Borges y yo

Carlos Bueno

12 septiembre, 2024

 

Borges y yo.

Fue una entrevista breve. Pierre Albert, director perpetuo del Instituto Francés de Prensa y Ciencias de la Información confirmaba mi aceptación como estudiante en ese otoño de 1979. Albert, asesor personal del entonces presidente de Francia, Valery Giscard D’estaing, sólo me preguntó: “¿Y cómo es Borges?”. Este libro publicado en Medellín a comienzos de ese mismo año, me abrió sin mayores requisitos las puertas de la Universidad de París. Al salir, una última pregunta, pertinente para un lejano estudiante del trópico sudamericano: “¿Y cómo es Aracataca?”. Pensé de inmediato en las palabras que Borges nos dijera en Cartagena de Indias a Jairo Osorio y a mí: “Hoy en día todo llega tardíamente a París. Allá es muy fácil ser ilustre. A mí, por ejemplo, me inventaron mis traductores”.

Cumplí ese año con cuatro recomendaciones ingenuas e inservibles: publiqué un libro, sembré de árboles la ciudadela de la Universidad de Antioquia, padecí en directo la guerra civil que derrocó a Anastasio Somoza en Nicaragua y fui papá. Esto último en abierta contradicción con el entonces lema central de combate:”! Primero muerto que padre!”. «Los espejos y la paternidad son abominables, porque reproducen el número de los hombres». No sería mi única traición ni  mi última claudicación. Recojo a Hernando Téllez, -que vivió y murió por Flaubert y París- que en alguna parte de Literatura y sociedad  señala que a los periodistas nos repugna de esta sociedad “su rapacidad, su injusticia, su vulgaridad, su sentimentalismo y su cursilería. Pero si nos proponen asumir personalmente los riesgos correspondientes a otro tipo de sociedad, declaramos nuestro cinismo y continuamos beneficiándonos de todas la ventajas del sistema que nos permite usufrutuar la injusticia y aparecer de personeros de la justicia; desdeñar la vulgaridad y servirnos de ella; abominar del sentimentalismo y colaborar en todas sus ceremonias; detestar la cursilería y garantizar su apogeo…somos deliberada, esplendorosamente culpables”.

 

Habíamos llegado –Osorio y yo- ese verano a casa del legendario médico, excomandante guerrillero, Tulio Bayer Jaramillo. Veníamos de ver de cerca la muerte y la desolación que provocó el derrocamiento de Somoza en Nicaragua. Al parecer hoy una lucha infructífera y provisional: cuarenta años perdidos. Sólo propicios para la megalomanía de un nuevo dictador. Y de hacer el lanzamiento de la primera edición de este libro. Y en mi caso, huyendo del tedio, la melancolía, el aburrimiento y el desarraigo que me producían mi ciudad, mi país, ya para entonces en manos del adocenamiento y la vulgaridad que sigue segregando el narcotráfico, que nos dejó inmersos en una mediocridad sin límites. En una violencia sin par. Un desierto del espíritu que les tocó sufrir a Borges y María Kodama en Bogotá, Cartagena de Indias y Medellín en su visita de noviembre de  1978.

 

Por esos días mi malestar era general, aquí y allá. Un poco como Baudelaire, llegué adonde era: a vivir el spleen de París:”!No importa dónde!.!No importa dónde!, con tal que sea lejos de este mundo”. No aguantaba más angustia  ni estupidez. A poco andar habitaba una buhardilla de un último piso en un viejo edificio del noroeste de París. Une chambre de bonne. No entiendo que le han visto de romántico a tanta incomodidad. A tanta suciedad. Pero, así somos los idiotas románticos. Radicales. Románticos. Perdedor y romántico, como Jorge Isaacs que afortunadamente nunca soñó con Francia. Una buhardilla que era una especie de ONU del desarraigo y de la desesperanza. Griegos, argelinos, colombianos, polacos, argentinos, españoles en un breve espacio sin baños… y para completar mi suerte, adoptado por una vieja refugiada de la guerra civil española que nunca aprendió el idioma francés y había olvidado el español y que hablaba una increíble jerigonza que requería de un inesperado traductor. Cuarenta años de soledad y olvido trabajados en la limpieza de las oficinas del Ministerio des Affaires Etrangers. Y me deslizaba papelería y útiles con membrete oficial, luego de enterarse de que su vecino tenía que ver algo con eso llamado escritura que ella desconocía desde siempre. !Ay Borges, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!.

