Sólo tenemos héroes muertos. Es la historia habitual en Colombia. Una historia llena de generaciones perdidas, de esperanzas frustradas, de reformas postergadas, de símbolos manipulados, de mártires enterrados, de revoluciones prometidas.
G. García Márquez
1837-1895
Jorge Isaacs Ferrer, su obra y su existencia llegan a mí espacio cultural y literario por una casualidad. En 1985 realizaba una investigación para elaborar un guión cinematográfico sobre los inicios del ferrocarril de Antioquia. Una buena parte de la película, El tren de los pioneros dirigida por Leonel Gallego Restrepo, se filmó en las calles y casonas coloniales de Santafé de Antioquia y en los propios sitios de La Malena y del Magdalena Medio, por donde se extendió inicialmente. Mi sorpresa fue grande al encontrar que en su detallado diario de la construcción, el ingeniero cubano Francisco José Cisneros, su impulsor, atribuía los retrasos de la obra a las actividades político-guerreras de Isaacs en la región. Este azar me llevó a recorrer con otro sentido el camino vital del caballero de las lágrimas como lo llamara su principal biógrafo, Luis Carlos Velasco Madriñán.
Entre las muchas prevenciones y prejuicios que poseemos los colombianos, hay una que persiste desde hace más de un siglo y se refiere a la mención de Jorge Isaacs y su asociación inmediata con el idilio de Efraín y María relatado en la novela que lleva su nombre: María. Pensamos en amores pueriles, ingenuos, en melodramas azucarados que nada dicen a la sensibilidad de hoy. Puede parecer curioso y de poca importancia, interesarse por un personaje y una obra que fueron escogidos por el grupo de los irreverentes e insolentes poetas del nadaísmo para irrumpir estentóreamente en el panorama literario y social de una nación que parecía estancada en el tiempo y en la historia, como simulaba ser la Colombia de finales de los años cincuenta del siglo XX, quemando literalmente al escritor y su obra. Quemándolos como símbolo de lo establecido, en una muestra de odio y de rebeldía, justos para estos nuevos iconoclastas, pero que era simplemente un blanco cómodo e imperioso para sus necesidades de escándalo.
Muchos lo han dicho y acá recojo su eco, de que el bachillerato colombiano fomenta la aversión por la literatura. Así no es difícil imaginar que Jorge Isaacs fue un apolillado viejo del siglo diecinueve culpable de nuestro atraso y fanatismo y de la languidez del país. Señalaba Estanislao Zuleta que “en el bachillerato no solamente se enseña mal y se pierde mucho tiempo, sino que el problema es peor. La filosofía del bachillerato no solamente es una cosa mal enseñada, sino que produce una vacuna contra la filosofía y contra la literatura. Con respecto a los libros creo que son un útil de trabajo y de disfrute. Pero precisamente, lo primero que nos enseña la escuela nuestra, es a separar el disfrute del trabajo, y el disfrute del saber. Existe el tiempo de la clase que es el tiempo obligatorio y aburrido y el tiempo del recreo. Cuando se entra a una escuela no solamente se aprenden las vocales, sino que se aprende que estudiar es lo contrario de gozar, de jugar, de disfrutar, de estar contento. ¡Eso es más grave que nada! Uno debe tener la lectura como una fiesta al mismo tiempo que como un trabajo; leer es algo que está lleno de sospechas, de inquietudes, de angustias, pero también es una fiesta”. Coincidiendo con este señalamiento, alguna vez García Márquez diría que si hubiera sabido que Cien años de soledad se iba a volver una tarea de bachillerato, en vez de escribir el libro habría escrito de una vez el resumen para los alumnos. Sería más rico y más feliz…
Por mi parte, creo que la pereza, la desidia nuestra, de un lado, y la historiografía predominante en el país desde la época de la Regeneración, se han encargado de esta mitología sobre nuestro autor. Como los liberales radicales de su época, Isaacs fue un derrotado de la Constitución del 86. Después de ser unos de los hombres más importantes de la segunda mitad del siglo XIX, Isaacs pasó a ser un hombre anónimo y resentido, que solo había tenido la virtud de haber escrito una novela rosa. Como un hombre de trabajo, que siempre lo fue, su vida se esfumó en los meandros de la envidia y la polarización bipartidista; en las escuelas y colegios del país solo quedó la imagen de un hombre que había escrito una novelita idílica, una novelita de amor.
¿Dónde se incubó aquella lectura religiosa y bucólica de María, que en los últimos ciento cincuenta años ha formado a millones de colombianos? ¿De dónde proviene el hecho de que después de tener a un hombre en la cima de la gloria, al día siguiente, cuando es derrotado el proyecto federal, se le condene al limbo? La suerte de Isaacs después de su muerte fue igual a la que vivieron muchos liberales radicales, que junto a él, combatieron el dogmatismo, la influencia de la iglesia católica y lucharon por un país federal unido. La diferencia fue que mientras unos eran recluidos en las mazmorras de Cartagena de Indias y Panamá, o presionados a tomar el camino del exilio, como le aconteció al Indio Uribe, a José María Vargas Vila, a Diógenes Arrieta, a César Conto y a otros escritores panfletarios de la época, Isaacs fue reducido a una lectura melodramática y mistificadora, que de verdad, esa sí, dan ganas de llorar. Su destierro fue interior.
Los diferentes ministerios de educación de estos siglos, a través de los manuales de literatura colombiana y de sus profesores, son los encargados de divulgar esta visión. De esta manera, Isaacs, quien fuera un liberal radical, anticlerical, un guerrero, un descubridor de riquezas minerales, quedó en la penumbra, y pero a la vez, era rescatado para el establecimiento, como un autor romántico. A veces, sin desearlo, los amigos se convierten en grandes detractores. Con una crítica religiosa de pañuelo y alcanfor, como la que escribió uno de sus biógrafos, Luciano Rivera y Garrido desde Buga, la Regeneración en Colombia se ahorró muchos dolores de cabeza respecto al beligerante Isaacs, que como buen romántico, siempre fue hasta las últimas consecuencias.
Isaacs, el radical. El relato detallado de una de sus aventuras políticas y militares, esta vez en Antioquia, está compendiado en este libro. Aquí, por lo pronto, un esbozo de su recorrido vital y unas líneas sobre el contexto político e histórico en que se incrusta lo que el propio Isaacs llamó la revolución radical en Antioquia.
