¿Cuántos imbéciles se necesitan para constituir lo que se llama un público?.
Mariano José de Larra.
Decía alguna vez el guatemalteco Augusto Monterroso algo que, sin correr mucho tiempo, se ha vuelto fatalmente cierto: “En el mundo moderno los pobres son cada vez más pobres; los ricos, más inteligentes, y los policías, más numerosos”.
Sin medias tintas, el escritor argentino Mempo Giardinelli ha complementado y cimentado el subfondo de la sentencia de Monterroso “el lugar que antes tenían los intelectuales hoy está ocupado por la estupidez, por la apología de la imbecilidad constante que es la televisión. Es más que evidente. Estoy diciendo algo palmariamente visible con sólo llegar a la casa, prender la tele y hacer zapping. La imbecilidad ha ocupado el lugar del pensamiento y así estamos todos”.
Allá como acá, ha existido un periodismo despreciable, chantajista, ramplón, servil a los grandes intereses. Hay una gran fracción del periodismo que ha estado en manos y al servicio de tantas y tantas e indistintas mafias. Sin embargo, las sociedades tienen muy buena memoria. Lo que pasa es que es dolorosa y cuesta sostenerla. No estamos así por la falta de memoria, el país está como está, por los dirigentes canallas que hemos tenido y seguimos teniendo. Echarle la culpa a la sociedad porque supuestamente no tiene memoria es como señalar que ésa es la causa de los males y eso no es cierto. La causa de los males está en las mafias, en los políticos, en los militares que nos echaron a perder el país. La sociedad tiene buena memoria, de hecho ningún sector se ha olvidado de los agravios.
Agrega Giardinelli que “la crisis que vivimos es colosal, pero lo abrumador de nuestro tiempo no es que estemos en crisis, porque en América Latina siempre hemos estado en crisis, por lo menos desde hace 511 años. Lo que sí es nuevo es el tamaño. Nunca el mundo había vivido crisis semejante. No hay peor violencia cultural que el proceso de embrutecimiento que se produce cuando no se lee. Una sociedad que no cuida a sus lectores, que no cuida sus libros y sus medios, que no guarda su memoria impresa y que no alienta el desarrollo del pensamiento, es una sociedad culturalmente suicida. No sabrá jamás ejercer el control social que requiere una democracia adulta. Que una persona no lea es una estupidez, un crimen que pagará el resto de su vida. Pero cuando es un país es el que no lee, ese crimen lo pagará con su historia, máxime si lo poco que lee es basura, y además la basura es la regla en los grandes sistemas de difusión masivos”.
Hace más de cien años, como en una especie de premonición sobre las vivencias de hoy, Spengler en La decadencia de occidente decía que la democracia ha sustituido totalmente en la vida espiritual de las masas, el libro por los periódicos. El mundo de los libros con su riqueza de puntos de vista, riqueza que obliga a elegir y criticar, no es ya propiedad real más que de un reducido círculo. El pueblo lee un periódico, su periódico que penetra diariamente en todas las casas, hace olvidar los libros que aún aparezcan en el horizonte del individuo y obstaculiza en todo la acción de esos libros. Mediante una crítica que ha hecho ya sus efectos cuando empieza la lectura de los mismos. Aún hoy hay ingenuos que se entusiasman con la idea de la libertad de prensa, pero el hecho es que con ello abren vía libre a los césares de la prensa mundial. Todo el que sepa leer queda la influencia de éstos y en vez de la independencia subjetiva lograda por la Ilustración, la democracia tardía significa una radical determinación de los pueblos por los poderes a los actuales obedece la letra impresa, un demócrata de vieja cepa no pediría libertad de prensa sino libertad respecto de la prensa.
Hoy, los medios de comunicación convertidos en un Leviatán pérfido, desastroso y perjudicial, reclaman de la sociedad una postura crítica que ponga en su sitio a este poder desvergonzado y dañino.
Aunque aquella vergüenza es recíproca. ¿No la siente usted cada vez que está al frente de uno de los canales privados de nuestro pobre espectro televisivo? Esta manipulación, demasiado vulgar y pedestre, ha logrado transformaciones culturales globales programadas, como bien lo dijo Mcluhan en su momento, que conducen a la esclavitud, a una servidumbre donde ya no es el látigo ni las cadenas ni los grillos lo que atan y obligan a los hombres sino un cepo sutil e invisible, efectivo, cruel e indoloro.
