Ancón, nuestra hermosa bisagra empantanada.
Tomado de El Festival de Ancòn, un quiebre històrico. ITM, Medellin, 2001.
Barquillo
¿Aplaca, oh Zeus, la cólera de Aquiles? No. ¿Érase que se era? Tampoco. ¿En un lugar de la Mancha? ¡Qué tal! ¿Corrían? Sí. Corrían los años setentas, merodeaba junio y se despatarraba un viernes por la tarde cuando descendí esas escaleras, cuya luz negra hacía fosforecer los afiches que pendían de las paredes; esas mismas escaleras que aún hoy treinta años después y sin el alumbrón de la negra luz de la juventud me conducen de nuevo a la vieja Caverna de Carolo, ya no en busca del táctil papel de arroz para enrolar mis nimios cannábigos, sino para deshacer la memoria y demostrar como si nada y como siempre, que aún la más sagrada de las Historias sigue siendo la más imbécil resonancia de una simple anécdota; algo así como susurrarle un Todo era mejor cuando estábamos peor, ya no al oído sino al yerto corazón de Ciorán.
Desde mi atalaya de sesentón remiro ahora el pantanerito aquel que fue Ancón, para que me revire a partir de las exigencias que me hace Carlos Bueno, que de Bueno no tiene sino el Carlos. Ese sartal de retazos inclementes que de una u otra manera me asedian memoriosos. No es fácil saber, a mi edad, que en Ancón se culminó de abrir el hueco que en 1958 le habíamos metido como una lezna a la aldehuela que era la Medellín de entonces, desde el Metropol: ese Bar de bandidos, bajo cuyo altísimo cielorraso con sostenes de hierro vibraba, a la media noche y al alba, siempre, el resplandeciente sol de junio allá en los techos de 1958 hoy demolidos, como talados fueron los bosques y abatido a metrallazos el enemigo.
La hoya atómica
Medellín1958-1971 treinta años después.
En Medellín se amalgaman e integran y aglutinan todos las virtudes y los defectos; las suspicacias, traiciones y lealtades que conforman la carnadura y el caminaíto hacia el abismo de nuestra inextricable alma nacional, esta ánima en pena con sombrero, que somos; una especie de hueco en el pandequeso maluco que nadie sabe con qué se come, porque es algo así como adobar el aire mientras que los demás lo soban, cantando ¡Oh Libertad que perfumas!, leídas no cantadas las epifanías Mejías, son la evidencia pueril de la locura paisa. Esa cultura del desparpajo y la tala, toda la franja del arrasamiento contra la cultura del hacha y la escopeta que fue la colonización antioqueña con su carga de viveza, mentiras y fementida amistad, hasta cuando alguien le dijo que colgara el hacha. Ocurrió en Medellín en 1971 y fue la culminación de un proceso cuya eclosión, vaya usted a saber por qué también se habrá dado aquí. Por allá en 1958, cuando trece poetas, multiplicados por trece poetas nadaístas, estallamos en Medellín, en el País, en el Planeta.
Fuimos los primeros en descifrar la hermenéutica del Amo al sol porque anda libre tan provinciana y contradictoria, tan hermosa y universal a la vez. Pero lo más bello radica en la permanencia que el crístico de Gonzalo Arango y sus doce Judas generaron, sin darse cuenta y entre golpes de hambres y humo, en el Ecuador con los Tzántzicos; en el Perú cunde La bufanda del sol; en Venezuela se llamaron El techo de la ballena y en México fue El corno emplumado; El grupo Opio en Argentina; El caimán barbudo en Cuba y en España Los Gamberros. The Angry young man en Inglaterra; Los Nivonichos en la URSS y los hippies en 1963, en Los Estados Unidos, para no hablar de la revolución cubana, jamón de ese sanduche, Juan XXIII, la primavera de Praga, pero sí de esa hermosa muchacha que sobre los hombros de su hombre alzó la bandera del Hay que exigir lo imposible y del Prohibido prohibir, reunidos en esta sempiterna batalla entre oprimidos y opresores, entre caballo y jinete, entre especulativos y especuladores.
Más o menos en 1971, Luis González de Guzmán enjauló entre una débil y barata jaula de alambre, como si fuera el canto de un canario y no el terror del bosque, quieta sobre el muñon del árbol el hacha con la que nuestros mayores deforestaron el país, cantamos.