Volcado en la borrasca de las guerras civiles de nuestro del siglo XIX, este judío de ancestros ingleses, padecerá derrotas irreparables que lo harán vagar entre sombras buscando algo que, como nos ocurre a casi todos, nunca pudo encontrar. Hacia el final de sus 58 años de existencia, revelará patéticamente su fracaso: Hace cinco meses que no tengo con qué pagar los alimentos del hotel donde vivo… hace tres semanas que no puedo pagar el lavado de la ropa… ni tengo dinero para fumar… ¿En qué tierra estoy, pues? ¿Quién soy, sino el que hace 30 años trabajaba honradamente para vivir con pobreza, pero honrando al país y procurando enriquecerlo? Todo esto podría volverlo a uno malo, si no hubiera nacido bueno y fuerte. Todo esto podría llenarle de ira el alma, de ira fatal….
Miguel Antonio Caro, el más integral escolástico de la historia nacional, quien años atrás, en 1867, había corregido las pruebas tipográficas de la primera edición de María y lo protegió en sus primeros años en Bogotá, soltaría esta diatriba contra nuestro autor: ”Isaacs, hombre de naturaleza vigorosa y activa, ha sido comerciante, periodista conservador por los años 1868-69, representante de la misma calificación política, radical y Cónsul en Chile poco después, desgraciado empresario agrícola a su regreso al Cauca, militar, personaje revolucionario en Antioquia en 1879, explorador científico en el Magdalena… revolucionario luego y ahora contratista del mismo gobierno para explotar las carboneras de la Guajira. Malo es salir un hombre de su esfera, porque se expone a no hallar reposo, ni llegar a ninguna parte. No censuraríamos a Isaacs sus mudanzas políticas, si no se hubiese empeñado al mismo tiempo, en hacer gala de incredulidad y de odio al clero… y esto es lo que no han perdonado las musas, porque poeta materialista es una antinomia, un imposible”.
Cierto. Luchó bravamente contra la desadaptación y esta fue el principio de todos sus fracasos. Procedía sobre bases ilusorias, sobrado de confianza en sus propias fuerzas y en su capacidad de sacrificio, nunca contó con los factores objetivos que destruían inexorablemente sus proyectos. Como afirmó Cornelio Hispano: tuvo el sentimiento trágico y estético de la vida. La vio como un espectáculo emocionante y la sufrió como un drama.
Así, cuando se proclamó Jefe Civil y Militar del Estado Soberano de Antioquia en enero de 1880, ante una veintena de desprovistos guerreros que era todo su ejército, no tuvo dificultad en arengar: “Si los traidores a la causa liberal cometieran la insensatez de provocarnos a lucha en el Estado de Antioquia, terrible escarmiento tendrían, i sí para la salvación de esa causa se hace necesario un Atila, héle aquí: ese Atila se tendrá”. Cuarenta y dos días después disuelve sus escasas tropas para evitar que los liberales se maten entre sí. Decía el historiador inglés Malcolm Deas que en el siglo XIX se puede fabricar una revolución con muy poca gente. No es cierto que esas guerras representaran levantamientos de masas. Gaitán Obeso empezó con dos amigos en Bogotá en 1884… Son grupos pequeños y, a veces, ridículamente mal armados y preparados…, como en este caso de Isaacs.
Así era él. Romántico. Radical y romántico. Perdedor y romántico. La cuartelada de Isaacs, la bautizó en su momento Tomás Carrasquilla en una obra menor ambientada en ese instante histórico y agregaba en una lucha que no estaba restringida a las amenidades de la milicia armada, pues grandes cantidades de tinta se empleaban en la defensa de las causas. No era su primera tentativa guerrera. Joven se alistó en los ejércitos que combatieron las dictaduras de Mosquera y de Melo. En 1876 toma parte en contra de los conservadores. Momento de la historia nacional especialmente digno de atención y de memoria por haberse señalado con el choque violento de las creencias, exacerbadas por el clero, contra las opiniones de los hombres imbuidos en la necesidad de analizarlo todo, que mostraban en la otra banda, derroteros a las inteligencias capaces de entenderlos. Carrasquilla captaría magistralmente este ambiente de fanatismo y de farsa en El Padre Casafús y en el final de Hace Tiempos.
También Juan de Dios Uribe, El Indio, recogería esos instantes en una soberbia pieza literaria: “Al otro día de la batalla de Los Chancos, en un sitio entre Tuluá y Buga, el 31 de agosto de 1876, vi a Jorge Isaacs, de pie, a la entrada de una barraca de campaña. Pasaban las camillas de los heridos, las barbacoas de guadua con los muertos, grupos de mujeres en busca de sus deudos, jinetes a escape, compañías de batallón a los relevos, un ayudante, un general, los médicos con el cuchillo en las manos y los practicantes con la jofaina y las vendas. Trujillo que marcha al sur. Conto que regresa a Buga. David Peña a caballo con su blusa colorada, como un jeque árabe que ha perdido el jaique y el turbante… el mundo de gente ansiosa, fatigada y febril, que se agolpa, se baraja, y se confunde después de un triunfo. El sol hacía tremer las colinas, la hierba estaba arada por el rayo, el cielo incendiado por ese mediodía de septiembre y por sobre el olor de la pólvora y los cartuchos quemados, llegaba un gran sollozo, una larga queja de los mil heridos que se desangraban en aquella zona abrasada, bajo aquel sol que resollaba la tierra. Isaacs reemplazó el día antes a Vinagre Neira a la cabeza del batallón Zapadores, y como su primo hermano César Conto, estuvo donde la muerte daba sus mejores golpes. Yo lo vi al otro día en la puerta de la barraca, silencioso entre el ruido de la guerra, los labios apretados, el bigote espeso, la frente alta, la melena entrecana, como el rescoldo de la hoguera y con un rostro bronceado por el sol de agosto y por la refriega me parecieron sus ojos negros y chispeantes como las bocas de dos fusiles”.
Baldomero Sanín Cano comparaba esta narración con las impresiones de Stendhal y de Tolstoi de las batallas de Waterloo y Borodino en La Cartuja de Parma y en Guerra y Paz, porque tenían la originalidad de sugerir, en un panorama de alegría y felicitaciones, el ambiente caldeado de la batalla ocurrida el día anterior y la magnitud de las ideas que allí se vieron a sometidas a tremenda prueba.