Estamos ya ante la realidad de unos medios que impuestos y reinando ubicuamente sobre el planeta, homogeneizan sociedades enteras, programando, previendo minuciosamente su desarrollo, o su involución como nos ocurre a nosotros, y conduciendo a formas autoritarias de ejercicio del poder. Si Monstesquieu viviera hoy andaría buscando una fórmula para equilibrar el poder de los medios y los demás poderes públicos.
Ya se ha dicho recientemente, Orwell y 1984 no están desuetos. Hoy vivimos inexorablemente inmersos en su realidad. Ya no estamos en una simple convergencia de los poderes tradicionales con el llamado Cuarto Poder. No. Hoy todos los poderes son uno: el de los medios de comunicación, omnipotentes, omniscientes, más allá de todo control, estrujando, apretando, sumiendo a la sociedad y a los individuos en la desazón, la miseria física e espiritual.
Como en la novela de Orwell, asistimos a la creación de un ministerio que se ocupa exclusivamente de revisar constantemente todo el material histórico archivado, para acomodarlo a las nuevas afirmaciones del poder y de los ricos del mundo. Cada discurso del Gran Hermano, cada nueva alianza, cada nueva guerra supone acomodar inmediatamente toda la historia hasta donde llega la memoria de los hombres, para que el devenir de los acontecimientos sea un flujo ordenado, un riguroso encadenamiento de causas y efectos.
Con la crisis de los medios públicos de comunicación, la idea de información se ha transformado y se ha acercado cada vez más a la noción de entretención y, consecuentemente, a la búsqueda de la mayor audiencia posible, sin posibilidad de profundizar realmente en las raíces, en las repercusiones de cada información.
Quienes defienden la producción cultural con que la industria del entretenimiento globaliza la frivolidad, afirman que el ser humano necesita relatos que lo saquen del sufrimiento y de la pesadez de buldózer de las tragedias cotidianas. Contra la sangre derramada, el azúcar light de los idilios mediáticos. Siempre habrá una vía de escape.
Vivimos en medio de tragedias propias y ajenas, pero la industria del entretenimiento insiste en imponernos un mundo ilusorio. Asevera Oscar Collazos “despojar las cosas y la vida de contenidos, he ahí el propósito de una época abrumada por las desigualdades más abismales”.
¿Qué hacer, cómo escapar de la cultura, de la información hecha a la medida de las reglas de un mercado salvaje? Para Armand Mattelart la manera cómo se ha deformado y literalmente adulterado el concepto de diversidad cultural “sirve también a los interesados en fortalecer y legitimar el proceso de concentración de los grandes grupos multimedia. Lo que han hecho es deformar el concepto de diversidad cultural, que para ellos es únicamente la diversidad de la oferta en el mercado, que no tiene nada que ver con la noción de diversidad cultural propiamente dicha, que trata de luchar en contra de la tendencia hacia la homogeneización.
Cada sociedad genera sus antídotos y sus resistencias y el drama, en la mayor parte de las sociedades, es no haber puesto todos estos problemas como un problema esencial de la democracia. Se dan pasos positivos, y se empieza a reconocer que la comunicación es un tema político. La comunicación ya no es solamente la de los medios de comunicación: es la cuestión de las tecnologías de la información y comunicación. Hoy en día, el modelo de ordenamiento del mundo camina a través de los modelos de la arquitectura de las redes. A través de la tecnología de la información y comunicación se decide un modelo de sociedad futura, si no lo resistimos, que va hacia la negación del principio de servicio público. De ahí la importancia de ligar lo local con lo global, porque ahora las luchas son imposibles de otro modo.
Como dijo el presidente francés Francois Mitterand “hay que sacar los productos de la mente o del espíritu, de las lógicas del mercado salvaje”. Es un problema clave porque pretenden alinear los flujos culturales sobre las leyes del mercado. Hoy y ahora, el gran problema de estas discusiones es la idea misma de servicio público. La excepción cultural es la heredera de una filosofía del servicio público: No se puede dejar la cultura como tampoco la educación, la salud y el medio ambiente a las lógicas puramente comerciales.