Y yo, como Stendhal cuando llegó a finales del siglo XVIII desde su odiada  Grenoble a conocer la ciudad de sus sueños, marchando ruidosamente por el piso desigual de las calles estrechas y sucias con olor de comida rancia y de miseria y con horror la mira: “!París: ce n’est donc que cela?!”. Parece que es claro para muchos, la realidad siempre es mezquina e insípida después de los sueños de exuberancia.

Y mi refugiada española creyéndome escritor y yo evocando el espléndido prefacio de La Letra Escarlata donde Nathaniel Hawthorne señala al “viejo tronco del árbol de la familia, envuelto por tanto musgo venerable y que ha producido en su rama más alta un haragán como yo. Ninguna aspiración que haya sentido alguna vez sería considerada por ellos como laudable. Mi éxito estaba desprovisto de mérito alguno, sino decididamente vergonzoso. ” ¿Quién es él?, pregunta una de las grises sombras de mis antepasados a otra. “!Un escritor de cuentos! ¡¿Qué clase de ocupación es esa?! ¡Qué manera de glorificar a Dios, o de ser útil a la sociedad durante su paso por la vida!. ¡Hubiera dado lo mismo que fuera un descastado violinista!”.

 

 

Destino.  Azar. Mundos paralelos, distantes, distintos. Hastío de mi ciudad, de mi país, de mí mismo. Ahora en París con un libro que me abría unas puertas que no quería. Lo decía Marroquín: Es flaca sobre manera toda humana previsión, pues en más de una ocasión sale lo que no se espera. Porque entretanto y entre tanta aburrición y sólo sabiéndolo hoy, esto pasaba en otros ámbitos antes de conocer a Jorge Luis Borges y a María Kodama:

 

“1977. Domingo, 19 de junio. Come en casa Borges. Me habla de su viaje por Europa. Borges: “Tenías razón la distancia aleja de un modo parecido al del tiempo. Allá en Europa, María casi no se acordaba de su novio –le escribía porque se lo había prometido- pero evidentemente no sentía ningún remordimiento por estar conmigo. Pero no bien llegamos a Buenos Aires, cambió. El novio le dice que tiene que convertirse en una señora argentina. Qué tiene que ser católica e interesarse por el fútbol. A María le aburre el campo. Él le ha dicho que tiene que gustarle, porque a las señoras argentinas les gusta el campo. No es verdad: a los argentinos no les gusta el campo, les gusta París…Tenés razón: Venecia es una ciudad prodigiosa, con poder para que sea importante para dos personas que se quieren el haber estado juntos allí”. Y agrega espontáneamente: “París también es maravillosa”.

 

 

“1978. Miércoles, 5 de marzo. Dice que está por viajar a Texas: Me pregunta quién podría acompañarlo. Bioy: ¿Alicia? Borges: “Si no hay otra… “

 

 

“1978. Martes, 24 de octubre. Visita de Borges. Pasó dos días horribles porque pensó que no volvería a ver a María, pero ella apareció hoy, trabajaron, comieron juntos y quedaron en ir a México, Ecuador y Colombia. Parece que María tiene amigos que le aconsejan alejarse de Borges, para así lograr su verdadera personalidad. Borges: “Podría contestarle con diversos argumentos, pero prefiero no decir nada. Si uno tiene razón, prevalecerá, pero no hay que ganar las discusiones”.

 

 

“1978. Viernes, 3 de noviembre. Hablo telefónicamente con Borges, en vísperas del viaje a México y Colombia con María Kodama. Está feliz de hacer el viaje con María, pero mal de salud”.

