Vivimos en un tiempo muy ingenuo, asaz ingenuo. Las personas compran productos cuya excelencia es anunciada por los mismos que los venden. La gente siente afición por aquellos cuyos retratos se publican con frecuencia, lo cual es señal de bobería, porque posiblemente esa misma persona ha intentado o ha querido que su retrato se publique. Esa bobería se debe al proceso de masificación, como dicen ahora los bárbaros, en que todo está al alcance de todos, a esta democratización de la cultura que llaman ahora y al auge de los medios de comunicación que son mucho más importantes que lo que comunican. Al fin el medio es el mensaje o el masaje, dirían otros.
La periodista María Teresa Herrán al hablar de las confusiones del periodismo colombiano señaló como se ha distorsionado, mezclándose con entretenimiento y relaciones públicas, confundiendo sus metas. Mal de muchos, consuelo de tontos. A tal punto se ha desdibujado el oficio o la profesión del periodista, como se quiera llamar, que Jean Francois Fogel, “experto en renovar periódicos”, incluido Le Monde afirmaba: “los periodistas han perdido el monopolio de la información”. No se refiere al poder creciente de los grupos oligopólicos que, en Colombia como en el resto del mundo, vuelven la información un producto y no un derecho de la sociedad a ser informada. Fogel aplaude una “comunicación distinta, que quizás va a permitir a la gente sentirse parte de los medios, en vez de criticarlos”. ¡Como si al desaparecer el periodista desapareciera el poder de los medios!
Recordaba Borges, como un sus años de juventud se reunía con sus amigos para conversar, para discutir si el hombre es mortal o no, sobre qué es el tiempo, qué es la poesía, qué es la metáfora, el verso libre, la rima. Hablaban de temas no efímeros, que trascendían el momento. En cambio, ahora se entiende que al cuarto de hora de haber ocurrido un hecho ya tiene que ser reemplazado por otro. En una progresión geométrica que convierte la vida en una concupiscencia de noticias inútiles que se olvidan inmediatamente. Noticias que se adquieren no para la memoria sino para el olvido. Esta orgía mediática nos lleva a la conclusión de que ningún acto o escrito de un intelectual ejerce influencia, y talvez si lo logré un ignorante común, si reúne las condiciones que a la gente le impresiona.
Aquellos son los signos de nuestro tiempo. Y no parece que la gente rica sea más feliz. Y se corrompe, roba, secuestra, se mata por personas ingenuas que creen que si tienen dinero van a ser más felices. Estamos en una época nocturna de la historia. Es el imperio de la cantidad sobre la calidad. Ahora se supone que la ignorancia es un mérito. ¿Cuáles son las principales características de estos tiempos? La estupidez y la ingenuidad.
Chesterton decía que antes había buenas nuevas en los evangelios; ahora tenemos medios de no comunicar absolutamente nada. Y como todos los días se divulgan esos medios y la gente cree que cada 24 horas ha ocurrido algo muy importante. Seguramente ha ocurrido algo muy importante y es posible que ocurra en cada momento, pero que eso se sepa y se publique ya es demasiado ingenuo. En la edad media había pocos libros, pero esos pocos eran releídos; carecían de esa maldición que es la imprenta. Si un libro perduraba es porque valía la pena de ser copiado. Ahora todo se imprime inmediatamente y no podemos saber nada sobre su valor. Schopenhauer señalaba que había que leer nada que no hubiera cumplido por lo menos 50 años. Ha desminuido el valor con esta locura de la publicación por series, por colecciones. Nadie repara en los libros que salen.
“Se piensa en publicar, no en escribir. Antes había un proceso que consistía en pensar, en crear, en escribir y en publicar y ahora se empieza por el fin, publicar. Y luego siguen esas ceremonias comerciales de la presentación del libro, de firmas, de todas esas boberías que son una de las tantas pruebas de la ingenuidad de esta época. Hoy publicar no genera expectativas más bien produce cierto temor, cierta alarma. Hoy personas desconocidas publican libros igualmente desconocidos e indescifrables”, sentencia Borges.
Y remata María Teresa Herrán diciendo como la caída vertical del periodismo se suele adjudicar a la rapidez con que los hechos se propagan, en particular gracias a Internet. Falsas ilusiones, que ignoran los factores humanos y económicos. El oficio no sólo bajó de estatus laboral y social; ya ni siquiera se le reconocen valores que definían su identidad: la independencia, el equilibrio, la búsqueda de la verdad dejan de ser importantes en aras de la envoltura.
Pero si el periodismo diluye su razón de convalidarse, los esfuerzos heroicos de quienes todavía se aferran como náufragos en los medios masivos, nos obligan a sacudirnos. ¿Es que acaso todavía queremos que exista el periodismo? Los náufragos, las nuevas generaciones, los que les apuestan a los medios comunitarios y ciertos tripulantes de Internet merecen respuestas que la democracia también necesita.