Frivolidad eterna y cantantes asesinos
Propuso en su momento el maestro Alvaro Mutis, que conformáramos con prontitud Brigadas Internacionales para darles caza y destruir a Julio Iglesias y a Los Menudos. Desatendimos el consejo. No procedimos en la dirección señalada y hoy las consecuencias son nefastas sobre la faz de la tierra. Ya hoy no sólo la música, sino la información y la política están contagiados de se infame mercadeo que respiran y que nos tienen ahogados en la mediocridad, la bobería, la memez. Y nos convirtió en seres mentecatos, simples y tristes.
Son olores que infestan. Comentaba recientemente Mauricio Pombo como el esperpento que sale de la garganta de Julio Iglesias no podría denominarse ni siquiera música light.” Me atrevería a acuñar un concepto y llamarla ‘música látex’. Se trata de un personaje que canta como si estuviera metido entre un condón. Cante lo que cante, el tipo en cuestión se encarga de eliminar todos los espermatozoides que hubiera tenido la versión original. Su voz es un congelador de emociones y sus arreglos actúan como un paredón de fusilamiento en el que se ejecutan (matan) y no se ejecutan (interpretan) las notas musicales”. El resultado final de las interpretaciones de Julio Iglesias se parece al sonido ese que producen ciertos teclados electrónicos con los que se suelen amenizar matrimonios, fiestas de quince años y otras detestables celebraciones. Esos instrumentos que traen incorporados ritmos pregrabados que pretenden reemplazar la percusión y que aspiran a imitar violines, bajos, trompetas y trombones. Un instrumento asesino, un teclado látex, un antecesor mecánico de Julio Iglesias.
Ese es el truco: vender, como lo hace Julio Iglesias, comidas rápidas musicales para gente sin papilas auditivas. Iglesias no es un cantautor ya que ni canta ni es autor. Podría denominarlo un matautor, sentencia Pombo.
Al tiempo, sucede otro tanto con las imágenes que promocionan este culto fetichista y bobalicón que representan los cantantes, los políticos y los comunicadores de moda. La sociedad de consumo, perfeccionada por el fetichismo de la imagen, empezó a hacer de las suyas treinta años antes de que terminara el siglo XX. En los años 70, terminada la década de las grandes utopías, que tuvo su cierre escandaloso y festivo en Mayo del 68, recuerda Oscar Collazos, el mundo empezó a vivir como farsa lo que había conocido como épica y tragedia. Las camisetas y los yines con la estampa del ‘Che’ Guevara adornaron los pechos opulentos y las nalgas blancas y aguadas de los chicos de Estados Unidos y Europa. El “guerrillero heroico” dejó de ser el soñador de “dos o tres Vietnam” y se quedó en la iconografía del siglo que moría como un argentino guapo que bebía mate en una de las pausas de su lucha. Entró a la galería de retratos donde cabían la boquita consentida de Marilyn Monroe y el rostro adusto del rastafari Bob Marley, con un largo cigarrillo de marihuana en los labios. Ho-Chi Minh y Mao Tzedong dejaron de ser héroes de “largas marchas” antiimperialistas, el uno fundador de la nueva China, el otro el sabio ideólogo de una guerra de resistencia. Pasaron a ser efigies sin Historia, figuras vaciadas de contenido. La industria de la imagen ya no imprimía sobre el papel sino sobre el algodón de las camisetas que compraban a precios de pobres los niños ricos de las sociedades opulentas. Se trata de un ejemplo más de la amoralidad mercantilista, de ese esfuerzo colosal por vaciar de contenidos morales todo aquello que toca y vende.
El fetichismo de la imagen ha estado inventando héroes donde había villanos. Para vender un ícono, basta convertir en Robin Hood a un criminal megalomaníaco; convertir a una casquivana filantrópica, como Evita Duarte, en “santa” entregada a la causa de los pobres. Ho-Chi Minh quedaron reducidos a decorado de camisetas. Vaciada de su inmenso desamparo anímico, Marilyn posó para el futuro como un “sex-symbol” sin tragedia. La iconografía mercantil recuerda su falda levantada por el viento de la calefacción del metro, pero oculta las manos de la familia presidencial que la levantaba en amores confusos y secretos.
Nuestra era ha vuelto más importante la máscara que el rostro. Los géneros teatrales elegidos hoy son la tragedia y el melodrama. Y la frivolidad es el signo que preside nuestros actos. Como dice el propio Collazos el mundo ya no es visto en las páginas de un Atlas; la geopolítica del mundo pasa por el rectángulo del televisor. Pero la tragedia que hay detrás de esta insensatez parece no cambiar el ensimismamiento de la época.
