La ruina y las deudas de nuestros primeros periodistas y editores.
Inicios del periodismo colombiano:
– La ruina y las deudas de nuestros primeros periodistas y editores.
– 103 suscriptores tuvo El Papel Periódico de Santafé de Bogotá.
– Los 40 de EL Correo curioso
– En voz alta y en copias manuscritas leían las publicaciones.
– Periódicos y revistas para un público no lector o analfabeta.
“Fernando González a Ciro Mendía:
¿Ciro, por qué no fundamos tú y yo una buena revista, sin avisos,
con la única colaboración de nosotros dos?
–Porque ni la compran ni la leen. Porque tus prosas y mis versos no son para esta clase de gente”.
En el año de gracia de 1791 la lista detallada de los suscriptores de El Papel Periódico de Santafé de Bogotá era: funcionarios civiles 42, militares 23, colegiales 18, clérigos 11, comerciantes 9. Total 103. La historiografía informa que con esta publicación se inició formalmente el periodismo en Colombia. El semanario vio la luz pública el viernes 9 de febrero de 1791 y, sin interrupción, aparecieron 265 números de ocho páginas, en formato de octavo, hasta el 6 de enero de 1797. Datos minuciosamente recogidos por el historiador y periodista Renán Silva, en su valioso libro Prensa y Revolución.
¿Cuántas publicaciones periódicas han desaparecido a lo largo de nuestra vida republicana? ¿Por qué desaparecieron? Como siempre en los orígenes está un buen comienzo de explicación de lo que nos sucede ahora.
Hasta antes de 1808, los editores enfrentaron no sólo las resistencias de la sociedad, cuyo tradicionalismo no aceptaba la aparición de una prensa periódica que criticara los prejuicios más extendidos y examinara tanto los eventos naturales como los acontecimientos sociales, sino que debió enfrentar la presencia de un censor encargado de leer previamente los textos.
Sin embargo, el trance mayor era el temor , el rechazo, la incomprensión o el desinterés por esa actividad y que se resumía en un punto preciso: la ruina permanente de tales publicaciones en el plano económico, el fracaso sistemático de las campañas en busca de suscriptores, lo que finalmente llevó a todas las publicaciones , desde El Papel Periódico hasta El Diario Político en 1810-1811, pasando por El Correo Curioso en 1801 y los diferentes proyectos de El Redactor Americano hacia 1807, al cierre, después de haber dejado arruinados o repletos de deudas a sus fundadores e impulsores.
De acuerdo con la investigación de Renán Silva, por ejemplo, El Correo Curioso terminaba su año de labores, después de haber desarrollado una intensa lucha por conseguir un número suficiente de suscriptores que hiciera viable económicamente la publicación: En su número de cierre, luego de cuarenta y cinco números publicados los editores escribían: Aviso al público: Desde el 1 de diciembre advertimos al público, que siendo considerables los gastos para sostener este Correo, y habiéndonos hecho ver la experiencia que se venden muy pocos ejemplares sueltos por fuera de los que se distribuyen a los señores suscriptores, nos veríamos obligados a suspender su publicación, si el número de estos no ascendía a lo menos a 250; hasta ahora apenas se han suscrito 40. Por lo que sin crecido perjuicio no podemos continuar; en esta virtud se suspenderá por ahora la impresión; a menos que algún sujeto quiera en servicio de la Patria continuarla en cuyo caso cederemos gustosos el privilegio y materiales necesarios para su continuación. El que se quiera encargar de esta empresa ocurrirá al despacho de este Correo donde se le dirá el sujeto con quien ha de tratar a efecto de recibir los sobredichos papeles. En el mismo despacho se le devolverá el dinero a los que lo hayan anticipado por el semestre venidero.
En el caso del Semanario del Nuevo Reino de Granada la situación es similar, a pesar de haber llegado a los 160 suscriptores, un número elevado en el caso de la prensa neogranadina. Pero la solución adoptada por el Semanario fue por completo distinta de la adoptada por el Correo Curioso, ya que ante la ausencia de un número suficiente de suscriptores el círculo que animaba la publicación optó por otro camino, que significó una redefinición de la vieja noción de “público ilustrado” con la que desde los inicios de la prensa neogranadina los editores venían trabajando.