 

 

“1981. Jueves, 3 de septiembre. Según Fanny, María está ahora aplicada a “alejar a Borges del señor Bioy”. María: “Le hablan mal de mí”. Borges: “Pero María, ni me hablan de Usted”.

 

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“1987. Febrero. Las personas que me hablaban de la muerte de Borges en Ginebra, lo hacían polémicamente, a favor de María, o contra María; quizás a favor de la familia o de la cocinera Fanny. Yo, que no quería azuzar inquinas que se entrecruzaban en la posteridad de Borges, más de una vez afirmé: “Borges me dijo que para morir da lo mismo un sitio que otro. Ginebra no era para él un destierro. La recordaba siempre con nostalgias. Y qué lujo tener un amor, y aún mal de amores, a los ochenta y tantos años”. Murió en la compañía de María, en la de Bernés y quizá en la de Bianciotti. María era su amor y esto me llevó a decir: “Volvió a los ochenta años, con su amor, al país de los mejores recuerdos”. En realidad María es una mujer de idiosincrasia extraña; acusaba a Borges por cualquier motivo; lo castigaba con silencios –recuérdese que Borges estaba ciego-; lo celaba –se ponía furiosa ante la devoción de los admiradores-; se impacientaba con sus lentitudes. Junto a ella vivía temiendo enojarla. Por lo demás, María era una persona de tradiciones distintas a las suyas. Borges alguna vez me dijo: “Uno no puede casarse con alguien que no sabe lo que es un poncho o lo que es el dulce de leche”. En lugar de poncho y dulce de leche podemos poner infinidad de otras cosas que jamás compartieron  María y Borges. Creo que con María podía sentirse muy solo…Según Silvina Ocampo, Borges partió a Ginebra y se casó para mostrarse independiente, como un chico que quiere ser independiente y hace un disparate. Yo agregaría: “Viajó para mostrarse independiente y, de paso, para no contrariar a María”. Bioy Casares, Adolfo. Borges. Ed. Destino. Buenos Aires, 2006.

 

“1999. 24 de agosto. Habrá que apropiarse de las líneas de Borges en Historia de la noche, para destinarlas a la propia María: “Por la que usted será; por lo que acaso no entenderé. Por todas estas cosas dispares que son tal vez como presentía Spinoza, meras figuraciones y facetas de una sola cosa infinita, le dedico a usted este libro, María Kodama”… Y María: “No lo olvidé nunca; esto signó de algún modo mi vida y se proyectó en lo que sería nuestra relación. Nuestra decantada relación, que fue pasando, a través del tiempo, por distintas facetas hasta terminar en el amor que nos habitaba mucho antes de que usted tuviera conciencia de mis sentimientos. Ese amor que, revelado, fue pasión insaciable para colmar el sentimiento vago, indescifrable, que experimenté por usted siendo niña, cuando alguien me tradujo un poema dedicado a una mujer a la que amó años antes de que yo naciera…Ese amor del que fue dejando trazas a lo largo de sus libros, sin decírmelo, hasta que me lo reveló en Islandia…Desde el centro de nuestro jardín secreto se alza esa llama que pertenece a la dinastía de los amantes. Esa llama que espero sea como faro cuya luz alcance el inimaginable confín del universo, para que si algo, de alguna forma, le llegue y sienta que esa llama, hecha de amor, de lealtad, de pasión, que una vez compartimos, siga viva en mí para usted “for ever, and ever…and a day”. Borges, memoria de un gesto. Bueno, Carlos; Osorio, Jairo .ITM. Medellín, 1999.

Destino.  Azar. París debe ser otra cosa para los enamorados o para los turistas. Sí las seis de la tarde del domingo es la hora propicia para el suicidio, en aquella ciudad la tentación se reproduce. Ay Baudelaire, el spleen de tu ciudad se extiende en el tiempo y en espacio. Y como en un diálogo sobre un diálogo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos, para discutir sin estorbo…francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos. Yo tampoco lo recuerdo. Sólo recuerdo que regresé al infierno tan temido, a mi ciudad.