El mismo Indio Uribe da cuenta del ambiente que se vivía. Era estudiante de la Normal de Popayán. Isaacs oficiaba de superintendente de Educación del Estado del Cauca: “Cuando atravesaba los claustros envuelto en la capa, sin mirar a nadie, los estudiantes cerrábamos los libros para contemplarlo lleno de respeto. Él imponía, por otra parte, ese respeto. Felices, orgullosos y entusiastas, al pensar que el célebre escritor venía del lado de César Conto, de la redacción de El Programa liberal, de dar un asalto a los fanáticos, por nosotros, por los normalistas, que estábamos en el nido de la serpiente, a quienes cada día nos gritaba la manada religiosa en las puertas, en las calles, con aullidos de fiera hambrienta ¡Mueran los masones! ¡Mueran los herejes! Con ese estribillo de la época que despedazaba los gaznates de hombres y mujeres ¡Santo Dios! !Santo Dios!”
Cuándo la lucha se dio, los insurrectos atacaron trincheras al grito de ¡Viva la religión! Uno de los batallones conservadores se llamaba Pío IX y en la mencionada batalla de Los Chancos, un lugar entre Buga y Tuluá en el Valle del Cauca, multitudes fanatizadas, principalmente venidas de Antioquia, se lanzaron al combate electrizadas por un Mesías criollo, que se decía encarnación de Jesucristo y que fue descrito por Tomás Carrasquilla así: ”Llevaba luenga barba y cabellera de rubio casi blanco… alba era su túnica hasta el suelo y más parece mortaja que traje de viviente, calza sandalias franciscanas. Llega a los pueblos, se desmonta en el atrio de la iglesia y de rodillas entona un rezo desconocido, las gentes los rodean, les dice el estribillo e indica la contestación ¡Si alguno sabe que hay Dios y su poder es inmenso! Y el coro: ¡Alabado sea el santísimo Sacramento! Unos lo llaman El desconocido, otros Midios”.Contra ese fanatismo se levantó Isaacs.
Es un hecho histórico que los conservadores manipulaban y utilizaban a la iglesia católica hasta donde les era posible y en algunos elementos de la iglesia existía un antiliberalismo extremo. Esto se percibe en las cartas pastorales que los obispos escribían en la época sobre cómo tratar a los liberales en el confesionario, cómo definir el grado de liberalismo que el penitente estaba padeciendo y qué tipo de penas se debían implantar. Un ambiente que se prolongó por décadas. A principios del siglo XX el general Uribe Uribe debió escribir un folleto titulado De cómo el liberalismo colombiano no es pecado, y que al parecer sirvió muy poco ya que años después en Santa Rosa de Osos, el obispo Miguel Angel Builes consideraba al liberalismo como algo peor.
Defendiendo una opinión contraria a la comúnmente aceptada y quizá con el deseo de recuperar para el liberalismo la figura de Jorge Isaacs, Germán Arciniegas escribió que “no hay que pensar que el radicalismo le hubiera nacido a Isaacs tardíamente, que fuera una veleidad de jugador político. Aunque no lo parezca, María es ya una novela radical y en la obra de los primeros años no hay nada contrario a lo que fue su vida de luchador radical. Se formó dentro de la más ardiente escuela radical, cuando, de 15 años le tocó seguir de cerca la presidencia de José Hilario López, con la expulsión de los jesuitas, la libertad de los esclavos, y la supresión del fuero eclesiástico, y lo que se ve con el tiempo es el reventar, en su vida, de aquellas semillas que cayeron en su mente juvenil”.
No pensaba igual Miguel Antonio Caro que con ira santa y benevolencia cristiana decía en 1884 que “el que hace la guerra a la religión es enemigo de la patria. Por eso, Isaacs debe comprender que es tan sincero el horror que nos inspiran sus conceptos darwinianos, como son sinceros nuestros votos porque él, para gloria suya, para honra de la patria y regocijo de quienes hemos sido sus amigos, vuelva sobre sus pasos y los enderece por el camino de la verdad”: Poco antes de morir en Ibagué en 1895, Isaacs diría al sacerdote católico que lo atendió: “Creo en Jesucristo y en su divinidad, soy de su raza y confío en su misericordia infinita”. Aunque pocos años antes hacía suya la consigna de los publicistas radicales: Todos los que hablan en nombre de Dios, intentan algo contra mi libertad o contra mi bolsillo.
Como hombre público su mayor interés siempre estuvo en el mejoramiento de las condiciones de vida de los campesinos, los artesanos, los negros y los indígenas. Fundó colegios y estableció las primeras escuelas nocturnas para obreros, cumpliendo con los postulados del radicalismo liberal. Abrió escuelas de adultos, de agricultura, maestranza para tejidos y fabricación de sombreros y escuelas ambulantes en aldeas y caseríos. Luego de la guerra de 1876 diría que el odio implacable del ultramontanismo a la educación popular, a la ilustración de las clases pobres, combatió en otro tiempo nuestro trabajo, valiéndose de las prédicas ciertos sacerdotes católicos y abusando de la ignorancia y sumisión de algunos pueblos.
Defendería a los indígenas del Cauca, aún hoy perseguidos. Diría en debates en el Senado que el partido liberal, libertador en toda la nación de los esclavos de origen africano hace también libres a las gentes de raza indígena. Proceder de otra manera, tolerar por más tiempo la presión feudal de que ha sido víctima esa raza, sería imperdonable, desdoroso para la república. Isaacs no recogió sus cantos y sus penas, sino que los defendió con la palabra, la pluma y el fusil.
Varios años después, en 1879, cuando se preparaba para dar el golpe de mano en el Estado Soberano de Antioquia, escribió en un editorial de su periódico La Nueva Era, editado en Medellín que “no intente el conservatismo, que no insista en recuperar aquí su dominación anacrónica y absurda, que no pretenda hacer de Dios un aliado para la satisfacción de ridículos orgullos y viles avaricias, porque si tal hiciera, si tal locura lo cegara otra vez, las espadas liberales, sí, esas espadas, léase bien, serán azotes implacables sobre los contumaces rebeldes, y nada, nada bajo el sol podría detener la justa cólera de los siervos de ayer, víctimas del feudalismo ultramontano hasta ayer, y libres y victoriosos hoy”.
Cuando se hacían sentir ya los estragos de la Regeneración y se consumaba la agonía del radicalismo, cuando en su decadencia no era ya un movimiento popular sino más bien una especie de rosca, Isaacs se convirtió en partidario de un movimiento contra ambos excesos, apoyando al general Marceliano Vélez, jefe de los conservadores históricos en Antioquia.
