Nadaísta bandido.

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27 julio, 2019

 

Pre-texto de los compiladores
Nadaísta bandido
Barquillo, como apodamos siempre a Jaime Espinel Arenas, fue nuestro amigo durante varias décadas. Al escoger algunos de estos textos, recordábamos que las historias y anécdotas que estaban detrás de su escritura, las escuchamos en largas, felices y estridentes conversaciones, con un gran privilegio para nosotros y sus amigos: eran contadas por él. Un fascinante conversador, un contador de historias, a las cuales cada vez agregaba nuevos detalles. Espinel hablado, tiende a opacar en nuestra memoria al cuentista excelso, al cronista puntual y minucioso que incorporó a su literatura el habla popular de las barriadas de su ciudad, con ironía, con juegos verbales particulares, con una expresividad que casi que inaugura un género, para nuestro placer de lectores.

En estos textos escogidos, obviamente entra como razón, el parámetro de la amistad. Pero poco importa, porque ellos nos informan, de todas maneras, de sus temas preferidos: el barrio, la música, el sexo, el lumpen en todas sus calañas, la criminalidad en todas sus formas y colores, ya que de Manrique a Nueva York, siempre cualquier puñalada, cualquier disparo alcanza, todo es cuestión de maña y de manera.

Jaime Espinel Arenas, 1940-2010, nació y murió en Medellín, “el mejor moridero del mundo”, como le decía su amigo, Mario Arango Jaramillo. A finales de los años cincuenta, se unió a la algarabía de secuaces del profeta de la nueva oscuridad, Gonzalo Arango, el fundador del nadaísmo. Y durante la primera parte de la década de los años sesenta del siglo XX, vivió en los Estados Unidos. La ciudad, el barrio, el amor, la soledad, la política, los inmigrantes latinos, la violencia sin fin y sin –¿o con?– sentido, afloran en su obra, que tienen como tramo ya las calles peligrosas de su país y del imperio del Norte, que deliciosamente aprendió a abominar allá mismo, en las entrañas del monstruo. El jazz, el pop, el tango, los bambucos y pasillos, están íntimamente ligados a sus ficciones y crónicas, ya que provenía de una familia de compositores, músicos y cantantes.
Entre sus obras publicadas se encuentran Esta y mis otras muertes (1975), Agua de luto (1981), Manrique’s micros y otros cuentos neoyorquinos (1986), Alba negra (1990) y Cárdeno réquiem entre toda la eternidad menos un día (2001). Gustaba que mencionaran que fue incluido en la antología: Doors and mirrors, fiction and poetry from Spanish American, 1920-1970.

Sobre algunos de estos textos, brevemente advertimos que, por ejemplo, una de sus infinitas obsesiones era el origen antioqueño de Pancho Villa. Innegable que era una ficción. Es un cuento que suena como un corrido mexicano, pero en realidad es un bambuco, un bolero de su autoría. Barquillo percibió, creyó que Doroteo Arango, nombrado Pancho Villa, era oriundo de Abejorral, Antioquia. Y a ese empeño consagró grandes arrestos. Acá solo aparece un extracto. Pese a los esfuerzos de su familia, especialmente de Angela Toro, Marcia Dittmann y de Camilo Espinal, no fue posible tener acceso al texto completo. Igual, no es extraño: a José Eusebio Caro, a Julio Arboleda, a José Asunción Silva, a Jorge Isaacs también se les desvanecieron, hundieron, robaron, obras maestras que sus contemporáneos y los descendientes, no conocimos.

A Jaime, ese cuento se lo echaron desde pequeño. Pero, fue una foto que vio cuando tenía veinte años, lo que lo atareó en el asunto. Allí vio a Pedro León Franco, Pelón Santamarta, autor del tema musical Antioqueñita, con el uniforme de teniente de Los Dorados del general Villa. “¿Y qué tiene que ver un guitarrista de por acá, con un soldado de caballería y además con el grado de teniente?”, se preguntó Espinel. Y como el que busca, lleva del bulto, se enteró en su pesquisa de que Pedro León Franco tenía como segundo apellido Uribe. Y Octaviano Doroteo Arango Uribe, el propio Villa, era sin duda, primo del músico.

Y durante años llevó a la mano un cuaderno donde anotaba a mano alzada, así fue como realizó la mayor parte de su obra, la genealogía antioqueña del personaje. Los datos restantes salieron de la extensa biografía escrita por Friedrich Katz, donde verificó sus hallazgos y sospechas. Estas eran garantizadas por Elisa Soto, la madre de su esposa: “ella es la hija menor de un señor llamado Aquilino Soto, el abuelo de mi mujer. Aquilino se casó con Matilde Arango, hermana de Doroteo Arango y allí conseguí toda la genealogía”, decía el autor de magníficas ficciones, Jaime Espinel. En su rastreo de la historia, encontró que en ese momento cuando aún se llamaba Doroteo, se casó con Angelita Vargas, que ayudada por el mayordomo de la finca El Paraíso, donde vivían, lo adornó con un par de cuernos. Doroteo los mata y debe huir a México para convertirse en leyenda.

Es necesaria una precisión histórica relativa al relato sobre Antonio Medina, Toñilas, el bandido amigo de los nadaístas. El escritor Jairo Osorio Gómez puntualiza en una crónica sobre los orígenes del crimen organizado en Colombia y en Antioquia, que “Jaime Espinel creía que a Ramón Cachaco Aristizabal, lo mató Toñilas. Una adaptación suya más literaria, pero artificiosa. La oí de labios del mismo cuentista, una de las tres noches eternas, en que Espinel y Toño Restrepo se enclaustraron en mi casa del sector de Lomas del Pilar, a tirar perico, enloquecidos con el plato sopero que nunca habían visto tan nutrido en sus días de vicio. Aunque de las tempestades más vale escuchar los ecos, su historia, publicada incluso en una revista universitaria, no puede ser cierta porque Ramón murió dentro de su carro y solo; no sentado en el bar ni rodeado por guardaespaldas, como asegura en su fábula. El ingenio de Espinel esa vez dio coces al cántaro. La misma tarde de su muerte todos vimos dormitando al bandido sobre la portezuela del Nissan”[1].