 

 

La de Emiro Kastos: “…Medellín: Los hombres reuniéndose en las mismas partes, conversando de las mismas cosas, los ricos despreciando a los pobres, los pobres hablando mal de los ricos. Los jóvenes buscando en los vicios, las emociones que les niega la monotonía social y los viejos corriendo desalados tras las pesetas y economizando como si la vida durara mil años…algunas noches tiene el buen sentido de comprender que los fardos y la usura, la murmuración y las antipatías no deben llenar toda la vida: algunos por fin sospechan que el hombre no ha sido creado enteramente para hacer penitencia. En Antioquia es muy difícil conservar imaginación y entusiasmo, casi imposible tener talento…hay sociedades de tal manera organizadas que la importancia de un hombre y su posición están en razón inversa de las ideas que posee…La vida en Medellín no vale la pena de ser vivida… Todo lo enfría el egoísmo y una codicia desenfrenada hace que la sociedad sea allí un estado de guerra permanente…no puede concebirse, en medio de tantas riquezas, que haya tantos hombres juntos llevando una vida tan estúpida”. Medellín, 1850. Medellín, 1978. La ciudad que era casi la misma –por la pesadez, por lo refractaria- cuando llegaron Borges y María. Por fortuna ciego para soslayar esa devastación material y espiritual. Para nuestra suerte ya había renunciado a los ojos y aprendido a componer sus poemas y textos de memoria.

 

 

Atrás quedaban París, mi refugiada española, la universidad, Borges… pensaba yo. Pero, ¿cuáles eran los caminos que me habían llevado desde la desazón y la angustia a estas encrucijadas, a este desarraigo? Creo que fue Giuseppe Tomasi de Lampedusa quién sentenció que “llegado a cierta edad y como obligación de Estado, todo ciudadano debía rasguear sus memorias, para impedir la pérdida de tanto material histórico, para evitar que se pierdan en el olvido extensas memorias de alguna esquina, de algún lugar del mundo”. Al fin de cuentas toda evocación, toda melodía de arrabal como esta, es una historia íntima que sólo cada uno encuentra, reconstruye y goza. Estos recuerdos buscan llenar ese compromiso. Mi ciudad, Medellín cambia y crece a un ritmo que no da tiempo para crear tradiciones, anima saber que a Borges le pasó algo similar. La Buenos Aires que dejó antes de la Primera Guerra Mundial no es la misma que encontró a su regreso. Las calles y paredes que evoca en los trescientos ejemplares de 1923 en Fervor de Buenos Aires, su propio barrio de Palermo ya no lo mismo. La ciudad ya no es de casas bajas y ya quedan muy lejos Pompeya y más allá La Inundación.

 

 

Casi todo lo que hoy está cubierto por casas y cemento era hace 70 años tierra de fincas y mangas. Doblez y arrasamiento. Moral y físico. Estas esquinas de barrios ya  solo tienen adustos cronistas; memoriosos incansables que rumiamos sobre los viejos detalles; que descubrimos otras versiones y armamos otras historias. Brevemente, somos profesionales de lo agotado. Medellín parece hecha con premura y  se va reconstruyendo sobre las ruinas de un urbanismo cambiante que nunca logra arraigar. Barrios de escasa tradición se desbaratan para dar paso a otros nuevos. La arquitectura de nuestro tiempo ya no es la misma que nos sirvió de referente. Ya no podría decir como Borges de su ciudad, de su barrio de Palermo, allá donde “el día era más largo en tus veredas/ que en las calles del centro/ porque en los huecos hondos/ se aquerenciaba el cielo”.