Esta conversión no fue muy del agrado de sus antiguos compañeros. El Indio Uribe le escribió a Nito Restrepo sobre los conversos de última hora:”Hay quienes tiemblan de su historia de ayer, como las mujeres de mala vida cuando han mejorado su posición, si se refieren crónicas escabrosas de antaño. Otros tratan de que se les perdone el imaginario delito de haber pensado bien… otros, muñecos, buenos para decir papá y mamá apretándoles la barriga, imitan servilmente lo que oyen, y resuelven que no hay cuestión religiosa, aunque nos abrume el despotismo en nombre de los intereses católicos, y que debe dejarse en paz a los clérigos, aunque sean los más calificados instrumentos de la servidumbre. Muy avanzada está la noche, pero, por lo mismo está cerca el amanecer, muy poderosos ha sido el esfuerzo de la reacción y ello indica que está cerca el agotamiento del mal. No podrá creer jamás que se hayan perdido todas las enseñanzas de los maestros, no hay noticias de un desastre tan grande, por mucho que descienda un pueblo”. Lo cierto es que así sucedió.
En 1868, Isaacs redacta con Sergio Arboleda La república, comandando el grupo conservador que impulsaba la candidatura de Pedro Justo Berrío. Dice “en esa época, creía aún posible poner de todo en todo al grupo avanzado del conservatismo al servicio de la república democrática. Tuve el doloroso desengaño y empecé a ser víctima de la demagogia ultramontana y de la oligarquía conservadora. Se me había educado republicano y resulté ser soldado insurgente en las filas del conservatismo. Ahora puedo explicarme eso satisfactoriamente”.
Años después, contemporizando con su odiado Núñez, al que trató de asesino y sanguinario, Isaacs no acompañaría a sus antiguos amigos radicales al fragor y al fracaso de La Humareda ni al aniquilamiento siguiente, que restó la luz para la larga noche de la Regeneración. Por esos años esperaba que Núñez le ofreciera algún cargo oficial: Lo nombró embajador en Argentina, pero la guerra civil de 1885 le impidió asumir el cargo. Esa era su mayor ambición.
En 1881, dedicándole su libro de poemas titulado Saulo al presidente argentino Julio Roca, Isaacs testamentó: si al fin llega el ya temido y acaso inevitable día en que el suelo colombiano les niegue hasta una fosa a mis cenizas, mis huesos se estremecerían de orgullo al tocarlos la tierra que cubre los de Belgrano y Rivadavia. Pero no conocería Buenos Aires, donde alguna vez su obra paralizaría una sesión del consejo de Ministros del presidente Avellaneda, pero sus cenizas si las destinó de variadas formas: Ciertos hombres debían convencerme más y más de que ni hogar ni tumba podré tener en el Valle del Cauca en que nací. Dos años antes de morir terminó su imaginario peregrinaje mortal. Sí en Ibagué me dan tumba prestada, que pronto envíe Antioquia por mis huesos, a ella pertenecen, que los sepulten en el valle de Medellín o cerca de la tumba de Córdoba.
¿Por qué ese desengaño de su tierra natal? Nunca armonizó con sus paisanos. Desde 1875 abandonaría Cali y sólo estaría de nuevo de paso. Su quiebra en la hacienda Guayabonegro, historia que recogió en un texto que llamó A mis amigos y a los comerciantes del Cauca, lo desterrarían para siempre. Mario Carvajal diría que sus paisanos tocados de la incurable ceguedad espiritual de nuestras gentes, no alcanzaron a ver en él sino las tristezas cotidianas, la arcilla claudicante, el fardo de miserias que todos y cada uno, fatalmente, llevamos con nosotros.
Sus relaciones con Antioquia tuvieron otro signo. En 1860 llegó con los ejércitos que combatía a Tomás Cipriano de Mosquera. Permanece un año. Escribe varios poemas a esta tierra, recorre en mula parte del territorio. Va a Sonsón a conocer a Gregorio Gutiérrez González. Compone Río Moro, que leería en la famosa velada literaria de El Mosaico, comienzo de su gloria literaria. Sería presidente de facto del Estado y compuso La Tierra de Córdoba, apología de la raza, donde defendió el origen judío del pueblo antioqueño. En fin, legó sus restos.
Antonio José Restrepo, Ñito, ocasional adversario suyo durante su incursión militar de 1880, lo recuerda tiempo después: “Yo fui amigo de Jorge. Pude apreciar cuanto valía por su carácter y talento. María nos dominó, nos sedujo y en Antioquia más que afuera. Allí conocían a su joven y apuesto autor, de quien se sabía que amaba esa tierra con fervor de consanguíneo. Su nombre extraño de judío, que él reclamaba ante todo y sobre todo, le despertaba afinidades secretas en todas partes. Cantaba a las campesinas antioqueñas con una coquetería de salón que no se asemejaba al dejo sencillo de Gregorio y de Epifanio y una vez que pasó por Sonsón y se internó en los brandales del páramo, sacó su lira de poeta, el mejor y el más alto son que haya dado jamás, jugando con las rimas; esa vez cantó Río Moro e inmortalizó para siempre el modesto y escondido afluente del Sábana y La Miel, cuyas aguas Isaacs y muy contados hemos bebido. A Antioquia le consagró su último canto de cisne moribundo, La Tierra de Córdoba. Y La Biblia, que para Isaacs era un manual casero, un libro que le contaba la historia y las hazañas de los de su familia y su solar, fue para nosotros los antioqueños un punto de comparación, una piedra de toque donde aquilatamos nuestro entusiasmo por la prometida de Efraín”.
Y María, elegía y paroxismo del paisaje de su valle natal, testimonia en muchas líneas el auge de la colonización antioqueña hacia el sur y el cariño que Efraín sentía por esos colonos: “Mis comidas en casa de José no eran como las que describí en otra ocasión: Yo hacía en ellas parte de la familia y sin aparatos de mesa, salvo el único cubierto con el que se me prefería siempre, recibía mi ración de mazamorra, leche y gamuza sentado ni más ni menos que José y Braulio, en un banquillo de raíz de guadua. No sin dificultad los obligué a tratarme así. Viajero después por las montañas del país de José, he visto a puestas del sol, llegar labradores alegres a la cabaña donde me daban hospitalidad…”.
Tiburcio, el otro colono antioqueño amigo de Efraín, entretenía su camino cantando por instinto sus penas a la soledad:
Al tiempo le pido tiempo
Y el tiempo, tiempo me da
Y el tiempo me dice
Que él me desengañará.
