“Como descendiente directo de Talía, Nerón, Eróstrato, Hitler, y todos los pirómanos de la historia, los invito a quemar nuestros libros para probarle al mundo que desdeñamos el saber hereditario, pues ya no hay nada en qué creer, ni siquiera en nosotros mismos”.
En pleno auge del movimiento nadaísta en los años 60, aquellos jóvenes y exaltados escritores y poetas que lo impulsaron, hicieron exposiciones del libro inútil donde además de quemar ejemplares de los principales periódicos colombianos, colgaron de los árboles ejemplares de María y La Vorágine, el catecismo de Astete, la Constitución Nacional, y libros de Alberto Lleras Camargo y de Silvio Villegas. Una llamativa boutade que no era más que una parodia que cuatrocientos años atrás realizaba ya la iglesia católica de la contrarreforma religiosa. Salvo que los escándalos del Nadaísmo tenían un propósito publicitario. “No quemo libros inútiles porque la ceniza es peor. Los arrojo en silencio a la basura”, diría muchos años después, un poco como disculpándose de una majadería, Jaime Jaramillo Escobar, X-504.
En su momento, gonzaloarango diría que en la plazuela de San Ignacio en Medellín no se habían quemado libros, tan sólo revistas viejas, Selecciones del Reader’s Digest, almanaques Bristol caducados, catecismo de Astete, la basura que los nadaístas tenían en sus casas de los tiempos del bachillerato, textos pasados de moda, para llamar la atención de los medios que permanecían mudos como paredes e indiferentes como piedras, ante los manifiestos procaces y lapidarios que emitíamos con regularidad de maníacos. Eduardito Escobar, también a modo de disculpa diría que en Cali, sí estuve de cuerpo presente, aquella mañana luminosa. Y me parece acordarme entre las brumas del olvido que se traga todo, que se trató más bien de un ahorcamiento de ediciones de María en los árboles del parque del mismo nombre que dedicó Cali a la heroína principal del deplorable romanticismo colombiano.
– La cosa fue así – diría Jotamario Arbeláez. “Gonzalo Arango tuvo la peregrina idea de convocar, durante uno de esos Festivales de Arte que se inventaba Fanny Mikey, la Exposición Nacional del Libro Inútil, en el parque de María. Ser enemigos de esa obra nos daba buenos dividendos. Nos permitía elaborar bromas apaches a la virginidad, a la castidad, a la enfermedad, al romanticismo y al pájaro negro dentro del paisaje bucólico. Todos los poetas de la parroquia y de la nación —que lo mismo era— fungían de defensores a muerte de la historia de Jorge Isaacs. La juventud en cambio comenzaba a deshipotecarse de semejante influencia. Todo el mundo llegó al parque con carretadas de libros, especialmente sus propios autores. Otros llevaron los libros de sus enemigos. Algunos escritores del cartel mariano, escondidos tras los árboles, como Velasco Madriñán, autor de El caballero de las lágrimas, mandaban espías a averiguar si alguna de sus obras había sido colgada. Cuando les llegaba la noticia de que sí, salían de sus escondites y se sumaban al jolgorio. Con los libros de Gonzalo Arango hacían nidos los pájaros. Pero el libro que barría por su reiterada presencia era María, colgado por los estudiantes condenados a leerlo. En medio del éxtasis, algunos chistosos quemaron sobre las cabezas de Efraín y María ejemplares de El Tiempo y El Espectador. Y nosotros, que siempre gozamos de buena prensa, nos vimos condenados al ostracismo. Esa noche hice un nuevo intento por leer María. Imposible. Tenía la mente llena con Justine y Juliette, del marqués de Sade”.
¡Qué vacanería! Primero quemaron todos los libros que consideraban inútiles y los que más los habían torturado. En las llamas ardieron la obra de Heródoto – porque toda la historia es mentirosa -, La crítica de la razón pura –pura mierda-, La Cábala, El catecismo de Gaspar Astete, y hasta María, de Isaacs.
“Como descendiente directo de Talía, Nerón, Eróstrato, Hitler, y todos los pirómanos de la historia, los invito a quemar nuestros libros para probarle al mundo que desdeñamos el saber hereditario, pues ya no hay nada en qué creer, ni siquiera en nosotros mismos”. Palabras de Gonzalo Arango, en la plazoleta de San Ignacio, frente al Paraninfo de la Universidad de Antioquia, antes de comenzar aquel aquelarre por allá a principios de los años 60.