 

No. Porque contaba mi viejo amigo nadaísta Jaime Espinel, Barquillo, que: “Si alguna soga he tenido al cuello sin ser Judas en esta ciudad que antes fue nigra y enteca y estoica pero muy  dañina pal alma hasta lanzarle ese será por eso que la quiso tanto: un piropo de Borges Jorge Luis a la casas de volados techos de teja y de las casas sobre las aceras, casas de ventanas arrodilladas y repletas de novias solteronas o muertas que aún mantenían con unos fantasmas de camisa almidonada y almizcle, olor a pino silvestre ese cuasi extinto diálogo de los abuelos y los tíos. Como dice Byron White: Los vivos somos unos muertos en vacaciones. A partir de Ancón en 1971 reapareció y con mayor intensidad la tradicional pujanza del paisa. Montaba un reluciente y ruidoso buldócer y ya no fueron los bosques y las selvas, sino esas casas de ayer, edificios, calles, caserones, fincas, los que cayeron entre irrespirables nubes de polvo y escombros y de nuevo fue Medellín el bizcocho que él devoró en su arrogancia. Sí. Se repartieron la ciudad como si fuera un pastel de manzana, desviaron el Metro para enderezar sus latrocinios y componendas, rompieron con inclemencia nuestra leve memoria urbana y ahí sí, el buldócer, el magnate de las demoliciones, comprendió por fin la perentoria frase de White: Somos muertos en vacaciones, repitió. Entonces sí, vendió el buldócer a principios de los ochenta y a mediados de la misma década, incapaz de contener la única pizca de memoria que le quedaba, el paisa, tenaz, altanero y emprendedor, con la platica de la venta del buldócer y otros ahorritos que tenía bajo el colchón, compró una metra y una moto y siguió tumbando para no perder la costumbre”. El Festival de Ancón, un quiebre histórico. Bueno Osorio, Carlos; Carolo. ITM, Medellín, 2001. 230 págs.

 

La ciudad Medellín donde se podía ir a cine o  buscar un libro, visitar la retreta, holgazanear en los cafés: la socialización y el encuentro, la conversación y la simpatía, la caminada y la búsqueda cotidiana con la certeza de vivir otra atmósfera: todo se lo llevó el ensanche. Desaparecidos los teatros sin ningún anuncio, los cafés sofocados sin reato, ahora continúan en ese ritmo escabroso las librerías. Y ya sabemos que de todos los instrumentos que el hombre ha creado, el más importante es el libro. El libro que es la extensión de la memoria, y también de la imaginación y del olvido, ya que de él está hecha la memoria: con su música a otra parte. 

 

Para la época de la visita de Borges, trabajaba en la Sociedad Antioqueña de Radiodifusión, unas emisoras situadas en la avenida Primero de Mayo con Carabobo cerca del Hotel Nutibara. En el primer piso los Estudios Fotográficos Garcés de don Libardo Garcés Ángel. Al frente la salsamentaria más famosa de la ciudad, La Sorpresa. Diagonal, el Palacio Municipal, sede de la alcaldía y de algunos de los actos  en homenaje a Borges. Hoy no queda nada de aquello. Ante una propuesta del pintor Fernando Botero, el municipio decide crear una plaza con su apellido; con solo su apellido y ningún otro, para exhibir las obras donadas con la negación, vanidosa y encarnizada, del apellido Zea, para que fuera Museo de Antioquia, y no el tradicional, y casi oculto Museo de Zea.

Ahí resignó la municipalidad y arrasó la manzana, llevándose la sede de Foto Garcés y, junto a esta, los edificios Hausler, el San Andresito, el Dino Rojo de mis citas furtivas, el Restrepo Hermanos, el Emi Álvarez y los centros comerciales contiguos: el Calibío y el Luna Park, con sus billares, librerías y peluquerías, y  la emisora de mi trabajo reporteril. En total 217 edificaciones, contando el edificio de la esquina de Bolívar con la Avenida Primero de Mayo, donde se construyó uno para el Metro y a los pocos meses se destruyó sin ninguna razón, sin ninguna explicación.