Imágenes, noticias, personajes destinados al comercio obsceno de la información y el mercadeo y a alimentar el museo de horrores de la información y la publicidad. Pero estos mercaderes realizan lo suyo sin vergüenza, con el impudor de todo proveedor que cree que todo se puede vender.
Como evocaba el poeta Eduardo Escobar de esos días, las cadenas colombianas de radio de alguna importancia, Caracol, RCN, Todelar, ofrecían algún programa, nocturno casi siempre y en domingo, dedicado al debate, la crítica, la vivisección de los hechos. Política, arte, la ramplona vida cotidiana. La minifalda. La reverencia. El obispo. Picasso. Los moderadores eran periodistas informados, apasionados y cultos, tan raros hoy. E invitaban a los protagonistas del acontecer nacional e internacional, así decían, y además, a escritores independientes, especialistas en los temas y críticos malsanos de oficio. Pero los chismes de farándula, los catarros dolientes de las pobres princesas, los divorcios escandalosos de los bailarines y las protagonistas de las telenovelas, y la información monda y lironda y urgente de la horrible, larga noche planetaria, coparon los espacios de la discusión y la controversia.
Algo triste, espantosamente triste
A la mirada amplia y certera del italiano Antonio Gramsci, la historia de la humanidad no era asunto único y fundamentalmente económico, como lo planteó el pensamiento crítico desde el siglo XVIII. Se trataba más bien, de la lucha entre la alta y la baja cultura. Esta preocupación se actualiza día a día con la evolución de los medios de comunicación y su nefasta influencia sobre la cultura y, ende sobre toda la humanidad.
Susan Sontag, la escritora norteamericana tanto años residente en París, perteneciente a la intelectualidad y a la alta cultura, defendió desde los años sesenta la cultura pop, hoy arrasadora y dominante. Se le preguntó su opinión sobre aquél fenómeno errático y peligroso, y afirmó que cuando empezó a escribir en esos años le gustaban los asuntos de la alta cultura, pero también el rock y en general las cosas divertidas. Tuvo la idea utópica de que se podían juntar las dos y que todo era cuestión de pluralidad y diversidad.
Ahora cree que tal vez estaba equivocada porque la fuerza de la sociedad de consumo está enfocada en bajar el nivel de la cultura. “Ahora usted encuentra gente que dice que la alta cultura es esnobista o elitista. Estos nuevos desarrollos fortalecen la cultura consumista. Yo creo que cuando era joven en esa época legendaria, no creía que pudiera haber un conflicto. Pero, sin duda, lo hay”. Creyó disfrutar de los dos mundos, pensaba que se podía tener todo, pero luego vió que esta propaganda y proliferación de la cultura de masas es antagónica de la alta cultura.
Después de la supuesta liberación de los años sesenta, lo único que la gente aprendió es a consumir. La sociedad de consumo les ha enseñado que lo mejor que puede hacer con su vida es comprar y eso tiene que tener un efecto. “Hace 30 años sabíamos qué era el capitalismo, pero no sabíamos lo poderosos que era. Y sobre todo, nunca creímos que el consumismo podría llegar a ser una ideología”, dice Sontag.
Y Oscar Collazos afirma que La cultura de esta época pregona que, para deshacernos del horror de las violencias desatadas desde el poder y sus opositores; para aliviar la injusticia de las ocupaciones territoriales y el hambre que crece en la periferia pobre del mundo, los seres humanos debemos consumir la liviandad folletinesca de los amores entre el Príncipe y la Cenicienta. La tiranía de la moda, el auge de la alta cosmética y el esplendor industrial de la reingeniería estética buscan aliviar la tremenda tristeza que provoca el hambre en las periferias del mundo rico. Ya no somos búhos insomnes sino avestruces.
En 1930, el escritor y diplomático boliviano Alcides Arguedas, decía de la Colombia del momento: “Ha llegado el cine: una mala película de Chaplin causa una violenta protesta en el teatro Olimpia. Han llegado los deportes y la radio. El deporte ocupa hoy las horas muertas, infunde entusiasmo en las gentes de poca imaginación y hasta les hace concebir ilusiones de grandeza desde las proezas del equipo uruguayo hace unos años en Europa y hoy no hay un villorrio de los Andes que no tenga sus héroes de la pelota, de la raqueta, del boxeo, héroes elevados a altas categorías y que viven soñando con encuentros famosos y con lluvia de oro y se mueren o envejecen los más, por no decir todos, acariciando esa ilusión.
