Todos nosotros éramos Manuel

Carlos Bueno

29 noviembre, 2024

Todos nosotros éramos Manuel 

Jairo Osorio G.

En el repaso verbal y pesaroso de los amigos de Manuel, el fotógrafo no está en sus memorias. No aparece por ninguna parte. No existe.

A pesar de las muchas noches que le acompañó y sirvió con sus tragos preferidos, aquél se pierde en la bruma sañuda de quienes lo evocan; ellos aclaman a otros que tienen igual presencia, pero él no concurre a esas invocaciones de quienes vitorean los días y las amanecidas al lado del Escritor. Es comprensible. Cada peregrino traza su vía crucis particular, delinea su cartografía personal. Incluso, advenedizos de todos los talantes se sitúan a su flanco con tal intimidad que asusta esa manera de falsear la recordación personal para treparse en el pedestal de la leyenda.

Con todo, la reparación íntima es dulce, las fotografías desmienten la ausencia provocada. Como una epifanía, la vigilia de Manuel en los momentos más inolvidables de sus años maduros habla también de quien se sitúa detrás de la cámara para testimoniar el embeleso con sus palabras. Con respeto, con devoción, con cierta lejanía, el religionario escucha, mira y dispara. Allí va quedando el Escritor para que, en el futuro, quienes lo amaron lo recuerden, porque, ya se sabe, el rostro de nuestros mayores se desvanece pronto en la memoria, por mucho que no lo queramos. Inevitable. Se desdibuja la faz del padre, se desdibuja el aire de la madre, se desdibuja el semblante del hermano…, ¡no se olvidará para los demás el rasgo del ajeno! El remedio son esas imágenes a las que nos hicimos de ellos para ayudarnos con el paso de los años. Y de pronto, regresan idénticos a como los festejamos vivos. La maravilla de los iconos bizantinos.

Mi primer encuentro con don Manuel fue junto a Jorge Luis Borges, en 1978, en el Salón del Concejo de Medellín, y luego, dos días después, en la Biblioteca. Desde entonces, tuve el privilegio de encontrarlo, a solas o acompañado, en otros momentos también inolvidables. A veces junto a Juan Rulfo y Camilo José Cela (en agosto de 1979), o Ernesto Sabato. Otros, en compañía de Pedro Gómez Valderrama, José Balza, Salvador Garmendia, Juan Gustavo Cobo Borda, Guillermo Angulo, Fanny Buitrago, Eduardo Peláez, Orlando Mora, Darío Ruiz, Víctor Gaviria… El ejemplar número uno de su libro El viento lo dijo1, se lo llevó su paisano don Carlos Mejía Mesa (quien realizó el diseño gráfico, con las ilustraciones de Pedro Pablo Lalinde), a su casa de la calle Perú, y lo leyó completo el autor para esa audiencia vasta que formábamos don Carlos Mejía y yo, embriagados, absortos con la voz que cantaba aquellas décimas de profunda hondura, que posteriormente Álvaro Mutis, al leerlo, equipararía con el gaucho Martín Fierro y los anónimos cantores del romancero.

Escuchándolo aquella vez sentía que todos nosotros éramos Manuel. Igual, los contemporáneos de Carrasquilla podrían haber dicho: “Todos nosotros éramos Tomás”. Porque ambos hablaban idénticos a los naturales de su terruño. (Años más tarde, en las tenidas nocturnas que organizaba en la rectoría del Instituto en el que laburaba, volví a escuchar a alguien que enhebrara las palabras con la soltura de don Manuel; fue el médico Alberto Uribe Correa, quien ya borracho desenganchaba su lengua con la misma gracia y riqueza idiomática de su paisano del suroeste, para entretenernos con sus jácaras y embustes de los territorios del río San Juan y los farallones del Citará, entre Andes, Ciudad Bolívar y Jardín, de donde provenían aquellos Uribes locos).