Al principiar su segundo año de tareas en 1809, el Semanario recordaba de nuevo a sus lectores el ideario mil veces repetido, señalando que los papeles públicos, “sostenidos con constancia por todos los que pueden hacer el pequeño gasto de la suscripción”, eran el camino del progreso y de la ilustración del Reino; pero agregaba que los suscriptores iniciales del Semanario habían ido perdiendo su entusiasmo y que la publicación se encontraba en dificultades para su sostenimiento. Aun así, se declaraban dispuestos a mantener su propuesta editorial.
Para el año siguiente, 1810, la situación de suscripciones había empeorado, según lo declaraba el editor, quien parecía ya saber que no se contaría con el número suficiente, lo que obligaba a redefinir el sentido mismo de la publicación. El Semanario optó entonces por una solución drástica, que seguramente mantenía las dificultades financieras, pero acentuaba el carácter de publicación científica que definía a la publicación.
A diferencia de El Correo Curioso, que declaraba en suspenso sus labores mientras aparecía el número necesario de suscriptores, o se encontraba una manera de disminuir los costos, el Semanario, manteniendo siempre la idea de difusión cultural, de “difusión de las luces” (“un papel que derrame las luces y excite a los literatos y observadores a escribir”), decidió radicalizar sus objetivos, y declaró que el “público”, en el sentido más general y abstracto de la expresión, no era ya su interés principal. Según sus editores, el Semanario trataba, bajo la forma de Memorias, temas y objetos que se encontraban “fuera del alcance del común”, y era muy seguro que no había sido comprendido por buena parte de los propios suscriptores, lo que se expresaba en críticas y descontento por parte de muchos de ellos. Para colocar la situación en términos claros y para que ninguno se llamara a engaños, el editor se ratificaba en la decisión de publicar tratados científicos, económicos, etc., por lo cual, “el que no tenga luces suficientes para entender estas materias debe evitar la suscripción”, aunque volvía a exhortar a los hombres de letras y a los patriotas para que contribuyeran a “sostener este papel con sus escritos y con la suscripción”. A partir de esa reformulación de la idea de “público” y de tomar el camino de la minoría ilustrada, el Semanario trazó un plan de reorientación de sus labores, que redefinía aún más sus objetos en la dirección de una verdadera publicación científica, que rompía con todos los antecedentes previos de publicaciones periódicas en Nueva Granada, abandonando su carácter de pequeño folleto semanal de ocho páginas, y decidiéndose por entregas de memorias completas, “pues es demasiado fastidioso interrumpir la lectura, el orden y encadenamiento de las ideas… para volverlo a tomar con ocho días de distancia”. Una verdadera revolución editorial en el ámbito de la Nueva Granada.
Fue una redefinición del público en un sentido más estrecho que aquel que en 1791 había sido definido por El Papel Periódico, que hablaba del labriego y del artesano, como parte central del elemento humano sobre el cual se aspiraba a “regar las luces” y que pensaban como uno de los referentes principales de sus escritos, que en aquel entonces se pensaba que deberían ser ágiles, cortos y dominados por el ideal de la claridad, según la vieja visión que se había construido de público lector. El Semanario del Nuevo Reino de Granada, a pesar de sus problemas económicos, parece haber dejado de publicarse más bien en razón de la coyuntura revolucionaria.
La Bagatela de don Antonio Nariño también conocerá la misma dificultad con los suscriptores y compradores. Como eco de la conciencia que existía entre los ilustrados acerca de esa “estrecha sociedad de lectores”, La Bagatela reproduce la “Carta de un amigo al autor de La Bagatela”, en la que le ofrece a Nariño realizar una apuesta entre que tendría más ventas en Nueva Granada si la impresión de una gaceta moderna o la impresión de una novena. “Sigue tu con tu Bagatela, y yo voy a escribir una novena de Nuestra Señora del Milagro… y veremos cuál de los dos sale mejor librado”.