Y por fin y lo más importante y trascendental después de la radio, el cinema, la religión moderna que abre nuevos horizontes a la imaginación, la transporta lejos de la realidad del propio medio, le hace vivir horas en un mundo convencional y arbitrario de situaciones humanas reñidas con la realidad cotidiana, prosaica hasta la vulgaridad, muchas veces ordinaria y, por lo común, triste, espantosamente triste…”
Mucha razón tenía el maestro Enrique Buenaventura “algunos creen que al público hay que darle lo que le gusta. Es una equivocación, porque uno no sabe qué es lo que al público le gusta. Yo creo que al público hay que imponerle lo que uno hace, así asistan cuatro personas, después serán diez, veinte…”
Un Leviatán que se resiste a desaparecer
En un mundo como este, los problemas del control se tornan más afines al arte que a la ciencia. No sólo porque tendemos a pensar en lo arduo y en lo impredecible como contextos propios del arte, sino porque los resultados probablemente sean alguna clase de fealdad. Afirmaba Gregory Batezar que “Los especialistas en ciencias sociales, harían bien en suprimir la avidez por encontrar ese mundo que comprendemos de una manera imperfecta. No debemos permitir que el núcleo de la comprensión imperfecta alimente la angustia y de esa manera incremente la necesidad de controles”.
Más bien, esos estudios podrían inspirarse en un motivo antiguo pero que hoy goza de menos honor: la curiosidad respecto del mundo del que formamos parte. La recompensa de tal tarea no es el poder sino la belleza. Es un hecho extraño que todo gran progreso científico ha sido elegante.
Los historiadores, sociólogos, políticos, los dirigentes del mundo se engañaron colectivamente con el auge de la técnica, del maquinismo y la gran industria en el siglo XIX como hoy con el desarrollo de los medios de comunicación. Todos incluidos al mismo tiempo Marx y la reina de Inglaterra. Todos creían que ese desarrollo posibilitaría un lenguaje común entre todos los hombres y lograría el progreso de todos los países, incluyendo a los más atrasados. Babia. Nada de eso ha ocurrido y más bien sucedió lo contrario.
Pero también se equivocaron los artistas que no sólo muestran la sociedad y la critican sino que reproducen también las tendencias de la época. Era una euforia que se engañaba respecto a la técnica y que se repite hoy. Las únicas excepciones en el siglo XIX ante estas concepciones, por ejemplo, fueron Dostoieski y Nietzsche. Ambos formularon que la información es un caos que ahoga a sus receptores, que no les permite tomar distancias frente a los sucesos, donde todo está abigarrado, que desorientan y son esquizofrénicos con una anarquía intencional. Claro que esto al tiempo es el desarrollo de una cultura y una filosofía. Dostoieski en Los hermanos Karamasov, intuyendo el siglo XX habla allí de una sociedad manipulada y llama a las personas que controlan la máquina, El gran Inquisidor. Más de cien años después la tendencia se acentúa.
Al fin de cuentas una de las características de los medios de comunicación es desintegrar y dispersar a las personas, contribuyendo en gran medida a crear seres solitarios en medio de la información del mundo entero. Hablaba el profesor Joel Otero de como Freud había visto en este fenómeno un incremento de la represión, condición casi impuesta por el desarrollo de la cultura, así hoy se la disfrace de liberación fácil y perversa. “Más que obediencia absoluta sospecho en esa dominación un vacío de alternativas que se impone no obstante haber perdido toda coartada teórica pensable y que se resiste a desaparecer: el capitalismo”. Porque hay que inventar como combatir una sociedad que está destruyendo nuestras posibilidades y las de todo el mundo más que las de nosotros mismos, las de los ricos y los obreros, los campesinos, los desplazados, los ociosos. Está sociedad nos está destruyendo a todos y hay que encontrar la manera de acabarla.
Finalmente toda manipulación implica una técnica, un saber hacer que se usa a espaldas de la víctima. La finalidad de todo manipulador es siempre hacer actuar a otras personas, al paso que se mantiene fuera de escena.