Buscador insaciable de riqueza, peregrino impenitente por todo el país explorando minerales, Isaacs descubriría petróleo y carbón. En 1857 había hallado yacimientos de hulla y otros metales en Urabá. Le dice a su amigo Adriano Páez: Vea de dónde le escribo: no es ya de las pampas guajiras, es del fondo de este golfo, salvaje aún, casi lo mismo que lo dejaron Bastidas, Ojeda, Enciso. Cumplo la consigna que usted me dio en 1864: amar y laborar.
Pero, no todo marchó bien para Isaacs en Antioquia. Conocidos libelistas y periodistas como Camilo Antonio Echeverri, El Tuerto, y Fidel Cano lo hostigaron. Echeverri escribió: A mí nadie me ha tratado mal, es decir, grosera y bajamente, sino Jorge Isaacs. Elevado por una chusma al rango de jefe de esa zambra hebreo-morisco-beduina a la que él mismo dio el pomposo nombre de Revolución radical en Antioquia. Fidel Cano, más tarde fundador del periódico El Espectador, le dedicó muchos artículos y anónimos y durante la jefatura militar, publicó un periódico clandestino llamado El Látigo, del cual se resintió fuertemente Isaacs.
Éste replicaría: “se nos llama extraños, huéspedes intrusos en el propio suelo de Colombia; hay hombres que nos quisieran expulsar de él, como si nuestra existencia dañara sus sembrados, como sí en nuestra pobre existencia necesitáramos de su oro, como sí el pan de sus mesas hubiéramos probado, como sí nuestra voz pudiese levantar en marejadas rabiosas sobre ellos a los hijos de la miseria y del dolor. Se nos llama huésped desagradecido. En el Estado del Cauca habitan más de 40 mil hijos de Antioquia y los protege el partido liberal del Cauca. Allá no es tacha ni delito ser nacido en Antioquia”.
Pero, ¿a qué tierra vino el novelista a soltar su verbo radical? Baldomero Sanín Cano recordaba que la prensa de la capital no era conocida sino de una o dos personas suscritas a El Diario de Cundinamarca. Ejemplares de libros publicados en Bogotá solían llegar a personas favorecidas por el destino. Recuerdo que María de Isaacs, en un solo ejemplar, pasaba de casa en casa, bañado en lágrimas del vecindario.
Vuelve a Medellín en 1879, luego de hacer estremecer el Congreso con sus discursos contra la anunciada Regeneración de Núñez y Caro. Asistió al lanzamiento del lema que marcó ese tramo de la historia nacional Regeneración administrativa fundamental o catástrofe. Y con su verbo contribuyó a que el general Julián Trujillo clausurara el Congreso. Llega a dirigir La Nueva Era. Órgano del lánguido radicalismo antioqueño en el poder con el general Rengifo. En la disputa con Fidel Cano, escribió que desde esa tribuna luchará por la República hasta que el liberalismo lo releve: descenderemos de ella con honor, vivos o muertos. En sus memorias, Mariano Ospina Rodríguez señala el poco ascendiente que tenía Isaacs sobre la población: no sabían ni pronunciar su apellido.
La capital del Estado, Medellín, no pasaba de los 30 mil habitantes: “Funcionaban tres bancos: el de Antioquia, el de Restrepo y el de Botero Arango, cuatro malos hoteles atendían a los pocos parroquianos que visitaban esta tierra. Sus diversas actividades de entonces se limitaban a siete carpinterías, cinco sastrerías, seis boticas, cuatro peluquerías, seis cantinas, dos fotografías, tres imprentas, dos casas de baños públicos, siete zapaterías y una litografía. Existían 52 casas de dos pisos y una de tres pisos, catorce consultorios médicos, tres fábricas de mala cerveza, una casa de locos, cuatro herrerías y un hospital de caridad”, según la prolija y exhaustiva enumeración de Lisandro Ochoa en Cosas viejas de la Villa de la Candelaria. A este desierto llegó Isaacs a lanzar sus consignas anticlericales y de liberación social. Radical y romántico.
Emiro Kastos, el gran escritor, quien al final de su vida daría techo y alimentación al novelista y su familia para que no muriera de hambre en Ibagué, pintó el panorama espiritual de la ciudad en ese momento: “Las mujeres como siempre encerradas en sus casas, vegetando sin sociedad y sin placeres, los hombres reuniéndose en las mismas partes, conversando de las mismas cosas, los jóvenes buscando en los vicios las emociones que les niega la monotonía social… y los viejos corriendo tras los pesos y economizando como si la vida durara mil años… así, es muy difícil conservar imaginación y entusiasmo, casi imposible tener talento… la vida en Medellín no merece la pena de ser vivida… las gentes no se sienten ligadas por ningún lazo de afecto y simpatía. Todo lo enfría el egoísmo y una codicia desenfrenada hace que la sociedad sea allí un estado de guerra permanente… no puede concebirse que haya tantos hombres juntos llevando una vida tan estúpida”. No parece que hayamos progresado mucho desde esos tiempos heroicos.
Se toma a Rionegro, arriba victorioso a Medellín en los primeros días de febrero de 1880. Ha derrocado a Pedro Restrepo Uribe, a quien sindica de traidor al radicalismo y de nuñista. Curiosamente, cuando Isaacs alterna tiempo después en el palacio presidencial con la esposa de Núñez, doña Soledad Román, Restrepo Uribe está peleando contra el gobierno de la Regeneración. El ejército de la Unión envía refuerzos para restaurar el gobierno legítimo y nuestro poeta entrega las armas para que no se produzcan enfrentamientos entre copartidarios.
El jefe conservador Carlos Martínez Silva resumió la aventura: “a pesar de todo, nosotros creemos que el señor Isaacs no combatirá. La posición suya, convertido de la noche a la mañana de poeta y novelista en general, es desesperada… comprendiendo su impotencia para luchar con probabilidades de éxito, celebrará una capitulación honrosa, en la cual sacarán libres los revolucionarios sus espadas y sus equipajes. Y este será el resultado menos malo de esa torpe y criminal revolución, pues se ahorrarían así muchas vidas humanas y no tendremos que deplorar la muerte de Isaacs, que ha ofrecido dejar su cadáver en el campo de batalla. Sería una lástima que el poeta-general fuera quedar tendido, atravesado por una bala cuyo cartucho estaría quizá hecho con una de las páginas de María. Esta sería una muerte romántica pero… estaría mejor que fuera Efraín el muerto y no Isaacs, para que éste nos hiciera después llorar en otra novela, el trágico fin del amante de María”.