 

Desde 1896, Tomás Carrasquilla en sus primeras novelas sobre la ciudad, muestra lo que es y será Medellín: fantasía de ascenso social, mentira y fingimiento de comerciantes, banqueros y rentistas arribistas y gentes de buena familia. En medio de multitudes que todo se les va en simular y parecer. Medellín siempre fue así: hipocresía y  falsedad social. Descreo de la idea de progreso. Desde el siglo XVII, quizás desde la antigüedad, la idea de progreso ha sido paulatinamente demolida. Sus cimientos fueron tocados y están bastante inseguros, en el sentido de un lento, seguro y certero avance de la historia y de la propia humanidad hacia un estado próximo a la perfección, a un ideal que cada época dota de sus contenidos, que en una aplastante proporción son ingenuos, inservibles, innecesarios, yermos. En realidad no existe ese progreso, pero como todo se edifica sobre arena, aunque nuestro deber sea edificar como si fuera piedra la arena, cada individuo, cada sociedad crea sus arquetipos, sus modelos que justifiquen su quehacer diario e histórico.

 

 

Más que un conglomerado de moles, monumentos y vías, la ciudad, los barrios, son un puñado de recuerdos. Una simbología de lo urbano: de la alcoba, la calle, el bar, la plaza, el patio, la noche, las distancias, la imaginación y los sueños. Se trata de recuerdos, de sueños, de percepciones gobernadas por una ilusión, de ángulos memoriosos que el sentimiento elige, convoca. Como estos. Aunque como nombrara el viejo poeta ciego de su Buenos Aires,” Y la ciudad, ahora, es como un plano/ de mis humillaciones y fracasos/ No nos une el amor sino el espanto/ será por eso que la quiero tanto”. Tal vez pueda ahora decir algo similar de mi barrio, de la ciudad… De mi remota y frágil educación sentimental.

Pero el horror no se detiene. No es el Buenos Aires del Palermo feo, donde compadritos y orilleros protagonizaban historias y leyendas épicas. Las de la secta del cuchillo y del coraje. Buenos Aires. Medellín, unidas por el cadáver de Gardel. Lo que nos faltaba letras melodramáticas y lloronas, convertidas en breves escenas teatrales y trágicas. Para no borrar de la memoria: Llegando al aeropuerto Olaya Herrera dijo: “Bueno, si se cae este avión seré un poco famoso…como Gardel, ¿no?” Y un incómodo y molesto Borges en la Casa Gardeliana del barrio Manrique de Medellín. Soportando, casi al amanecer, tangos mal cantados, acompañados de unos imaginativos y pesados nuevos amigos que creían así agradarle. Y él mirando a su anfitrión: “Pero alcaide, ¿qué hice yo para merecerme esto?”.

Y nosotros en la noria. Como Fernando Vallejo en La Virgen de los sicarios: «Mis conciudadanos padecen de una vileza congénita, crónica. Esta es una raza ventajosa, envidiosa, rencorosa, embustera, traidora, ladrona: la peste humana en su más extrema ruindad. El mal es un maremágnum en el que se suman el ruido de los radios y todos los ruidos del mundo, la imbecilidad de la televisión, la bobada de los políticos, los partidos de fútbol, los vallenatos, la prensa, las consejerías de paz, los curas y los presidentes, los errores gramaticales. ¿La violencia, la muerte, son un mal o lo que nos libera del mal?”. Como diría Esquinel soy hijo de esta mala madre que es Medellín, madrastra impía que devora a sus hijos, capital mundial del delito, tacita de plata rebosada de sangre.

 

Las nostalgias prematuras son peligrosos, o más bien toda nostalgia es peligrosa. Como  nos dijo el gran poeta mejicano José Emilio Pacheco en un poema cuyo título es igual de largo que su único verso:

 

Antiguos compañeros se reúnen

Ya somos todo aquello/contra lo que luchamos a los veinte años.