Tiremos un poco hacia atrás. De la contrarreforma católica surgió una iglesia militante que emprende una verdadera política cultural hegemónica sobre la sociedad europea del momento. Pieza clave fue La Inquisición fundada en 1542 sobre el modelo de la española. A partir del concilio de Trento las artes plásticas, la arquitectura, la literatura y la música son sometidas al más riguroso control. La inspección sobre los libros estuvo al cuidado de la congregación del Índice.
El índice de los libros prohibidos era implacable. Unos eran prohibidos, otros suspendidos para ser corregidos o expurgados. Se trataba de una censura brutal e rigurosa que obligaba a los particulares, bajo pecado, a denunciar la existencia de libros prohibidos o sospechosos de herejía en las bibliotecas privadas. La quema pública de libros se convirtió en algo cotidiano en la Europa de aquel tiempo. Las obras escritas antes de Trento por los más grandes representantes de la cultura fueron prohibidas o corregidas: Boccaccio, Maquiavelo, Lorenzo valla, Erasmo, Luis Vives, Bernardino Telesio, Francisco Patrizi. La iglesia católica se convierte en el prototipo de los estados totalitarios del futuro. Incluyendo la Alemania nazi y el régimen estalinista.
La quema de libros no empezó, propiamente con el exprocurador Alejandro Ordoñez y Tradición, familia y propiedad. Siglos atrás, Nachman de Bratslav venerado por su santidad y sapiencia, pedía a sus discípulos que quemaran libros para probar su fidelidad. Su aforismo más recordado dice así: Quemar un libro es aportar luz al mundo. Borges, en Un ensayo autobiográfico, no ocultó la quema de sus libros iniciales: «Hasta hace algunos años, si el precio no era excesivo, solía comprar ejemplares de ellos y los quemaba.»
Una antigua costumbre juvenil es la de quemar textos escolares. En 1998, ocurrió la destrucción de numerosos libros en Hollins College, en Southwestern Virginia. Un grupo llamado Colectivo de Mujeres, encendió una gigantesca hoguera donde arrojaron todos los libros, periódicos, revistas a su juicio dedicadas a degradar la condición de la mujer a lo largo de la historia. Volúmenes de Schopenhauer, páginas de la Biblia, fotos del Papa, revistas Cosmopolitan, cartas de novios machistas y novelas románticas fueron destruidos en cuestión de minutos. ¡Si supieran de las columnas de Salud Hernández!.
La Biblioteca de Alejandría sufrió dos golpes de fuego. El primero vino de Occidente: las legiones romanas se enfrentaron a los guerreros de Cleopatra en las calles de Alejandría. En maniobra distractora, los romanos incendiaron sus propias naves, pero el fuego se extendió a la Biblioteca, que estaba cerca del muelle. Ardieron centenares de miles de volúmenes y objetos de arte. En medio de la conflagración – cuenta Bernard Shaw en su César y Cleopatra – Teodoto, tutor de Ptolomeo Dionisio, el pequeño Faraón, corrió a avisarle al Emperador de Roma: ¡César –le dijo-, está ardiendo la memoria de la humanidad! Viejo y desencantado, harto de glorias y traiciones, Julio César lo miró desde la cima de sus 54 años: Déjala que arda, es una memoria de infamias.
El segundo golpe vino de Oriente. En el siglo VII los ejércitos del Islam entraron a saco en Alejandría. Omar entró a la Biblioteca, recorrió los pasillos que separaban los atiborrados estantes, vio con ojos de animal los rollos y los códices, y ordenó prender fuego al edificio. Era el Califa y uno de los hombres más poderosos del mundo pero no sabía leer. Sus oficiales protestaron la orden. Omar los desarmó con un dilema brillante: Si estos libros difieren del Corán, son falsos; si coinciden, son superfluos.
Como sentencia atinadamente Julio César Londoño, “quizá se perdió allí una fórmula política magistral, el gobierno perfecto que hemos buscado en vano en la tribu, el burgo, el feudo, la comuna y la metrópoli; en los libros de Platón y de Marx, en la erección de un muro o en su destrucción, en las tesis neoliberales o en la terca mansedumbre de las religiones. Quizá perdimos una clave de la biología que nos hubiera permitido una relación armónica con la naturaleza; o una cifra filosófica, un método que nos librara del laberinto; o el volumen que cifraba la ética de la especie, el secreto para mantener una actitud noble ante el otro… o un verso, la línea capaz de dibujar una sonrisa en los labios de Dios”.