Vuelve a Bogotá para que el congreso en pleno, con el voto de los radicales, sus amigos, lo despojara de su investidura parlamentaria. Nunca regresaría a la política. Anota Mario Carvajal: Estaba destinado a trabajar para los siglos y la mano de hierro de la necesidad lo puso a trabajar para el día que pasa. Y cuando quieren descalificarlo le gritan ¡Judío! ¡Novelista! Dirá: Siempre ese libro en boca de quienes quieren dañarme ¿Qué es eso? Si fue un delito escribirlo, ¿así cómo ellos lo quieren, debo purgarlo? Y uno de los rasgos de su personalidad era la ausencia de odios personales. Enrique Alvarez Bonilla le dice una vez “noto que usted no conserva remordimientos”. – Para qué nos hemos de odiar los hombres. La vida es tan corta”, respondió.
En agosto de 1884 confiesa su derrota definitiva: Fría y larga noche de invierno es la vejez e infortunios de la patria me han entristecido. Afortunados los que pueden reír. En su desespero pedirá al mexicano Justo Sierra que lo nombre cónsul de aquel país, soñara con minas, se quejará ingenuamente de los editores, lamentará su suerte. Alfonso Reyes comentaría:”Pocas figuras más representativas en la literatura americana que Isaacs. Toma la pluma y al punto se le saltan las lágrimas. Y cunde por América y España el dulce contagio sensitivo, el gran consuelo de llorar. El romántico caballero judío, está hecho, afortunadamente, para despistar cierta tendencia a sustituir la crítica literaria con artimañas sociológicas, tendencia según la cual este creador de la novela de lágrimas debería ser indio por los cuatro costados. Veo al trasluz todos los dolores de mi América, y algo mío, que no acierto a formular, se agita y se despierta en mí, algo como recuerdo o amenaza. Tal vez sea el contagio de las lágrimas. Justo Sierra no pudo hacerlo cónsul, ¿Lograría ayudarlo de algún modo? ¿Cuándo aprenderemos a dar a los hombres lo que es suyo? Pero ya lo entiendo lo propio de Isaacs eran las lágrimas”.
Está enfermo de muerte en Ibagué. Dice: “Hay horas que me figuro que descanso y me mortifico para una gran jornada, acaso sea para la de más allá de la tumba. La ambición viene una noche a turbar el sueño tranquilo que disfrutábamos en el hogar paterno y deslumbrados y ciegos e insensatos, huimos de la campiña y de los bosques y del río persiguiendo una quimera en alcance de una sombra, y cansados y solos, con el remordimiento en el alma, lloramos después sobre las rocas de playas extranjeras los días de felicidad perdida, y buscamos en vano un rostro amigo y ya no se levantarán en nuestro horizonte las palmeras y techumbres del hogar paterno. Sólo la paz del alma, los apacibles y dulcemente monótonos placeres de la vida de familia, el afecto de corazones honrados dan el bien que hace llevadero el dolor y la fatiga en la jornada de la existencia”.
Viene de enterrar a su gran amigo Emiro Kastos. Escribe un poema a la muerte de Elvira Silva: El único que puede escribir un poema a su memoria es Jorge, dirá su gran amigo, José Asunción. La carta de agradecimiento de Silva es de infinita amargura y un anuncio de cómo y por qué se suicidará. Isaacs le responde :”Lo que me dice en su carta del dolor que lo tortura, los recuerdos que evoca y acaricia para matarse, su ternura por la muerta adorada y casi divina, me quebranta el corazón”. Silva le envía el retrato de Elvira y los pañuelos que usó en horas felices, fragantes aún con el perfume de sus manos. Siempre se ha hablado del encadenamiento mágica de las obras de ambos autores. A veces hay hasta el mismo ritmo en la prosa de Isaacs y en los versos de Silva. Hasta el sino de su incapacidad en los negocios, de sus quiebras, de sus ruinas, los junta como dos sombras. Muere Elvira, la musa de Nocturno, y la sombra iba sola por la estepa solitaria. Muere María, y en la última página de la novela, Efraín sale del cementerio y se aleja solo por en medio de la pampa solitaria.
Muere el 17 de abril de 1895. Como un epitafio Mario Carvajal escribió: “Nunca has sido más grande, oh soñador, que en este penoso atardecer. Porque nunca has estado más abandonado que ahora de los hombres. Antes bullía el ruido en torno tuyo: la lucha en todos los campos de contienda. Ahora esos mismos hombres que aprendieron a olvidarte mientras te batías en el desierto, te dejan hundido en el silencio de tu postrera soledad: Sólo has vivido siempre. Mas tu otra soledad era de luz y estruendo… nada le falta a tu grandeza ni escasez, ni abandono ni ostracismo”.
Carlos Bueno Osorio. Cementerio de San Pedro, Medellín. 2019.
El 14 de enero de 1905, cumpliendo su última voluntad, se depositan sus restos en el cementerio de San Pedro en Medellín, en la cripta que sirve de base al monumento, obra del escultor Marco Tobón Mejía. Un desfile apoteósico lo acompaña hasta allá. Las carrozas alegóricas fueron diseñadas por Tomás Carrasquilla. Pocos la visitan. Atrás unas palabras suyas: “¿Yo de Antioquia el poeta grande y querido? Yo, y no tener siquiera tener diez años de vida, de tarea futura para ganarle al titán glorioso algunas hojas del laurel tentador que se muestra. Casi es una crueldad mostrarlo a mis ojos como una constelación refulgente en lo azul, tan alto sobre las cimas en cuyos flancos dejé sangre de mis plantas”.
Medellín.1905. Carroza con los restos de Isaacs diseñada por Tomás Casquilla.
Muchos años después, en 1952, la Gobernación del Valle del Cauca compraría la casa y los terrenos de la hacienda de La Sierra, hoy llamada El Paraíso, supuesto espacio de la novela: único pleito de tierras que ganó en su vida… y con su muerte.
El romántico, decía Herman Hesse, no debe simplemente suicidarse, según la recomendación de Goethe, sino que debe hacerle fuerza al cuchillo en el corazón. Lo decía al terminar la primera guerra mundial en una nostálgica narración por haber perdido su navaja de cachas de carey. Tal vez Isaacs sea en estos tiempos tan vindicable como esa navaja.
