Tulio Bayer XI
Después del descubrimiento de unas momias se enfrentaron por primera vez con el General Tovar y triunfaron. Para el loco Rincón el éxito se debió a la confluencia de dos circunstancias: la iluminación de los salvajes antepasados y la colaboración estrecha d los dragones con los que soñaba cada vez que dormía…el único que se negó a verlos fue Epaminondas quien concluyó junto con sus más cercanos amigos que Petronio estaba definitivamente chiflado y empezó a fraguar la trama para eliminarlo. Petronio pensaba que los dragones habían venido por el aire, sobre el mar Pacífico, luchando con tormentas lejanas y vientos agresivos hasta las costas americanas y después viajaron por ríos y selvas hasta estar con ellos en los atardeceres del llano. Con sus largas llamaradas incineraron los mosquitos, devoraron peligrosas serpientes, fieras salvajes… después sobre la maleza el fuego creció dejando la estela blanquecina del humo y se fue sobre el ejército del general Tovar haciéndole retroceder de inmediato, mientras Epaminondas y su gente reían con la dureza de quien no ve los sueños, porque él y los suyos no veían los sueños, decía Petronio, no ven ni verán lo maravilloso, ni sabrán lo que es brindar por un sueño realizado, porque ya traen por dentro la hiel que hará conducir al exilio todo color así como el calidoscopio de las albricias, al inusitado túnel de las sorpresas, al aire de las burlas, al humor de las críticas y todo será un bloque de hielo allí donde hubiera antes baile, calor ardiente y risas. Tornarán con su mirada de basilisco fétido, gris lo rojo, pálido lo rozagante, mortuorio lo vital, gélido lo ardiente, sepulcral lo alegre y a los dragones los encadenarán en mazmorras especiales en donde morirán de tedio y frío añorando la libertad que Petronio les hubiera dado.
Eduardo García Aguilar. El bulevar de los héroes. México: Plaza y Janés, 1987
!Yankees go home!
Y Maicao recibió a Bayer con aire de fiesta. El hampa internacional gruñó: Ese hombre es un peligro para este pueblo Y el viejo Abuchaibe, el explotador máximo de la localidad, propuso que recogieran 40 mil pesos entre los comerciantes turcos para que se fuera de la población. Su consultorio fue viento en popa. Llegó a convertirse en el Puesto de Salud que el médico del clan, un Abuchaibe, dedicado al robo de automotores, no atendía en absoluto. Consciente del manigliato, supo que habría lucha.
El hambre de los niños lo lanzó a una manifestación a la plaza pública. También pedían un hospital. Ni el ejército ni el DAS se metieron. Ya era el médico de ellos. Le tenían más confianza que al médico oficial, además de que no eran impermeables a sus planteamientos. Inclusive un día se enfermó el viejo Abuchaibe, el abuelo del clan. Tampoco le tuvo confianza a su sobrino. Y Bayer tuvo entre sus manos al peor enemigo del género humano de aquellos alrededores. No le pagó. La cuenta que le pasó le pareció exagerada y por entonces llegaron los yanquis. Fue la visita de un par de coroneles yanquis que lo puso otra vez a las puertas de la cárcel o de volverse a la montaña.
Eran unos coroneles yanquis que habían venido a las maniobras conjuntas con el ejército que se iban a efectuar en Tolú. Dijeron que querían conocerlo. Querían verlo en el rancho de los Boscanes, indígena de la tribu Jusayú. Les respondió invitándolos a su casa-consultorio. Llegaron en un jeep, con un coronel y con un teniente colombiano. Uno de ellos, alto, blanco pálido leyó en uno de los muros de su consultorio, la frase de Fidel Castro: No es justo ni es correcto engañar a los pueblos con la vana ilusión de las vías legales. En la lucha contra el colonialismo y contra el imperialismo norteamericano pueden estar unidos desde el católico sincero y el militar progresista, hasta los viejos militantes marxistas…
El coronel yanqui objetó de inmediato la frase. Si usted está en libertad y ejerciendo su profesión, ¿por qué desconoce las vías legales? Le hizo notar al intruso que ese era su consultorio, y su casa. Y que la forma cómo estaba criticando un letrero como ése, no era correcta. Le indicó un asiento y les ofreció whisky, el cual aceptaron gustosos. Les explicó que en Colombia la Constitución permitía escribir en los muros. Y que durante una visita era de mala educación criticar lo que el anfitrión consideraba como el mejor adorno de la casa. Que esa regla de buena educación regía tanto en Colombia como en los Estados Unidos. El yanqui volvió a decir que no tenía derecho a tener esa frase en el muro.
Entonces se volvió al coronel colombiano: –Usted que es colombiano y además coronel, no ha dicho nada. –No he dicho nada, dijo. –Pues bien. El coronel colombiano que hasta cierto punto tiene más derechos aquí no ha dicho nada porque sabe que yo puedo escribir aquí lo que me dé la gana. Pero el gringo se puso insolente. Dijo que tenía que quitar la frase porque era ilegal. Iba contra la democracia. Hablaba muy bien el castellano, pero decía invariablemente democracia. No tenía ganas de discutir esa noche. Tratándose de un coronel yanqui sintió que cualquier explicación iba en cierta forma contra su dignidad, contra la de Colombia, contra la soberanía patria.