Para Jaime, más allá de las distancias estéticas, políticas, sociales, el Nadaísmo fue una amplia reunión de amigos. Así, lo entendió siempre. Él intuía que no se puede definir como un movimiento literario, y que políticamente, estaba en las antípodas de la gran mayoría de sus compañeros. Sabía que además de transitorio y puntualmente necesario y preciso para un momento histórico social y económico, el Nadaísmo era solo, o más que nada, amistad. La misma en que cree poco su compañero fundacional del movimiento y de locuras juveniles, Eduardo Escobar: “Conocí a Jaime Espinel, llamado Barquillo, en los salones de billares de Junín antes del nadaísmo y nos quisimos mal siempre, pero siempre con una lealtad que nos permitió tratarnos con cariño hasta hoy. No importa si él está muerto comparado conmigo. Y me demoré en apreciar el trabajo literario de ese campeón de las mentiras, que acaballado en la soledad de los huérfanos tempranos inventó una ciudad arrebatándoles a sus amigos sus recuerdos, para vestirlos desvergonzadamente como propios, incluidas las tías violinistas que cantaban como arrendajos y los primos que retaron a Manolete, pues todos tuvimos uno. Tal vez, me digo ahora, su Medellín es irrefutable. Y dudo si esos recuerdos que me robó, le pertenecen con tanto derecho como a mí. Aunque los haya traspuesto en una prosa desbocada que tiene el sabor del primer Cabrera Infante de los tristes tigres”[2]. Nada es para siempre, y al parecer, la mezquindad también.
Jaime tuvo poca suerte con la publicación de sus cuentos. Todos difundidos por editoriales universitarias, porque como marginal y orillero que fue siempre, no tuvo cercanía con las editoriales comerciales, que no ven en el libro sino el producto o resultado del interés mercantil. La última antología de sus textos apareció con una nota previa del editor, hablando de legibilidad o de uso de mayúsculas, signos de interrogación o de exclamación, o peor aún de paréntesis no cerrados. Cómo si en una novela de William Faulkner, Malcolm Lowry, James Joyce, Samuel Beckett el editor dijera que había inconsistencias literarias y formales y construcción lingüística en tales diestros literatos, porque utilizaban sus propias herramientas para escribir.
Un libro es un todo. No meramente el proceso de elaboración digital, de corrección de su ortografía y de recomendaciones gramaticales, sino que supera la mera reproducción técnica. Hay que ser un editor que cavile con la propia expresión del autor y sepa dónde dirigir sus pasos, ante las inquietudes que le sugiera el texto. Que haya leído al autor, que lo conozca, en una palabra. Así, se descartó la posibilidad de entender que esa es la escritura, de quizás, el mejor de los cuentistas que escribió sobre Medellín y el país, en los años finales del siglo XX. Jaime fue el creador literario que mejor desenvolvió la jerga de los pandilleros y bandidos que tanto despertaban su interés literario y vital.

No es entonces gratuito lo que afirma el poeta Juan Manuel Roca, cuando destaca precisamente esos logros de Barquillo con el lenguaje: “En Agua de luto, nos encontramos con un escritor cuya raigambre parte directamente de su entorno, de la exaltación de la cultura popular, pero que sabe cuidarse de dosificar su argot, pues la temporalidad de la jerga marginal, a cada momento renovándose, también acecha volviendo transitorios lenguajes que se consideraban vigentes”. Y consigue desentrañar el ambiente donde transcurren los relatos: “Como en una galería de espejos deformes, una legión de seres y de sombras chinescas deambula por la ciudad de Medellín, por sitios vedados donde el hampa canta una canción de olvidos. Barroco, poblado de alusiones que podrían ahogar el texto, Espinel salva sus cuentos de la asfixia, gracias al hilo secreto con que teje sus historias, un hilo fuerte como el cáñamo. La gran virtud narrativa de Espinel está acaso en esa manera de encarar la realidad, con un sesgo burlón y a la vez amoroso. Textos que proceden acaso de una tradición oral de barrio, de la crónica roja, de esos héroes marginales que alternan fútbol y bar con bandoneón de fondo, hombres fronterizos que oscilan entre sueños de gloria, cuchillos o disparos”[3].
Editar es conocer todos los dispositivos disponibles para elaborar un libro, en este caso. No es saber corregir ortografía, algo de gramática y vulnerar el estilo del escritor que es en última instancia el que define su particularidad y su modo de ser y de narrar en la escritura.

Finalmente, debemos agradecer el valioso aporte, para esta antología, de Víctor Bustamente, Director de la Revista Babel, de cuyo número siete, de diciembre de 2005, tomamos la voz guía de Jaime para saber de su vida, sus hábitos literarios y de la materia prima de sus relatos.

Carlos Bueno Osorio-Francisco Velásquez G.
[1] Jairo Osorio Gómez. “El Padrino al que Pablo Escobar llamaba Don”, El Espectador, Bogotá, 5 de septiembre de 2015.

[2] Eduardo Escobar. “Nada es para siempre”. Universo Centro, No. 96, mayo de 2018.
[3] Juan Manuel Roca. “Protagonista: Medellín”, Boletín Cultural y Bibliográfico, No. 1, Vol. XXI, 1984.

 

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