Ya sabemos que nuestras llamadas guerras civiles fueron frecuentes en el siglo XIX, el primer siglo de vida independiente de España. Enfrentaron usualmente al gobierno con el partido de oposición, liberal o conservador, y siguieron las normas usuales de la guerra entre ejércitos regulares: los civiles quedaban sujetos a reclutamiento y empréstitos forzados, pero estaban protegidos en términos generales por las normas convencionales del derecho de gentes. Los mismos combatientes, en la mayoría de los casos, fueron tratados como rebeldes, y al final de la guerra los prisioneros se liberaban o se beneficiaban con una amnistía. El fusilamiento de prisioneros se consideró, cuando ocurrió, como una señal de barbarie que no podía admitirse: el fusilamiento de Barreiro por Santander y la orden de Tomás Cipriano de Mosquera de ejecutar varios revolucionarios en 1842 se recordaron durante todo el resto del siglo como muestras de arbitrariedad y crueldad.
Los gobiernos constituidos sólo perdieron una guerra nacional, la que permitió en 1861 el triunfo de Tomás Cipriano de Mosquera y el establecimiento de un régimen federal de orientación liberal radical. La Constitución de 1863 convirtió el derecho de gentes en parte del orden legal explícito: el artículo 91 señaló que en caso de guerra civil regiría el derecho de gentes entre los combatientes, y que estos podrían dar término a la guerra mediante tratados entre los beligerantes.
Un buen ejemplo de tratado para concluir una situación de guerra civil o rebelión dentro del marco de esta Constitución fue el firmado en 1880 entre Pedro Restrepo Uribe, presidente del Estado de Antioquia, y el jefe revolucionario Jorge Isaacs. Sus entretelones son recordados puntillosamente por el escritor en el recuento que tiene el lector en sus manos.
El contexto histórico de esta guerra, cuyos pormenores nos trae Isaacs, puede condensarse en pocas líneas. En 1877, como resultado de una guerra civil nacional, los conservadores perdieron el poder en Antioquia, que quedó bajo el mando de un liberal radical, el general caucano Tomás Rengifo, en remplazo del presidente titular, el también general Julián Trujillo, quien recibió licencia mientras ejercía la presidencia de los Estados Unidos de Colombia. Las divergencias entre liberales cuando ya se esbozaba la evolución de Rafael Núñez y sus seguidores hacia una transacción con la Iglesia y los conservadores, fueron muy fuertes en Antioquia, donde los liberales locales eran de dudosa lealtad hacia el radicalismo o miraban con recelo a los caucanos que habían venido a ayudarles.
En enero de 1880, Tomás Rengifo, contra el cual se habían coligado la mayoría de los liberales antioqueños, se retiró del mando, y dejó como remplazo a Pedro Restrepo Uribe, un comerciante que en opinión de los amigos de Rengifo, encabezados por Jorge Isaacs, e interesados en detener la elección presidencial de Núñez, no era de fiar, y quería gobernar con los hijos de Antioquia. Isaacs se rebeló, con el apoyo de Ricardo Gaitán Obeso y otros oficiales no antioqueños, y después de declararse el 28 de enero Jefe civil y militar y el 1 de febrero, Presidente provisional del Estado de Antioquia, aplastó toda resistencia y apresó al presidente Restrepo Uribe.
El breve mando de Isaacs tuvo varios incidentes, como el incendio de la casa del potentado Coriolano Amador, quien se encontraba preso y fue liberado bajo palabra para enfrentar la calamidad, pero aprovechó para fugarse. Entre las víctimas de la revuelta estuvo el general Antonio Acosta, quien murió en Jericó defendiendo el gobierno de Restrepo, y cuyos amores se narran en la novela de María Cristina Restrepo De una vez y para siempre publicado por la editorial de la Universidad de Antioquia en Medellín en el año 2000.
El gobierno nacional, encabezado por el ya independiente Julián Trujillo, empeñado en que Núñez ganara la presidencia, decidió enviar su ejército para defender al gobierno local: esto, aunque contrario a las normas constitucionales que ordenaban al gobierno nacional permanecer neutral en caso de revueltas locales, tenía bastantes antecedentes, y ya Trujillo había derribado el gobierno del Magdalena, encabezado por Luis A. Robles, para garantizar el voto del estado por Núñez.
Isaacs decidió entonces someterse, y firmó el 7 de marzo un acuerdo de paz con Pedro Restrepo Uribe, y en el que además del compromiso del gobierno de pagar los empréstitos de guerra que había hecho Isaacs, se destaca la obligación de cada bando de expedir un decreto de amnistía a favor de sus opositores. No deben de ser muchos los casos en que los jefes de un ejército revolucionario o rebelde amnistían a los miembros del gobierno legítimo.
El presidente Restrepo Uribe, otra vez en ejercicio del poder, se negó a dar cumplimiento al acuerdo, y la Cámara de Representantes aprobó una resolución por la cual se negó a recibir en su seno a Jorge Isaacs y a Mario Arana, que habían sido elegidos como representantes en Antioquia, por haberse rebelado contra el gobierno nacional.
Isaacs, el radical. Acá nos dice que “verdad es que la revolución podría calificarse como un medio cruel y medida desesperada y extrema. Bien sabíamos que es lo propio de las revoluciones presentar siempre a la vista su lado malo; mucho temíamos que, profanados ya aquí el tabernáculo de la República por idólatras y sacrílegos, llegara tarde a él la ofrenda de sangre; mas si avaros de la sangre liberal, desdeñábamos la vertida a torrentes por la misma causa hasta abril de 1877, ingratos seríamos para con héroes del liberalismo, ya muertos, e indignos nos habríamos considerado de la confianza y amor de los que sobrevivieron a la hecatombe.
Si los servidores de la causa liberal de este país, sea en la cátedra, en la tribuna o con la espada, olvidan que son revolucionarios y obreros en la titánica obra comenzada en 1810, reneguemos también de nuestros padres, no sea orgullo nuestro su fama, y confesémonos indignos de la herencia y de sus nombres. Si no es tan grande y humanitaria la misión del liberalismo colombiano en la América española, poned la rueca en manos de Colombia degradada. Si para las delicias de la paz nacimos, si forzoso es sacrificarle fe, dignidad, deberes y esperanzas, vivid los que valor tengáis para vivir en servidumbre y en la ignominia. A Núñez se le ha elegido así Presidente de la Nación. Quien por tal senda, dejando en pos ruinas y cadáveres, escala ese puesto, ¿qué acatará en él? ¿Qué puede haber allí sagrado para él? ¿De qué instituciones y leyes hablará desde ahí a la Nación? ¿De qué soberanía a los Estados? ¿De qué paz a los pueblos, de qué derechos a los ciudadanos, de qué honradez a los hombres de bien, de qué moral a las almas que él no pudo corromper, que prostituir no consiguió?”