Digamos también, que el paisa no colgó el hacha porque nunca ha tenido palabra de hombre sino que la vendió a escondidas y que con la plata de la venta del hacha y unos ahorritos que tenía, compró un bulldózer.
Por lo demás, país, en griego, quiere decir niño grande que vive en las faldas de su madre como un niño grande. No me extrañaría que la palabra paisa viniera del griego pais o país, que significa adolescente. Siempre adolescente, porque en el umbral de la adolescencia país comete cientos de locuras y muere enseguida. Y los paisas de hoy son siempre adolescentes, porque mueren muy jóvenes, desatransándose para enriquecerse.
De cómo fue Ancón
El mejor terrorista, el mejor de los conjurados, es aquel que, en la conspiración, sabe que sólo existen dos posibilidades: triunfar o morirse de la risa como una hiena ante su propio cadáver, porque, pensándolo bien siempre se saldrá ganador con ambas posibilidades: la memoria y las palabras me arman un trípode entre el cráneo; la tercera pata es lo que leen porque se me hace un poco despreciable este juego de vivir treinta años después de la perpetración –se dice– de un antepenúltimo crimen: Ancón y el bulldózer.
Hace treinta años, nuestra ánima sola nacional vagábula yo de Ancón a Ancón con mi río; ese eje fétido que nos odia y los boquerones: este u oeste –¿me oíste? – que nosoprimen en sus pátinas muy de pies a cabeza sólo el pescuezo.
Si alguna soga he tenido al cuello sin ser Judas en esta ciudad que antes fue nigra y enteca y estoica pero muy dañina pal alma hasta lanzarle ese será por eso que la quiso tanto: un piropo de Borges Jorge Luis a la casas de volados techos de teja y de las casas sobre las aceras, casas de ventanas arrodilladas y repletas de novias solteronas o muertas que aún mantenían con unos fantasmas de camisa alminonada y almizcle, a pino silvestre ese cuasi extinto diálogo de los abuelos y los tíos. Como dice Byron White: Los vivos somos unos muertos en vacaciones.
Pero resultó peor el remedio que la enfermedad porque a partir de Ancón en 1971 reapareció y con mayor intensidad la tradicional pujanza del paisa. Montaba un reluciente y ruidoso bulldózer y ya no fueron los bosques y las selvas, sino esas casas de ayer, edificios, calles, caserones, fincas, los que cayeron entre irrespirables nubes de polvo y escombros y de nuevo fue Medellín el bizcocho que él devoró en su arrogancia. Sí. Se repartieron la ciudad como si fuera un pastel de manzana, desviaron el Metro para enderezar sus latrocinios y componendas, rompieron con inclemencia nuestra leve memoria urbana y ahí sí, el bulldozero, el magnate de las demoliciones, comprendió por fin la perentoria frase de White: Somos muertos en vacaciones, repitió.
Entonces sí, vendió el bulldózer a principios de los ochenta y a mediados de la misma década, incapaz de contener la única pizca de memoria que le quedaba, el paisa, tenaz, altanero y emprendedor, con la platica de la venta del bulldózer y otros ahorritos que tenía bajo el colchón, compró una metra y una moto y siguió tumbando para no perder la costumbre.
Amo al sol porque anda libre sobre la azulada esfera
Al huracán porque silba con libertad en la selva.
El hacha que mis mayores…
Cantamos, jua, jua, jua.
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Jaime Espinel (1940-2010) escritor, poeta y cronista colombiano, cofundador con Gonzalo Arango, Jaime Jaramillo Escobar, Eduardo Escobar y otros poetas del movimiento Nadaísta , grupo de escritores y artistas que hacia la década de 1970 intentó expresar el inconformismo literario, e incluso moral y social de la juventud de la época.
Su obra narrativa se reconoce especialmente por la incorporación del habla popular de su ciudad a la ironía, el juego verbal, la riqueza expresiva que sus cuentos y crónicas despliegan. Residió en los Estados Unidos durante varios años y fue incluido en numerosas antologías de Hispanoamérica y de Colombia. Sus temas preferidos fueron el jazz, la rumba, la noche, los inmigrantes latinoamericanos, el sexo, la criminalidad lumpen entre otros.