él ataviado con la desnudez íntima del poeta. Otros, más radicales aún, siguen opinando que las columnas de Jaime Alberto estaban destinadas a un grupo de intelectuales idiotas desparramado por las grandes ciudades del país. La verdad es que no creo que el aplauso de los imbéciles sea capaz de comprender la más mínima reflexión suya.

Su obra ensayística está penetrada por la agudeza comparativa, sacude porque el nivel de la revelación ondea con frecuencia en sus conceptos, agrada porque no desconoce que el humor y la ironía son las hijas predilectas de la incredulidad, y se vuelve memorable porque lo suyo se trata de ejercicios de pensamiento anclados en un excelente y exquisito manejo del lenguaje”.

 

Una breve muestra:

“…la actual industria editorial ha logrado por fin suprimir ese estorboso escollo representado por el buen lector, que, como se sabe, más que suscitar las compras, se convertía en un obstáculo para las ventas. ¿Qué críticas, además, puede generar un libro recibido por quien no lee? Este invento resulta maravilloso porque cura, por una parte, el complejo de culpa frente a la lectura; por otro lado, no obliga a nadie a leer. Aunque un mal lector, como es obvio, no lee, jamás soportaría que por culpa de un simple libro fuera tildado de inculto”.

“Cuando algunos escritores coinciden un buen rato en el mismo lugar, invariablemente deben vencer un incoercible impulso: el de escribir una carta abierta. Si este género no ha terminado por convertirse en el más frecuente y popular de todos, ello se debe a un gravísimo escollo, mantenido en secreto por los mismos escritores: nadie sabe a ciencia cierta en qué orden deberían ir las firmas…Pocos escritores estarían dispuestos a admitir públicamente ¡públicamente! Que otro cualquiera los supera en importancia. En Colombia, ausente García Márquez, ¿quién se atrevería a firmar de primero?”

“Walt Whitman, consagrado desde su época como visionario y progresista, conceptuó que la fotografía en color era imposible técnicamente y que jamás se lograría realizar. Aunque Whitman le trazó un nuevo rumbo a la poesía y vislumbró el vigoroso hombre del porvenir, se equivocó no obstante en su apreciación sobre un evento que hoy parece simple al lado de otros aún más deslumbrantes. La explicación podría ser que un gran artista acierta en lo que crea, pero puede ser tan falible como los demás en lo que dice. No debe causar extrañeza que Marco Tulio Cicerón, insuperable polemista, perdiera todas las discusiones hogareñas con su irritante esposa, ignorante del arte de la retórica”.

“Un escritor se conoce desde la dedicatoria del libro. Existe una relación significativa entre el mal escritor y el amor declarado al padre y a la madre. A los primogenitores se les dedica la tesis de grado o un opúsculo inicial, pero no una obra maestra. Tampoco suelen ser frecuentes en las grandes obras las dedicatorias amorosas. Si todas las cartas de amor son ridículas, dice Fernando Pessoa, también los ofrecimientos de este estilo deben correr igual suerte. Las obras inmortales carecen de dedicatoria amorosa porque casi siempre se escriben por falta de amor…De ahí que resulte tan significativa la aclaración que Juan José Arreola consigna al comienzo de Palíndroma: “La dedicatoria se suprime a petición de parte”. En este sentido estricto, no hay dedicatoria que no corra, con el paso del tiempo, la misma suerte…Lejos del amor, del poder y de la gloria, muchas dedicatorias tienen una simple y modesta explicación psicológica. Cuando un escritor mediocre dedica su trabajo, trata de evitar, por lo menos, irse solo al olvido”.

“La ostentación literaria de muchos escritores latinoamericanos, dice Julio Ramón Ribeyro, proviene del complejo de proceder de regiones periféricas que crean en el escritor el temor de ser tomado por inculto…Esta pedantería literaria se caracteriza por tratar se exhibir todos los lujos, adornos y abalorios al mismo tiempo, en una suerte de histeria erudita que torna más ridículos los resultados. El soporte de esta literatura es un lector seudoculto que mide los alcances literarios por su aparente dificultad, el número de las palabras, el tamaño de los párrafos, la extensión de los volúmenes, pero también por la transparencia de los símbolos y por la muchedumbre de las citas y de las alusiones librescas”.

“El verdadero problema, en términos de Thomas de Quincey, consiste en que si “uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no la dará importancia a robar, del robo pasará a la bebida y a la inobservancia del domingo y acabará por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente”. Algunos especialistas en lenguaje ignoran que… si una persona denomina fucsia al solferino, se encuentra próximo también a llamar conversatorio a una conversación. Cuando haya dado este paso se habrá convertido irremediablemente en un intelectual y ya no tendrá reatos de conciencia para hablar de género en vez de mujer…Ahora bien, un conversatorio equivale a una conversación, del mismo modo en que un auditorio es una audición, un consultorio es una consulta y el auténtico fucsia es el mismo solferino, vale decir, en contra de la lógica y del sentido común y a nombre del engreimiento. Puesto que el trastorno del lenguaje parece representar el objetivo del intelectual, tales palabras merecen un lugar permanente en el vocabulario actual. Inútil discutirlo. Si no existiera la palabra conversatorio, ¿cómo más podría denominarse una simple conversación entre pedantes y esnobistas?; “la ruina de muchos, insiste de Quincey, comenzó con un pequeño asesinato al que no le dieron importancias en su momento”. Por la pendiente resbalosa del fucsia se llega con facilidad a términos como imaginario, mediático, colectivo, sistémico y cientifización, por ejemplo …el intelectual fucsia evita el vocablo exacto, para utilizar otro rebuscado y aparatoso…revela una concepción del mundo y unas pretensiones intelectuales que llevarán de modo natural e inevitable a decir posicionar, performativo, deconstruir, dimensionar, invisibilizar y reificar. Se empieza por una palabra, o un pequeño asesinato, y se termina experto en ciencias sociales y humanas.”

“Un escritor joven, antes de garrapatear su primera página memorable, debe tratar de permanecer el mayor tiempo posible en el bar. No existe otro lugar donde pueda aprender tanto sobre el oficio, pues en él se ha concentrado, sin duda, buena parte de la literatura actual. Una prolongada y activa permanencia en el bar, por tal razón, resulta más fructífera que el más profundo de los estudios teóricos sobre la literatura. En caso de no asistir a una escuela tan privilegiada, el escritor joven no tendría manera de conocer los trucos para lograr ser publicado, las influencias para asistir a un congreso o a un recital, los requisitos para aparecer en una antología. La gran verdad es que la suerte de la literatura nacional se define, semana tras semana, en una mesa llena de copas”.

Ahí les quedo. Por ahora.

Jaime al teléfono

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