El historiador conservador Alonso Valencia Llano diría que “después de la guerra de 1876 la situación política se había puesto demasiado tirante, debido a que una de sus consecuencias fue que los radicales perdieran el poder nacional que habían controlado desde 1867 cuando derrocaron a Mosquera, resultando electo el general Julián Trujillo como presidente de la Unión. Esto hizo que la oposición se concentrara en las Cámaras Legislativas, donde los radicales mantenían una representación importante. El primer movimiento en contra del gobierno regenerador se efectuó cuando el Senado rechazó las listas de secretarios de despacho presentadas por Trujillo y cuando propuso dar garantías al clero.
Pero lo más bochornoso se presentó en la Cámara el 6 de mayo de 1879, cuando Jorge Isaacs insultó al caucano Andrés Cerón, secretario de Guerra, su enemigo personal y político. Esto suscitó la airada reacción del pueblo bogotano -manipulada por el presidente-, que atacó el hotel donde se alojaba Isaacs, junto con otros representantes. También fue atacada la casa de Manuel Murillo Toro, por lo que se esperaba un levantamiento general del radicalismo. De hecho Isaacs había sido el detonante de una crisis que estaba siendo impulsada por los radicales apoyados en su mayoría en el Congreso. La prensa independiente dibujaba así la situación: «Los sapos canta aún, i la oligarquía intenta quemar sus últimos cartuchos desde las Cámaras lejislativas». Después de algunos muertos y muchos contusos, el presidente se vio obligado a declarar turbado el orden público. Y cerró el Congreso.
En esos momentos, Isaacs era consciente de que se había convertido en el principal opositor al gobierno, pero con un mal cálculo político consideró que era llegado el momento de iniciar una revolución que permitiera a los radicales retomar el poder. Para ejecutar sus planes marchó a Manizales, ya que algunos radicales se estaban atrincherando en San Francisco, municipio de Chinchiná, lo que obligó a que el gobierno del Cauca movilizara la Guardia Nacional.
La situación se caldeó tanto, que el periódico caucano El 21 de Abril publicó un artículo remitido desde Manizales y titulado Avisos de ruina, en el que se decía que en esa ciudad Isaacs había pintado con colores exagerados lo ocurrido en Bogotá, inculpando al presidente de la República y acusándolo de haber «celebrado un compromiso con los conservadores para entregarles los Estados de Antioquia i Tolima. Isaacs partió para Medellín llamado por el general Rengifo; i ya podrán considerar cuánto hará para prevenir los ánimos i lanzar el Estado a la guerra. Estamos preparados contra toda aventura. A ustedes toca calificar las infamias de su paisano Jorge; por fortuna es hombre mal querido i despreciado».
Según el mismo Valencia Llano, “los temores de los caucanos no fueron infundados, pues a pesar de que Isaacs se dedicó a redactar en Medellín La Nueva Era, ese mismo año encabezó una revolución que derrocó al presidente de Antioquia Pedro Restrepo Uribe. El movimiento revolucionario fue otra de las desafortunadas jugadas políticas de Isaacs, pues a pesar de que tomó el poder el 28 de enero de 1880, no contó con el apoyo de los principales líderes antioqueños, quienes en telegramas dirigidos al presidente de la Unión le solicitaron no reconocer su gobierno usurpador. En igual sentido se pronunció el general Valentín Deaza, comandante del Batallón Zapadores de Manizales, quien no aceptó el nombramiento de jefe del estado mayor general que le hiciera Isaacs, pues a nadie se ocultaba que el movimiento se había iniciado como una revolución contra el Gobierno Nacional. El movimiento de tropas nacionales desde Manizales y el Cauca logró que Isaacs fuera depuesto y que Pedro Restrepo recuperara en poder”.
Ya es casi una certeza: no somos un pueblo heroico, más bien nos caracterizamos por nuestra proverbial capacidad para el sufrimiento, para la resignación, para el sometimiento, es decir, para la cobardía. En Colombia no afrontamos la vida: la padecemos. Y recordamos orgullosos como a nuestra Capital, epicentro del poder político y económico de la Republica, no la fundó un guerrero sino un tinterillo. De ahí nuestra vocación de picapleitos, esclavos de los formulismos y de los incisos, como señalara el poeta Omar Ortiz.. Con su furia de siempre, Fernando Vallejo en su libro Años de Indulgencia lo precisó: ¿Podría hablar con el dotor, Señorita?”. “El dotor no está-dice la hijueputa. –Está en junta con el Ministro.” “Ah”… Estos doctores nunca están porque son doctores en cuerpos: son doctores en leyes, en intangibles, y como tales se mueven muy bien como tales, con su materia incorpórea por su campo astral: en las más altas regiones mamando de la perfección de la esfera. Los unos son conservadores y los otros liberales pero iguales en sus cargos nominales. Distintos, porque los conservadores creen en el azul y los liberales en el rojo; iguales por su desmedido amor por Colombia, su desinterés, su fervor, su abnegación, su sacrificio: por Colombia el que sea, hasta la Presidencia. Y a ceñirse sobre el pecho henchido la banda tricolor y a sentar en el solio de Bolívar, Supremo Honor. Y ya sentados sus ambiciosos culitos en el solio que les toquen el himno. Y a recetar más de lo mismo: leyes e impuestos, impuestos y leyes, a ver si se pone en pie la enfermita. Y si no, la levantamos con un decreto, con una ordenanza, con un plebiscito.
Las palabras que siguen lo ratifican. Todas las trapisondas y engañifas; la corrupción, lo infeliz y desventurado de la historia nacional tienen acá una trágica y cínica comprobación. Esta es la pequeña historia de aquel levantamiento. Sus proclamas, sus detalles cotidianos, sus miserias.
La revolución radical en Antioquia de 1880 de Jorge Isaacs. Selección y prólogo de Carlos Bueno Osorio. Colección Bicentenario de Antioquia. Fondo Editorial UNAULA. Medellín, marzo de 2013, 445 págs.