A estas alturas del texto, aparece una pregunta, retórica -como casi todas-: ¿Para qué tanto afán y celo por controlar el pensamiento esparcido en forma escrita? Hace muchos años una hipérbole de Gabriel García Márquez no tan lejana hoy de la realidad postula el futuro o más bien el presente: La escritura es un medio de comunicación bastante rudimentario en el cual hay que ir descifrando sonido por sonido. Es casi de la edad de piedra. El libro es un objeto bárbaro, incómodo y sumamente caro y el tiempo que exige la lectura ya no está a la altura de nuestra época, es reaccionario, es una posición para élites selectas. Las grandes obras de la literatura quedarán para fósiles, esto va para la imagen y con el tiempo para la telepatía.
Un joven y penetrante escritor de hoy, Miguel Aguirre Bernal en un reflexivo ensayo sobre El arte de quemar libros, recuerda la proeza de Alejandro Ordoñez y agrega: “Cuando le mencionaron el tema, respondió, muy ufano y orgulloso, que lo volvería a hacer y afirmó, frase que será recordada durante mucho tiempo, que quemar libros era un acto pedagógico. Toda la comunidad, culta e inculta, lanzó un grito al cielo y condenó semejante sentencia. ¿Cómo, dentro del ámbito de la urbanidad y la civilización moderna, era posible justificar algo así?…En estos días, sin embargo, gracias a una epifanía, entendí la profundidad de tamaña aseveración y, tras la cortina del escándalo, vislumbré los beneficios que una práctica por el estilo puede acarrear en la educación de las personas… Aunque el régimen nazi se haya empeñado en destruir las obras de judíos como Freud, Einstein y Kafka, estas siguen íntegras y, por ende, indemnes. No hay nada que llorar, nada se perdió y el acto, sin dejar de ser condenable, terminó siendo totalmente inofensivo…..
…Hoy en día tenemos un grandísimo problema: hemos sacralizado al libro. Como la Edad Media, nuestra época cree que todo lo que está escrito es verdad, no puede ser discutido y hay que venerarlo. El respaldo del papel entroniza a cualquier texto, lo monta en un pedestal intocable, hermético y digno de adoración y nos rinde ante sus pies como aborígenes deslumbrados ante la cruz redentora. Es más, podemos afirmar que hoy en día existe el dogma del papel impreso que, a pesar de su heterogeneidad, es estable, incisivo, intolerante y rígido. Y, en este proceso de divinización del libro, hemos perdido nuestra capacidad crítica, nuestra sabiduría belicosa y nuestra natural tendencia a poner peros, a interrogar al texto y, sobre todo, a contradecirlo. Y a este demonio del conformismo bobalicón, de la afirmación asnal, de la aceptación incondicional, hay que exorcizarlo.
Porque mucho de lo que se escribe es mierda: malas novelas juveniles con estereotipos haciendo las veces de personajes, historias inverosímiles y traídas por los cabellos, libros de autoayuda que prometen la felicidad y el éxito a cambio de un módico precio, un poco de tiempo y un lavado cerebral, tratados que promueven el odio y ensalzan a genocidas, textos de historia que cuentan una versión amañada donde los papeles se truecan y la verdad se desdibuja, en fin, insensateces, mentiras, esoterismos baratos y productos comerciales. Si hacemos, en cambio, que la gente, y especialmente los niños, quemen un par de libros como hizo Cervantes a través del cura y el barbero, lograremos rebajar al libro a lo que realmente es: una amalgama de palabras que pueden, o no, tener un cierto valor estético, académico o informativo.
No son texto sagrado, son obras que fueron hechas por personas de carne y hueso, las cuales, como nosotros, comían, dormían, soportaban despechos, guayabos y derrotas y, bastante a menudo, se equivocaban. Y al ver al libro como un simple medio comunicativo, podremos contradecirlo, encararlo con criterio y establecer una posición firme frente a él. E incluso podemos ir más allá: afirmo terminantemente que se debería obligar a todo cristiano a quemar una Biblia, a todo ateo a quemar un Zaratustra, a todo extremista de izquierda a quemar un Manifiesto Comunista, a todo extremista de derecha a quemar la obra de Smith y a todo neonazi a quemar Mi lucha. Tal vez así logremos hacerles comprender que nadie debería morir en nombre de un libro, una doctrina o una fe y que todo eso, esas catedrales barrocas de ideas autojustificadas, no es más que letra, vanidad, frases mudas y papel que se puede quemar.