Una reducida élite constituía los lectores de la prensa de finales del siglo XVIII, El mismo fenómeno de lectura colectiva, pero ya en la época revolucionaria y no en asociaciones de lectura sino en la propia calle, se observa en el caso de La Bagatela [1811]. Citemos una carta enviada a su director desde la provincia de Cartagena: “Señor Bagatelista: ¿Sabe usted lo que ha sucedido con el número 2 de su periódico? Una friolera. Hizo más ruido que en Madrid el elefante cuya suerte envidiaba Iriarte. Todos deseaban haberlo a mano, y como no había en estos lugares más ejemplares que el que yo había recibido, se apresuraron a sacar copias, y las leían con el mayor entusiasmo”.
Era escaso el desarrollo de la imprenta en Nueva Granada. Antes que verdaderas imprentas modernas, se trataba de viejos instrumentos de trabajo, de muy bajas condiciones técnicas y que al tiempo debían responder por variados trabajos –como los que al editor de El Papel Periódico imponía su directa servidumbre del virrey o como los que debía realizar para ganarse la vida don Nicolás Calvo, el dueño de la Imprenta Patriótica (confiscada a Antonio Nariño) y en donde se imprimía el Correo Curioso-, lo que impedía su dedicación completa a las tareas de impresión de la prensa. El nivel técnico de tales imprentas fue una queja permanente de los editores e impulsores de los periódicos, quienes debían enfrentar el fastidio de no poder incluir grabados y sobre todo el fastidio de no contar con los “tipos de caracteres” que exigían sus incursiones en el campo de las matemáticas y de las ciencias naturales, queja expresada por el Correo Curioso y sufrimiento permanente del editor de El Semanario. Así lo decía El Correo Curioso, por ejemplo, en la ocasión en que publicó las “Observaciones sobre verdadera altura del cerro de Guadalupe…” : Por defecto de caracteres o signos que denoten las fracciones numéricas, se pone en letras lo que no se ha podido expresar en aquella forma común.
La misma observación se puede hacer respecto de El Diario Político, en 1810, el que en el momento de su aparición incluyó en su título la palabra “Diario”, como expresión del deseo de los periodistas y del propio gobierno revolucionario de que en el futuro se publicara cada uno de los días de la semana, aunque en principio se encontraría limitado a tres números semanales (los lunes, los miércoles y los viernes), aunque esta meta tampoco pudo ser cumplida, entre otras cosas por problemas con el funcionamiento de la imprenta. Como lo indicaban los editores, al poco tiempo de haber comenzado su trabajo: La poca letra de imprenta, la necesidad de desbaratar para volver a componer, nos ha hecho ver que no puede resistir la salud del impresor y los oficiales a fatiga tan continuada. Hemos resuelto limitar el Diario a dos números semanales: el martes y el viernes se darán al público.
Luego el problema de los costos, sobre todo el relacionado con el papel, un bien escaso, que había que importar de la metrópoli, ya que el Nuevo Reino careció de fábricas de papel, y los esfuerzos que se hicieron a principios del siglo XIX, según informaba el Diario Político de Santafé, no dieron mayores resultados, y esto dentro de una política siempre manifestada por los “periodistas” de tarifas reducidas que ayudaran tan sólo a recuperar las cantidades invertidas, lo que en parte se lograba con la ayuda de los suscriptores, ya que parece que no eran demasiados los ejemplares que se vendían de manera suelta. Pero lo que podía ser una costumbre de las gentes de letras, no lo era para el común de los posibles lectores, pues no había transcurrido el tiempo necesario para que el nuevo uso –la compra del periódico aunque en este caso no se trataba de diarios sino de semanarios o quincenarios- se transformara en costumbre y en hábito.