Borges, memoria de un gesto. En alguna parte, cuenta Porfirio, que Plotino de Alejandría se negó a hacerse retratar alegando que él era solamente la sombra de su prototipo platónico, y que el retrato sería entonces, sombra de una sombra. Ahora acá por la sabia mediación del tomavistas Osorio Gómez tenemos a la distancia la sombra de una sombra de una sombra, decenas de veces repetidas. Es un milagro que sólo nos ofrece por ahora este avance de la daguerrotipia que convinimos en llamar fotografía. Más asombroso aún si pensamos en aquellas prevenciones de Borges que lo hacían ironizar sobre la imagen y sobre los que creen que aquella sea más real que las personas o las cosas. Ser, es ser retratado, decía de esta curiosa concepción del mundo. Salvo que el viejo poeta ciego de Buenos Aires no fue fiel a su propio prejuicio. Como él, acá en esta muestra tenemos decenas de placas bruñidas, a las cuales también se negó el atroz redentor Lazarus Morrel, esencialmente para no dejar inútiles rastros, y de paso para alimentar su misterio. María Kodama diría que a ambos les agradó nuestro testimonio, pero que ahí nos enviaba una foto suya para una próxima edición. Del comentario de Borges nos salvó su lento atardecer de verano.

 

 

En el grato decurso de su residencia en la tierra, Jorge Luis Borges recorrió y saboreó muchas regiones descubriendo lo desconocido, como en sus visitas a Colombia. También él nos descubrió. Al fin, como lo dijera, no hay un solo hombre que no sea un descubridor. Empieza descubriendo lo amargo, lo salado, lo cóncavo, lo liso, lo áspero, los siete colores del arco y las veintitantas del alfabeto; pasa por los rostros, los mapas, los animales y los astros. Concluye por la duda o por la fe y por la certidumbre casi total de su propia ignorancia. Este libro, estos rostros son otro descubrimiento. Al observar este trabajo, acaso logremos entender el alcance de la ponencia de William Fox Talbot, cuando en 1839, al presentar su invento a la Academia, la tituló: Breve explicación del arte del dibujo fotogénico, o sistema con el que puede hacerse que objetos naturales se delineen a sí mismos sin la ayuda del lápiz del artista.

 

Desde décadas antes, tanto Borges como su obra se habían convertido en un suceso irrepetible. Su sola presencia podía llenar teatros en París, en Madrid, en Bogotá, en Múnich, en Tokio, en Austin, en Edimburgo, en Atenas, en Buenos Aires o en Oxford y como no, en Medellín. Por nuestra persecución de sus palabras y gestos ahora sabemos que Borges era un excelente nadador, que aborrecía del fútbol, que decía de memoria el Nocturno, de José Asunción Silva; que continuaba comprando libros a pesar de su ceguera, que jamás volvió al cine por la tristeza de no poder ver lo que sucedía en la pantalla o  que al subir a un avión le daba siempre tres golpes a su asiento antes de despegar. O que continuamente estuvo enamorado y siempre de una mujer única e irremplazable, salvo que esta mujer única, como es natural, no era la misma. Prefería perder a un amigo, que no fuera Bioy Casares, por elaborar una fina ironía. Para él, la patria siempre fue un concepto vago y perjudicial. Algo entrañable y visceral, pero también prescindible. A pesar de añorar  Buenos Aires o las calles ladeadas de Ginebra, Borges fue un ciudadano del mundo, un ser sin límites, sin cercos nacionales. De ahí que nos haya dicho Siempre he pensado que tengo varias patrias… Ahora Medellín va a ser una.

 

 

La universalidad de Borges y toda su agudeza e ingenio quedaron, de alguna manera, amarrados a sus peripecias en Colombia. A las derroteros que siguió y a los territorios que fue realzando con su presencia. Eso es algo que es posible ahora apreciar en la distancia y en el tiempo. Agradecer a Borges por su obra y su presencia. Honrar, profunda y verdaderamente, el gesto de haberse llegado hasta acá y  de persistir entre nosotros.