Por lo demás, ¿qué más hacer con los libros que leímos y no nos gustaron? Tenerlos en la biblioteca nos avergüenza, regalarlos nos hace sentir culpables y esconderlos nos quita espacio, ¿entonces? Hay que quemarlos, producir, con ellos, al menos un poco de calor durante una noche fría y, si es justa mi teoría, aprender una importantísima lección vital. Yo, en consecuencia, voy concluyendo esta corta reflexión y comienzo a buscar los cerillos para mi rito iniciático en la nueva pedagogía. Frente a mí tengo un libro que no me gusta, En llamas, y dos que adoro y que, por ende, debo conjurar, El llano en llamas y Fahrenheit 451. Y me sueño el momento en el que caiga en mis manos algún tomito de Hegel, Fichte o Heidegger, a ver si les quito el miedo y comienzo a contradecirlos con propiedad”. Adhiero.
Ahí les quedo.
LA HOGUERA DE LOS INTELECTUALES
FERNANDO BAEZA
Los intelectuales han sido los más grandes enemigos de los libros. Tras doce años de estudio sobre el tema de la biblioclastia, he concluido que mientras más culto es un pueblo o un hombre, está más dispuesto a eliminar libros bajo la presión de mitos apocalípticos. Baste pensar que el libro no es destruido como objeto físico sino como vínculo de memoria.
John Milton, en Aeropagitica (1644), creía que lo destruido en un libro era la racionalidad representada: “[…] quien destruye un buen libro mata a la Razón misma […]”.El libro le da volumen a la memoria humana. Cuando se destruye un libro, se impone el ánimo de aniquilar la memoria que encierra, es decir, el patrimonio de ideas de una cultura entera. La destrucción se cumple contra cuanto se considere una amenaza directa o indirecta a un valor considerado superior. Al establecer las bases de una personalidad totalitaria, el mito apocalíptico impulsa en cada individuo o grupo un interés por una totalidad sin cortapisas.Curiosamente, los destructores cuentan con un elevado sentido creativo; poseen su propio libro, que juzgan eterno.
Cuando el fervor extremista apriorístico asignó una condición categórica al contenido de una obra (llámese Corán, Biblia o el programa de un movimiento religioso, social, artístico o político), lo hizo para legitimar su procedencia divina o permanente (Dios como autor o, en su defecto, un iluminado, un mesías).Sobran los ejemplos de estadistas, líderes bien formados, filósofos, eruditos y escritores que reivindicaron la biblioclastia. En Egipto, el gobernante y poeta Akhenaton, como buen monoteísta, hizo quemar todos los libros religiosos anteriores a él para imponer su propia literatura sobre el dios Atón. En el siglo V antes de Cristo, los demócratas atenienses persiguieron por impiedad al sofista Protágoras de Abdera, y su libro Sobre los dioses fue llevado a la hoguera pública. Según Diógenes Laercio, el filósofo Platón, no contento con impedir a los poetas el ingreso a su república ideal, intentó quemar los libros de Demócrito y quemó sus propios poemas al conocer a Sócrates. En cierto momento de su vida, Hipócrates de Cos, cuyo juramento forma parte de la iniciación de todos los médicos en el mundo, quemó la biblioteca del Templo de la Salud de Cnido. Alejandro Magno, discípulo nada menos que de Aristóteles, en el año 331 a.C., quemó con sus propias manos el palacio de Persépolis junto con su biblioteca. Uno de los libros que se destruyó fue el Avesta junto con miles de tablillas literarias o administrativas. Esta pérdida hizo que los seguidores del zoroastrismo tuvieran que reconstruir la obra de memoria con el nombre de Zendavesta por orden del príncipe sasánida Ardasir I, en el siglo III d. C. No falta quien afirma que el libro original constaba de frases que podían dotar de inmortalidad a sus creyentes. Estos terribles incidentes no terminan aquí.