Enseguida el problema de la distribución. En el caso de Santafé el asunto no representaba ninguna dificultad. Santafé era una muy pequeña ciudad, con un reducido centro urbano, en cuyo perímetro vivían por lo general todos los letrados y académicos que podrían ser lectores o suscriptores de prensa. Se contó siempre con una “oficina de distribución”, que era sencillamente una tienda en donde los suscriptores podían reclamar su ejemplar y en donde podía adquirirse de manera suelta. Fue casi siempre el mismo local –el local de don Rafael Flórez, un pequeño comerciante favorable a las ideas de los ilustrados- en el que se colocó un buzón de correo para recibir cartas, sugerencias y artículos presentados a los editores. Pero en el caso de las provincias – El Papel Periódico y El Semanario encontraron lectores y algunos suscriptores en Quito y en Panamá y en lugares bastante alejados de Santafé y de difícil acceso como los Llanos Orientales- el problema resultaba de gran complejidad. Los periódicos se enviaban con los correos ordinarios que partían de Santafé, pero la abrupta geografía , convertida en dificultad mayor en las épocas de lluvias, volvía un tanto azarosa la entrega a los suscriptores, por fuera de que en provincia, hasta donde se puede establecer, nunca hubo estrictamente hablando distribuidores, lo que hacía que una buena parte de los ejemplares impresos se perdieran. Los virreyes ilustrados emprendieron en el último tercio del siglo XVIII una reforma y mejora del sistema de correos del Virreinato, pero los resultados no parecen haber sido mayores, y aunque disminuyó el tiempo de entrega de la correspondencia y la frecuencia con que los correos partían de Santafé, en general se trató de un sistema ineficiente que no podía garantizar el recibo seguro de la prensa, lo que fue queja constante de los suscriptores y motivo en muchas ocasiones de renuncia a la suscripción que se tenía. El Diario Político, muy poco después de su aparición y pese a los esfuerzos de los editores , tuvo que ver subir su precio, “a un real por medio pliego, por la suma carestía del papel que se está comprando a 25 pesos la resma, con cuyo motivo hemos tenido pérdidas muy considerables”
El Papel Periódico imprimió entre 250 y 300 los ejemplares para distribuir en todo el Virreinato, aunque buena parte de ellos quedaba en Santafé (que por esa época tenía cerca de 18 mil habitantes). A finales de 1801, El Correo Curiosolimitaba sus aspiraciones en cuanto a suscriptores, a la cifra de 200, para su segundo año las propuestas de suscripción no llegaron a cincuenta y en total su tiraje por ejemplar no debió pasar de los 300. Hacia 1807, El Redactor Americano se proponía la meta de 100 suscriptores en Santafé.
La Bagatela presenta en uno de sus números una lista de 116 suscriptores en 1811, ya en plena época revolucionaria-, pero en un momento en que la relación entre suscriptores y compradores de ejemplares sueltos parece estar en vía de modificación, ya que el tiraje superaba los 400 ejemplares. Su balance de ventas era resumido por su distribuidor oficial, don Rafael Flórez en un informe de cuentas para Nariño, publicado en el momento de cierre del periódico, cierre causado tanto por la falta de suscriptores como por las dificultades políticas de Nariño, quien parece haber acumulado enemigos por todo el país a raíz de su publicación, y su propio ascenso a la presidencia:
Cuenta de ventas de las Bagatelas. De 15.120 ejemplares, con sus correspondientes suplementos, que se me han entregado desde el 14 de julio de 1811, hasta el 8 de marzo del presente año [1812], a razón de 420 semanales, sólo quedan en mi poder 3.223 y se han expendido 11.887.
Con menor fortuna corrió tiempo después el Diario Político, el que al llegar al número 46, después de cinco meses de actividad, tuvo que clausurar tareas, por la falta de apoyo que encontraba entre los posibles compradores. Según sus propias palabras : Tenemos el dolor de anunciar al público la necesidad en que nos hallamos de suspender la publicación de este Diario, que habíamos emprendido con la mira de contribuir en cuanto pudiésemos en la propagación de las luces tan necesarias en el presente estado de cosas. Pero siendo muy corto el expendio en esta capital y casi ninguno en las provincias, en donde hasta ahora no se ha podido recaudar lo que se ha vendido, y crecidísimos los gastos por la carestía del papel, nos hallamos en la incapacidad de proseguir en la empresa sin perjudicarnos gravemente. Hemos comunicado y dispersado los dos mil pesos que nos adelantó el Gobierno para los costos, con la calidad de reintegrarlos con los productos del mismo papel, cuya cantidad tal vez no podemos rembolsar hallándose repartidos en las provincias los 15.000 números y existiendo en nuestro poder una gran cantidad de impresos..