En los festivales del tango era común ver a Fanny Mickey, Hernán Restrepo Duque y Leonardo Nieto, departir largamente con don Manuel en aquel santuario en el que habíamos convertido la dirección de La Piloto, el llegaderito de todos los que aspiraban a una velada memorable.

Desde principios de 1983, ya cumpliendo las tareas de jefe de Comunicaciones y Asuntos Culturales de la Biblioteca Pública Piloto, fueron rutinarias las reuniones de los miércoles, donde se congregaban los amigosdesde las cinco de la tarde, a departir el licor que piadosamente me despachaba la gerente de la Fábrica de Licores de Antioquia, Piedad Cecilia González, para que atendiera a don Manuel y a sus devocionarios. El conductor don Emigdio recogía puntual, cada fin de mes, en la camioneta Renault roja de la institución, el mercado etílico con el que nos surtía mi aliada entrañable. La cuota eran dos cajas de aguardiente y ron para cebar la literatura regional. A veces, hasta más. Ignoro si cada visitante asiduo se enteró de la procedencia del espirituoso que los excitaba; lo que ellos sí sabían es que en la Biblioteca nunca les faltaría “el aguardientico de mi dios” sin cargo.

Desde ese año, don Manuel y yo batallamos juntos la edición más tortuosa y fea de la historia local. Durante casi dos calendarios luchamos contra un tipógrafo del Municipio para sacar adelante el libro El hombre que parecía un caballo2. En cada revisión, el burócrata, cualquier ayudante de nada ascendido a linotipista por arte de la política, cambiaba caprichosamente la forma de los poemas del vate. Una semana, el hombre diseñaba escaleritas con los poemas de Barba Jacob. A la siguiente, ya eran estrellas o flores. En la posterior, Don Manuel y yo nos encontrábamos con los versos del demonio santarrosano figurados en rombos o trapecios. Don Manuel, tan paciente, rabiaba entonces con los criterios arbitrarios de aquel mecánico. Por fin, en septiembre de 1984 pudimos ver el ejemplar editado, aunque lleno todavía de los errores que el hombre nunca corrigió. Entonces, Don Manuel, generoso y agradecido, estampó su dicha en la primera hoja. “Hombre Jairo Osorio: vos luchaste y sudaste cada una de estas páginas. Gracias por ello, y por la amistad. Manuel Mejía Vallejo, Medellín, sept., 1984”.

Una emoción parecida habría de exteriorizar después, al bendecir con su rúbrica durante la gira de celebración del septuagésimo cumpleaños, su propia fotografía que mejor lo retrata3, dedicada a los anfitriones en su finca de Antioquia: “A Jorge Iván y Beatriz, para que alumbren esta imagen que pronto empezará a hacer milagros. Con mi bendición, Manuel Mejía Vallejo”. De un plumazo cruzó el umbral del culebrero a santo.

Los ochenta fue una década fenomenal, prodigiosa, que vivimos intensamente para la noche, el chisguete y los amigos. ¿Cómo nos procurábamos aquellos alborozos perpetuos? Y siempre, en el centro, estaba él. Ninguno como don Manuel para congregar a los demás. Fernando Cruz Kronfly, Saturnino Ramírez, Antonio Samudio, Leonel Góngora, incluso el boxeador Juan Manuel Roca, cuando llegaban a Medellín, tenían a la Biblioteca como epicentro de sus desenfrenos. A todos se les agasajaba invariablemente. Porque la palabra era la soberana que encadenaba misteriosamente a aquellos hombres. Y don Manuel, el sacerdote mayor. Tenía ese ingenio prodigioso de los fascinadores. Encantaba. Además, la decencia con la que vivía terminaba por seducir a la concurrencia. Un hombre blanco a carta cabal. Transparente en todo lo que hacía. Por eso la amistad era su culto. Decir don Manuel y afecto eran sinónimos. Ninguno guarda un mal recuerdo de él. Tal vez se adelantaba con su modo de ser para que no ocurriera lo que solía decir: “Uno se muere cuando lo olvidan”. Y enseguida recitaba. Y libaba su ron con Coca-Cola. Y volvía a recitar, y así nos íbamos yendo, sin contar los días. Entretanto, las fotografías, solamente las placas bruñidas, iban evidenciando sin equívocos aquella geografía de la hermandad que se creaba en los amaneceres tranquilos de la ciudad.