En China, uno de los consejeros del emperador Zhi Huang Di, llamado Li Si, el filósofo más original de la escuela legalista, propuso la destrucción de todos los libros que defendían el retorno al pasado, lo que, en efecto, sucedió el año 213 antes de Cristo. El cronista Sima Qian ha conservado el informe presentado al soberano:[…]En épocas anteriores el imperio se desintegró y cayó en desorden, y nadie era capaz de unificarlo. Por esto, los señores feudales se alzaron con energía. En sus discursos elogiaron el pasado para desacreditar el presente, y adornaron sus palabras vacías para confundir la verdad. Cada uno adoptó su escuela particular de conocimiento, impugnándolo que las autoridades instituyeron. En el presente, Su Majestad posee ahora un imperio unificado, ha regulado las diferencias entre lo negro y lo blanco, y ha establecido firmemente una posición de supremacía unitaria. Pero los que profesan los conocimientos de estas escuelas particulares, se ponen de acuerdo en sus falsas enseñanzas para criticar los códigos de leyes. Cuando oyen que se ha promulgado un decreto, lo critican, cada uno desde el punto de vista de su propia escuela. Dentro de la corte, lo desaprueban en sus mentes; y en el exterior, lo critican en las calles. Ellos buscan ganar reputación al desacreditar al Soberano; consideran superior expresar opiniones contrarias; y conducen a sus seguidores a decir infamias. Si tales licencias no se prohíben, el poder soberano declinará arriba, y las facciones se formarán abajo. Debería prohibirse esto. Su servidor solicita que el historiógrafo imperial queme todos los libros, aunque no los del reino de Ts’in.
Excepto las personas que ostentan el cargo de letrados en el vasto saber; aquellos que en el imperio osen esconder el Shi King y el Schu King o los discursos de las Cien Escuelas deberán ir a las autoridades locales, civiles y militares para que aquéllos los quemen. Aquéllos que osen dialogar entre sí acerca del Shi King y del SchuKing serán aniquilados y sus cadáveres expuestos en la plaza pública. Los que se sirvan de la Antigüedad para denigrar los tiempos presentes serán ejecutados junto con sus parientes […]Treinta días después de que el edicto sea promulgado aquéllos que no hayan quemado sus libros serán marcados y enviados a trabajos forzados[…]Este desprecio por la tradición no era infrecuente.
En el Tao Te Ching, el venerable Laozi, mejor conocido como Lao-Tse, había propuesto: «Eliminad a los sabios, desterrad a los genios y esto será más útil al pueblo». Asimismo escribió: «Suprimid los estudios y no pasará nada». Li Si, por su parte, consideraba un peligro los libros de poesía, historia y filosofía. Le inquietaba la posibilidad de que el pueblo se rebelara al conocer las sátiras que escribían los poetas sobre las decisiones del Emperador.
Resulta interesante saber que fue el César Augusto, el protector de Virgilio, Augusto, quien prohibió el año 8 la circulación de Ars Amatoria de Ovidio y se dedicó a hacer torturar a numerosos escritores y ordenar la quema de sus obras. El erudito Teófilo, patriarca de Alejandría, ordenó atacar el Serapeum, una de las instalaciones de la biblioteca de Alejandría, en el año 389 y la biblioteca el 391, con una multitud enfurecida. Al concluir la toma del Templo, los cristianos llenaron de cruces el sitio y demolieron las paredes. Teófilo era un hombre resentido, mezquino y oportunista: tras haber sido lector fanático delos escritos de Orígenes, pasó a ser enemigo de todo cuanto le parecía derivado de la obra de este autor y condenó sus escritos en el Concilio del año 400.
Fray Diego Cisneros, fundador de la Universidad de Alcalá y gestor de la llamada Biblia Sacra Polyglota, en griego, hebreo y caldeo, con traducción al latín, quemó los libros de los musulmanes en Granada. Fray Juan de Zumárraga, creador de la primera biblioteca de México, quemó en 1530 los códices de los mayas. El Corán, en árabe, en la edición de Paganini, de 1537, fue destruido por una instrucción directa de uno de los Papas más cultos de su tiempo.
El caso excéntrico del veneciano André Navagero no deja de ser interesante. Como se sabe, era un adorador de la obra del poeta romano Catulo y no pasaba un día sin leerla, sin traducirla y discutir línea por línea sus ambigüedades. Creía, como les sucede a muchos con Homero, con Shakespeare o Neruda, que toda la literatura residía en Catulo. Lo increíble es que llegó al extremo de encender todos los años en su honor una hoguera, donde quemaba, impaciente, libros con los Epigramas de Marcial; culminaba con una lectura en voz alta de los textos de su autor venerado.