Resolvió burlarse del propio decorado del Coronel. De la hojita esa que identifica a los coroneles yanquis. Le preguntó si él pertenecía a alguna organización forestal o ¿qué quería decir la hoja esa? Comenzó a picarse. Y para acabar de sacarlo de casillas le dijo que si de verdad era Coronel, tenía que estudiar un poco cuestiones de guerra, porque ellos habían perdido la guerra de Corea. Y le mostró un libro que no esperaba encontrar en un consultorio médico: la costosa edición oficial hecha por el general Alberto Ruiz Novoa cuando era Contralor de la República, destinada a ilustrar a los militares colombianos sobre ese fracaso, sobre ese desastre militar que fue la campaña de Corea. El golpe lo neutralizó un poco. Pero volvió a molestar. ¿Otra vez con las vías legales? Lo hizo levantar de su asiento, ya dispuesto a hacer un disparate. El Teniente colombiano estaba más bien inhibido. Era el único armado de los presentes. Había cuatro o cinco curiosos escuchando desde la puerta.
En Maicao el calor es infernal. Por la tarde todo el mundo se sale un poco hacia la calle a recibir la brisa. Estaban en la antesala del consultorio a pocos pasos de la calle. El Coronel empecinado contra el letrero era alto, más bien delgado, era hijo de un zapatero y de origen ruso. El otro coronel era rechoncho, enrojecido como una langosta cocida, muy bruto y muy buen bebedor de whisky. De apellido alemán. Olvidó ambos apellidos.
Lo que no olvidó es que al descubrir un retrato de Fidel Castro en el interior del consultorio, dijo: El barbudo inmundo de Castro tiene en Cuba una dictadura. –Miente, miserable, grita Bayer. No somos salvajes. Aquí tiene una revista cubana. Mírelos, imbécil. ¿No ve al pueblo armado? ¿En cuál dictadura arman al pueblo? ¿Puede armar al pueblo negro en los Estados Unidos? ¿Puede armar al pueblo pobre en Colombia? Además, Usted es un insolente, un bribón. No le voy a tolerar que insulte a Castro aquí. Se van de aquí o los saco a plomo. Y esto no va con ustedes, señores oficiales colombianos, dije. –Lo sé, contestó un poco excitado, pero con acento de voz muy serena, el coronel colombiano.
Y comenzó a mediar entre ellos. Quiso que dejaran el tema. Hizo sentar al coronel yanqui. La gente se agolpó en la puerta. Y el yanqui puso el tema de La Alianza para el Progreso. Casi inmediatamente, sin ningún sentido de lo que los franceses llaman tacto. Le explicó que no había tal Alianza. Que nosotros no necesitábamos limosnas. Que lo que exigíamos era un precio justo por el café, por nuestras materias primas, pero que ello era imposible lograrlo sin una revolución. Terminó protestando por las maniobras militares que iban a hacer en Tolú y les preguntó a los oficiales colombianos si ellos no sentían vergüenza y repugnancia de obedecer a oficiales de un país enemigo. No contestaron nada.
El tumulto creció en la puerta. El yanqui dijo, entonces, que le ganaba ante la gente porque hablaba mejor el castellano. Y se salió a la puerta a decirle a la gente que los engañaba y les decía mentiras contra los Estados Unidos. No tuvo que intervenir. Del tumulto salieron respuestas adecuadas. El doctor Bayer no miente, dijo alguien. Todo lo que le oído decir es cierto, y el que está abusando es usted. Ustedes son oficiales de un ejército enemigo, porque nos robaron a Panamá. El enrojecido coronel de origen alemán estaba congestionado. Se enfrentó con él. Lo insultó con todo lo mejor de su vocabulario. Decía que la Misión Militar yanqui tenía un contrato y que por ese contrato estaban allí ayudando. Y de la palabra contrato no lo sacaba nadie.
Arengó a los dos militares colombianos. Al fin, el coronel colombiano hizo sentar al gordito yanqui que estaba medio borracho. El agresivo no era ya él, entonces. Afuera, un pueblo había salido de no se sabe dónde, gritaba, aullaba contra los yanquis. ¡Colombia sí, yanquis no!, era el grito unánime. Derrotado en su cínico intento tribunicio, en nuestra patria, con un uniforme del ejército yanqui, el coronel pálido regreso a su asiento. Le dice melodiosamente: Usted tiene fama de buen médico aquí. Estudió además un tiempo en los Estados Unidos y me dice la gente que hizo una manifestación pidiendo un hospital. Yo me comprometo a que con dinero norteamericano construiremos ese hospital aquí. Lo haremos para que usted no diga a la gente que somos unos bárbaros, unos enemigos del pueblo. Y usted dirigirá ese hospital con la sola condición de que no hable más de revolución ni de Fidel Castro.
No le dio rabia. Se sorprendió de tanta ingenuidad. Le repugnó tanto cinismo, hasta el punto de que sobraban las palabras. Salió a la puerta, en la que había ya un cordón de policías y le contó a un verdadero mitin allí reunido, con voz reposada, lo que acababa de proponer el yanqui. La gente soltó la carcajada. Después comenzó a insultarlos, cuando terminó su pequeño discurso diciéndoles que algún día tendremos un hospital hecho con nuestro dinero, con el dinero del que nos despojan los yanquis. Asustados los militares yanquis salieron escoltados por los oficiales nativos y algunos policías.
Este incidente desató una nueva persecución contra Bayer. Una revisión del proceso que pide desde El Tiempo, Alberto Lleras. Algunos conocidos y otros falsos amigos dirán que ya lo han pedido muchas veces, que ya le han dado muchas oportunidades y que deben matarlo como a Federico Arango Fonnegra. Ya está acostumbrado.