Durante las ferias del Libro, primero en Bogotá, y luego en Medellín, cada quien buscaba la forma de arrimarse a don Manuel. Las animaba con su presencia, de la mano de Miguel Escobar. En una de ellas, la de 1991, tuve la ventaja de presenciar el abrazo bizarro que le prodigó Gabriel García Márquez. Cuánta estimación. A la postre fue verdad lo que años atrás pedía Juan Rulfo, en una reunión en México con Belisario Betancur: “Al Maestro [Manuel] se le respeta”. Gabo y él apretados con emoción, en medio del restaurante, nos conmocionaban a los feligreses que disfrutábamos del momento.

Gloria Palomino me confiaba la vida de don Manuel, y las de Otto Morales Benítez y Germán Vargas, en los viajes a Riosucio, a los encuentros de La Palabra y los carnavales del Diablo. En sus calles, el trío de elocuentes terminaba por extenuar a sus acólitos, mientras ellos cerraban las cantinas como si nada estuviera ocurriendo en sus gaznates. Al regreso, los ciento sesenta y cinco kilómetros de entonces, que normalmente se recorrían en dos horas y veinte minutos, tardábamos en desandarlos once o doce horas por las paradas obligatorias de los sedientos de la comitiva en las fondas del río Cauca y la cordillera central. El coro de ángeles dionisiacos era categórico: Manuel, Germán Vargas, Darío Ruiz, Óscar Jaramillo y Carlos Bueno Osorio. Todos con hígado sin fondo para el jugo de la caña. La élite de los anisados. El grupo volvía a Medellín hecho una cuba, a excepción, claro, de Otto Morales, un santo liberal que sólo bebía agua bendita.


En 1989, el año que obtuvo el Premio Rómulo Gallegos, con su novela La casa de las dospalmas, por poco coincidimos en Caracas. Yo llegué a finales de agosto cuando Manuel recién salía del auditorio del Centro de Estudios Latinoamericanos, en la avenida Luis Roche de Altamira, sede de la fundación. El eco de los aplausos del acto de recepción todavía resonaba en las paredes del salón donde yo habría de permanecer durante tres meses estudiando el XIV curso de administración de servicios culturales al que estaba invitado por la Cancillería venezolana. La coincidencia allí hubiera sido la apoteosis para la iconografía de Manuel en aquel decenio glorioso.

Hay una verdad que se aproxima a lo que hicimos de nuestra conducta: son los retratos que atesoramos para los otros. La fotografía, impronta de la historia, dice más de una persona que los recuerdos desnaturalizados de quienes alguna vez se acercaron a ella.

Manuel revelado es el testimonio del retratista que contempló siempre, desde la tarima discreta de la fiesta, el carácter de la confradía. Con un solo fin. Para que no nos olvidara el olvido. Para que ninguno muriera definitivamente. Como yo espero.

San Ángel, 11 de abril de 2023

Manuel revelado es una edición coleccionable de fotografías y textos de Jairo Osorio, con escritos de David Escobar, Claudia Ivonne Giraldo, Orlando Mora, Darío Ruiz, Juan Luis Mejía y Jairo Morales. “Creo que este libro es el verdadero homenaje a Manuel”, dice Claudia Ivonne Giraldo.

 

 

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“Detesto la idea de las causas, y si tuviera que elegir entre traicionar a mi país y traicionar a mi amigo, espero tener el valor de traicionar a mi país”.

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