 

Cuando advertimos que una obra es fascinante, es natural encontrar encanto en la imagen de quien la escribe. La aproximación a la vida de un autor otorga ciertas comprensiones, ciertos secretos y ciertas magias. Como dijo Victoria Ocampo del propio Borges: “Es indudable que la presencia del escritor entrega mucho más de lo que pueden entregar sus libros. Desde que lo vi por primera vez, tuve, naturalmente, ese destello que deja él siempre, cuando habla con alguien”. En su momento lo repetimos, lo detallamos: descree de la escuela ya que allí no enseñan la duda y el arte del olvido. Del olvido de lo personal y local. Sin desearlo su nombre se convirtió en un adjetivo. Antes de hablar da la impresión de comenzar por conjurar los lugares comunes. Habla lentamente con una precaución infinita. Para ese momento había hallado las mañanas, el centro y la serenidad. Se siente que ya está cansado de incomprensiones y de honores, que ninguno le merece, lo alcanzan ni le interesan. Estorba su palabra precisa. Deliberadamente precisa. Y como uno de sus personajes no se parece del todo a su leyenda, pero se va acercando. Este nuevo registro como el de hace cuarenta años es también una operación de montaje, de técnicas de anacronismo deliberado y de atribuciones erróneas.

Difícil eludir los homenajes. Ceremonia de entrega de las llaves de la ciudad en el palacio que hoy alberga el Museo de Antioquia. Jorge Valencia Jaramillo, alcalde en la ocasión: “Borges en su silencio sentirá quizás que ya poco le importa lo que pasa a su lado. Y todo el barullo que se forma cuando avanza con el paso lento y la mirada interior. Cada ser debiera, después de ver los horrores de este mundo, perder los ojos para reencontrarse y rumiar lentamente el silencio que seguirá a la nada. Pero no, nos aferramos a lo externo como si en ello se nos fuera la vida sin percatarnos de que, evidentemente, se nos fue la vida y un triste final nos indicará que no era posible volver a comenzar. Borges, sabio al fin y al cabo, empezó pronto, y por eso recibe ahora ‘honores que de seguro lo tendrán sin el menor cuidado’. Honores que van y vienen. Sólo una inclinación reverente, emocionada y respetuosa, para entregar estas llaves a Jorge Luis Borges y decirle, casi al oído, que muchas gracias por haber venido a nuestra ciudad y por habernos permitido honrar a un poeta que simboliza hoy a los escritores de todos los rincones. El poeta ciego es la imagen más bella que Borges podría habernos legado. Ella nos acompañará interminablemente, y al unísono con nuestra memoria, irá diciendo: “Ya no seré feliz, tal vez no importa/Hay tantas otras cosas en el mundo”.

 

Trémulo, vacilante se levanta el poeta ciego e improvisa: “diría que el Universo es continuamente optimista, grandioso, pero ese misterio es sensible en ciertas cosas, sobre todo en unas llaves. Desde que yo era chico me fue mal con las llaves. Pensar que un trozo de metal podía franquear la entrada de un gran edificio… Yo diría que estas llaves, el hecho mismo de una llave, es algo que nos hace sentir lo misterioso del mundo. Podría decirse de otras cosas, de la escritura, por ejemplo. También de la palabra. Estoy muy conmovido. Me entregan estas llaves que no abren ninguna puerta, o mejor dicho, que abren todas las puertas ya que no abren ninguna, y que para mí será el símbolo de la nostalgia que yo siento, porque de algún modo yo estoy en Buenos Aires y estoy añorando esta tarde en que estoy con ustedes, en que me siento en tierra de Colombia; en donde me siento rodeado por la cóncava hospitalidad y generosidad de todos ustedes. Muchas gracias, digo esto a cada uno de ustedes, no a todos, a cada uno de ustedes, singularmente”.

 

 

“1989. Borges murió en una casa alquilada, cerca de la Grande Rue –tal vez la cruza- La casa no tiene número; la calle no tiene nombre, pero tiene llave, que es también la de la casa”. Bioy Casares, Adolfo. Borges. Ed. Destino. Buenos Aires, 2006.

 

 

Nada raro. El tiempo va modificando lo que escribimos. Y casi siempre es un colaborador generoso. Este texto de ayer ya es otro: ya hoy son otros los méritos, los énfasis, las fealdades. Como no, otra vez el tiempo nos enseña a eludir equivocaciones, pero no a merecer aciertos.

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