René Descartes, seguro de su método, pidió a sus lectores quemar los libros antiguos. Un hombre tan tolerante como el filósofo escocés David Hume no vaciló en exigir la supresión de todos los libros sobre metafísica. No debe olvidarse nunca que Hitler, un bibliófilo reconocido, permitió que el filólogo Joseph Goebbels, junto con los mejores estudiantes alemanes, quemaran el 10 de mayo de 1933 unos 25.000 libros. Martin Heidegger, rector designado, sacó de su biblioteca libros de Edmund Husserl para que sus estudiantes de filosofía los quemaran en1933. Según el historiador W. Jütte se destruyeron las obras de más de 5.500 autores durante el bibliocausto nazi. Lo curioso, lo inevitable, es que mientras esto pasaba, los estadounidenses, escandalizados por tal barbarie, destruían ejemplares del Ulises de James Joyce en Nueva York.
Vladimir Nabokov, profesor en las universidades de Stanford y Harvard, destrozó Don Quijote en el Memorial Hall, ante más de seiscientos alumnos. En 1939, los bibliotecarios de St. Louis Public Library rechazaron Uvas de Ira de John Steinbeck y quemaron el libro en una pira pública, que sirvió para que los oradores advirtieran al resto de los escritores estadounidenses que no tolerarían lenguajes obscenos ni doctrinas comunistas.
En junio del 2001, hubo un caso escandaloso en las arenas de la Playa La Victoria, en Cádiz, donde cientos de estudiantes se reunieron para hacer una gran hoguera. Entre risas y gritos, arrojaron a las llamas todos sus textos, incluyendo algunos de los libros de lectura obligatoria. En abril de 2003, los estadounidenses permitieron que su Gobierno ocupara Irak en nombre de la democracia y destruyera más de un millón de libros en Bagdad. También ardió el Archivo Nacional, con más de diez millones de registros del período republicano y otomano, y en los días sucesivos, esta situación se repitió con las bibliotecas de la Universidad de Bagdad, la biblioteca de Awqaf y decenas de bibliotecas universitarias en Iraq. Rumsfeld, un connotado universitario, fue el gestor de este acto infame. Todo esto, como es natural, me obliga a una conclusión precipitada. Mientras más estudio la relación entre intelectuales y biblioclastas, más miedo me tengo.
El siglo XX, por decir, fue el siglo del Bibliocausto. El movimiento de los futuristas, en 1910, sacó un manifiesto literario donde pedía acabar con todas las bibliotecas, y la Segunda Guerra Mundial estuvo a punto de cumplir esta propuesta. Los nazis encendieron su primera hoguera el 10 de mayo de 1933, cuando quemaron obras de más de cinco mil autores y no cesaron hasta quemar millones de libros. El siglo XXI parece repetir este esquema. En abril de 2003, el mundo fue conmovido por el incendio de la Biblioteca Nacional de Bagdad, donde se quemó un millón de libros. Meses más tarde, se supo que todas las bibliotecas iraquíes habían sido saqueadas y arrasadas. En 2004, ardió la Biblioteca Ana Amalia de Weimar y se perdieron casi 50.000obras.Como puede verse, el desastre
ha persistido. Justo a esta hora, y mientras se lee este texto, una biblioteca se quema o se deteriora sin remedio.
INVENTARIO DE AUSENCIAS
**Los Jardines Colgantes de Babilonia.
** El templo de Salomón.
** La obra escultórica de Apeles.
** La antigua biblioteca de Alejandría, que pudo poseer 20.000 rollos de papiro, según algunos, y, según otros, 700.000
** La Décima Sinfonía de Ludwig van Beethoven y la de Gustav Mahler .
** La Biblioteca de Pérgamo, que pudo contener 250.000 rollos de papiro.
** El Templo de Diana de Éfeso, donde estuvo el único ejemplar del famoso tratado de Heráclito.
** La caja donde guardaba Alejandro Magno la Ilíada que le había editado Aristóteles.
** El indoeuropeo y más de 600 idiomas y dialectos.
** El Coloso de Rodas.
** La pintura de Zeuxis sobre un racimo de uvas que hizo que los pájaros creyeran que eran reales.
** El Mausoleo de Halicarnaso.
** Los Budas de Bamiyán, en Afganistán, devastados por los talibanes
** 2700 monasterios en el Tibet.
** El nombre que se esconde tras las siglas “W.H.” en los sonetos de William Shakespeare.
** La música de Ariadna de Monteverdi.
** El verdadero significado del texto que oculta el manuscrito Voynich.
** Las últimas palabras de Albert Einstein, que no supo entender una enfermera.
**Los rostros que borraron los iconoclastas en Bizancio.
** La maleta de Walter Benjamín, que contenía uno de sus manuscritos fundamentales y que quedó en la frontera entre Francia y España cuando el autor se suicidó en 1940 por miedo a caer en manos de la GESTAPO.