Pedimos al público se sirva dispensarnos los defectos en que hallamos incurrido, atendiendo a que nuestros deseos sólo han sido de servir a la patria. Sobre El Semanario del Nuevo Reino de Granada, y esto a pesar de las varias listas de suscriptores que presentó, no sabemos mucho, más allá de las quejas permanentes de su director –F.J. de Caldas- contra lo que estimaba como “indolencia” de sus conciudadanos, por la falta de apoyo para con su publicación. Sin embargo su transformación final en revista científica, dedicada a publicar monografías sobre temas especializadas, indica que el punto de ventas y suscriptores había dejado de ser su problema central –aunque la publicación parece haber dejado siempre pérdidas, o por lo menos no haber arrojado ganancias-, máxime si recordamos que sus editores habían redefinido la noción inicial de “público” con la que trabajaban los ilustrados desde 1790, a favor de una noción más estrecha del público como “minoría ilustrada”.Pero del Semanario, en cambio, sí hay que reafirmar que, antes de la aparición de manera estricta del periodismo de rasgos modernos y comerciales –lo que no ocurrirá sino muchos años después y en todo caso no antes de 1820-, fue la única de las publicaciones de los ilustrados neogranadinos que logró disponer de manera estricta de una separación entre las funciones de edición y de impresión, y la única que logró conformar a su alrededor un grupo de “escritores” –de hombres de letras- que actuaban como una especie de “comité de redacción”, comité que era capaz de leer los textos que se le presentaban desde el punto de vista de su objeto propio, antes que desde el punto de vista de las censuras políticas asumidas como autocensura, y por fuera de toda atención a las normas y convenciones sociales imperantes en la paupérrima sociedad cortesana de Santafé, lo que hasta el presente había constituido las dos grandes fuentes de limitación que los impulsores de la prensa local incorporaban, por fuera del respeto de la religión y de la Iglesia católica, punto sobre el cual nunca nadie se permitió exceso ninguno.
En ese nuevo contexto creado por la crisis de la Monarquía, las funciones del impreso y de la prensa se verán profundamente modificadas, las formas de lectura colectiva verán renovada su fuerza tradicional, y nuevas articulaciones entre lo impreso, lo manuscrito y lo oral ganarán un lugar en la sociedad, por lo menos hasta terminada la guerra de liberación nacional e iniciada la construcción republicana de la sociedad, después de 1820, momentos en que las discusiones sobre la libertad de imprenta empezarán a recoger los necesarios temas del “orden” y las “restricciones” a la libertad, en una sociedad urgida de estabilizar por lo menos algunas de sus instituciones.
Pero en lo inmediato digamos que todos los actores políticos supieron desde el principio que se trataba de una “guerra de opinión” –lo supo el General Pablo Morillo, encargado después de 1815 de la reconquista del Virreinato, y quien no dudó en incluir dentro de su equipaje al lado de soldados y fusiles una… imprenta-. Una guerra en la que el impreso y la prensa iban a tener un lugar central, pues serían esenciales para la configuración de la nueva opinión pública. De ahí que el espacio urbano haya sido desde el principio invadido por la “propaganda política”, a través de carteles, de folletos y de octavillas salidos de las dos imprentas existentes en Santafé, en las imprentillas que como de la nada empezaron a aparecer en ciudades grandes y pequeñas, y en las nuevas imprentas muy pronto adquiridas por diferentes provincias, todas portadoras de un nuevo lenguaje que puede ser leído como el signo mayor de esta fase inicial de implantación de la política moderna, como lo hace anotar un corresponsal en una “Carta dirigida al autor de La Bagatela”.
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