AQUÍ NO HA PASADO NADA
Algunos han comparado la labor de los reporteros de hoy a la de una grabadora: Los definen como unas máquinas que reproducen simplemente lo que dicen los otros. Algo así como una especie de parásitos que sólo viven de la acción o de la voz de los demás. Esta descripción crea una suerte de vacío intelectual, de alienación mortificante y degratatoria.
El ejercicio periodístico estricto, al contrario de la creación artística, no configura un enriquecimiento del sujeto redactor, ya que maneja un oficio de comunicación de sucesos que día a día muere en la atención de su público, del ciudadano que sólo desea informarse. Son palabras que se convierten en estereotipos eficientes y mecánicos.
Hay acá una sensación de superficialidad, de conocimiento epidérmico, y las más de las veces insulso, sin sentido. Es como una imposibilidad de traspasar lo obvio y rudimentario, que suscita, a la vez, una ansiedad y un sentimiento de despojo y de irracionalidad.
El espectáculo televisivo, decía Collazos, debería tener normas que regularan su insaciable voracidad de imágenes. Desde que los informativos aceptaron darle más importancia al impacto de la “noticia” que al contenido y contextualización de esta, la competitividad lanzó a los “periodistas”, cámara y micrófono en mano, a una vertiginosa carrera en la que el dolor y la muerte se convierten en mercancía diaria.
Siempre se ha dicho que la libertad de prensa y el derecho a la información son preferibles a la censura. Pero el dilema no es este. El gran dilema no es de naturaleza política sino ética: los medios de comunicación de masas deben crear unas fronteras estrictas entre lo posible y lo imposible, entre las bondades y las miserias del mercado “informativo” antes de caer en la embriaguez del espectáculo. Inconcebible y repugnante.
Al fin de cuentas más que de comunicación, los medios lo son de imposición de formas. Unos instrumentos que manejan un discurso y tienen una estructura tan autoritaria como el de la religión, pero con un contenido más seductor y demoníaco. Tentador en lo complaciente, pero que no se impone como un sacrificio ni con violencia. Tiene la forma de la dominación autoritaria, pero el contenido es completamente inverso.
Todo lo que queda de la propuesta religiosa que es estoica, sacrificante y castrante es recuperada, pero manteniendo la forma. Este es el procedimiento típico del modelo liberal de transformación, que como decía El Gatopardo cambia para que todo siga igual.
En alguna parte de La Tregua, el escritor uruguayo Mario Benedetti dice: “¡Qué diferentes y qué iguales son los diarios! Entre ellos juegan una especie de truco, engañándose unos a otros, haciéndose señas, cambiando de pareja. Pero todos se sirven del mismo mazo. Todos se alimentan de la misma mentira. Y nosotros leemos, y a partir de esa lectura, creemos, votamos, discutimos, perdemos la memoria, nos olvidamos, generosa, cretinamente de que hoy dicen lo contrario de ayer; que hoy defienden ardorosamente a aquel de quien ayer dijeron pestes, y lo peor de todo, que hoy ese mismo aquel acepta, orgulloso y ufano, esa defensa… para mirar los diarios hay que bajar la cabeza”.
Hacia allá apunta la propuesta borgiana de que se incluya como materia obligatoria desde primaria, el arte de leer con incredulidad los diarios. En estos, un escándalo sucede a otro y a la postre aquí no ha pasado nada. Esa disciplina socrática no sería inútil. “De las personas que conozco, muy pocas la deletrean siquiera. Se dejan embaucar por artificios tipográficos o sintácticos; piensan que un hecho ha acontecido porque está impreso en grandes letras negras. La gente confunde la verdad con las letras de cuerpo doce. No quieren entender que la afirmación todas las tentativas del agresor para avanzar más allá de B han fracasado, es un mero eufemismo para admitir la pérdida de B.
Y parece que nos viene lo peor. Hace años el viejo sabio y ciego de Borges ironizaba sobre quienes piensan que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar y que creen que las imágenes y la letra impresa son más reales que las cosas. Sólo lo publicado es verdadero Y añadía sobre esa curiosa concepción del mundo: Ser es ser retratado.