** La lección más importante y secreta de Platón sobre el bien.
** La valija que Hemingway le encargó traer a su esposa con todos sus escritos y que un ladrón robó en la estación de trenes de Lyon.
** El tratado Sobre el no ser o Sobre la naturaleza de Gorgias de Leontini, un sofista que logró convencer a todos sus lectores de que nada existe.
** El lugar donde enterraron a Francisco de Miranda.
** El final del poema anglosajón titulado La batalla de Maldon , el de la novela Almas Muertas de Nicolás Gogol, el de Bouvard y Pecuchet de Gustave Flaubert, el de Memorias de Dirk Raspe de Drieu La Rochelle, y el de 2066 de Roberto Bolaño.
** La pintura Animales devorándose entre sí, de André Masson.
**La novela de Gonzalo Torrente Ballester que dejó olvidada en una gaveta.
** Lo que dijo Simón Bolívar a San Martin en su enigmático encuentro de Guayaquil.
** Los 47 libros de las Memorias Históricas de Estrabón de Amasia.
** Las Semanas del Jardín de Miguel de Cervantes.
** El segundo libro de la Poética de Aristóteles, y en particular sus diálogos, sobre todo su Protréptico que fue una pieza retórica modelo en el mundo antiguo.
** Unas 113 obras del prestigioso Sófocles, del que hoy sólo se hallan 7 piezas en estado íntegro y cientos de fragmentos
** 188 bibliotecas, 1.200 mezquitas, 150 Iglesias Católicas, 10 Iglesias Ortodoxas, 4 sinagogas, 1000 monumentos culturales arrasados por los serbios.
**Sobre las bibliotecas de Marco Terencio Varrón.
** La Guerra en Germania de Plinio El Viejo.
**Los textos completos de Basílides, jefe de una escuela gnóstica de Alejandría..
** La Historia de Escitia de Dexipo de Atenas, que vio en una pesadilla el erudito bizantino Juan Tzetzés, hombre que detestaba su pobreza porque no le permitía comprar libros.
** La biblioteca de Alamut, sede de la secta de los famosos asesinos del mundo árabe medieval.
** Los códices mayas que quemaron los frailes cristianos.
** La primera versión de Los siete pilares de la sabiduría de T.E. Lawrence .
** El paradero de los cuerpos de los argentinos y chilenos que fueron secuestrados por regímenes dictatoriales
** El manuscrito de In the Ballast of the White Sea de Malcolm Lowry que ardió en un incendio
* El dirigible alemán Hindenburg, que ardió en 1937.
** La novela Ricardo y Samuel, que comenzaron Franz Kafka y Max Brod y que nunca pasó del primer capítulo.
** La novela The poodle springs story de Raymond Chandler, incompleta tras su muerte.
** El fresco Hombre en la encrucijada (1933) de Diego Rivera, encargado para el nuevo edificio de la RCA en el Rockefeller Center de Nueva York y destruido poco después de su realización porque contenía un retrato de Lenin.
** Las Torres Gemelas de Nueva York, aniquiladas en los ataques del 11 de septiembre de 2001, y las obras de arte que contenía el complejo de edificios: obras de Joan Miró, Masuyuki Nagare, Louise Nevelson y Alexander Calder, además de 1113 obras, entre esculturas y pinturas de los artistas más destacados de todos los tiempos: Alex Katz, Bryan Hunt, Wolf Kahn, Jacob Lawrence
** Un millón de libros quemados durante la invasión de Estados Unidos a Irak junto con miles de piezas de arte antiguo y moderno.
**Sin contar nuestros naufragios y pérdidas notables, El Gonzalo de Oyón de Arboleda, y casi las obras completas de Jorge Isaacs, José Presunción Silva, y Jorge Valencia Jaramillo.