Ya lo sabemos. Un primer nivel pedagógico que debería ser obligatorio desde la infancia, es aprender a leer con incredulidad los mensajes informativos de los medios de comunicación de hoy. Pero ahora, Ignacio Ramonet, exdirector de Le Monde Diplomatique, nos señala que los medios no sólo manipulan y desinforman sino que los periodistas estamos en vía de extinción. El sistema ya no quiere más periodistas.
En este momento, pueden funcionar sin ellos, o digamos, con periodistas reducidos a meros obreros de una cadena de montaje, como Charlot en Tiempos Modernos, es decir, meros trabajadores que hacen retoques en los partes de agencia. Sólo es necesario ver lo que son hoy las redacciones de todos los medios de comunicación. La gente conoce a los periodistas famosos que presentan los noticieros, pero detrás de ellos se esconden miles de periodistas que, sin embargo, son los que alimenta la maquinaria. La calidad de trabajo de los periodistas se encuentra en regresión, al igual que su estatus social. Se está produciendo una taylorización del trabajo de los periodistas.
Así, el ¿Qué hay de nuevo hoy?, sobre lo que se levantan los medios en lo pueril y novedoso, para contrarrestar la prosaica vida cotidiana de todos, se nos va a convertir gracias a los desarrollos tecnológicos en algo peor: la información no tiene valor en sí misma por lo que se refiera, por ejemplo, a la verdad o su eficacia cívica. La información es , ante todo, una mercancía y, en tanto que tal, está sometida a las leyes del mercado, de la oferta y la demanda, y no a otras leyes como, por ejemplo, los criterios cívicos o éticos.
Todo es aún más tenebroso de lo que habíamos previsto desde que Mcluhan nos amenazó con aquello de que El medio es el mensaje. Ramonet es tan certero como apocalíptico. El sistema da por buena la siguiente ecuación: ver es comprender. Lo cual parece muy racional. Podemos decir que la racionalidad moderna, derivada de El Siglo de las Luces, se ha construido en contra de esa ecuación. Ver no es comprender. Sólo se comprende con la razón.
No se comprende con los ojos o con los sentidos. Con ellos, uno se equivoca. Por tanto, es la razón, el cerebro, el razonamiento, la inteligencia, lo que nos permite comprender. El sistema actual conduce inevitablemente, o bien a la irracionalidad o bien al error.
Bien le decía Borges a Sábato que los diarios se escriben deliberadamente para el olvido. Tal vez las únicas noticias importantes en más de 500 años han sido Cristóbal Colón descubrió a América o El hombre llegó a la luna. Pero ni siquiera en su momento se sabían si eran importantes. Al fin ya lo dijo Proust: Contar los acontecimientos, es hacer conocer la ópera solamente por el libreto. Sospecho, decía Borges, que la historia, la verdadera historia es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, asimismo, durante largo tiempo, secretas. Un prosista chino ha observado que el unicornio, en razón misma de lo anómalo que es, ha de pasar inadvertido. Los ojos ven lo que están habituados a ver.
Es mucha, pues, la responsabilidad que tienen hoy todos los medios masivos en el desorden general del mundo que padecemos y en la conformación de esta conciencia precaria e inútil sobre nuestra parroquia, el universo y sobre nosotros mismos, que casi todos poseemos por estos tiempos. Es como si el vacío de información y orientación que padecíamos, hubiera sido llenado con fruslerías e idioteces que soportamos como la labor de un dios maléfico y vengativo, al cual asistimos de alguna manera, impotentes y crédulos.
Esta avidez de novedades, que señalara Heidegger, está referida a una cultura chismográfica, semiperiodística, llena de datos, pero sin interpretaciones y análisis serios, en el cual hay vagas referencias al sentido de toda noticia y de todo saber. Buscando siempre uno más nuevo, más de moda y más actualizado. Sin profundizar nunca en ninguno, porque siempre se salta a uno nuevo y así se huye de antemano de la significación de los datos conocidos, con una curiosidad imposible de satisfacer.
Decía Estanislao Zuleta que esta curiosidad apunta a las personas que tienen un sistema generalizado para juzgarlo todo y no les falta sino el dato. Son sujetos muy curiosos, porque su cabeza se ha convertido en una tabla de juicios preestablecidos, donde los elementos que buscan no van a ponerlos en cuestión. Con la curiosidad, el punto de vista propio se afianza siempre, una y otra vez, porque se trata sólo de una clasificación moral: la serie de lo bueno y lo malo o la de los ricos y los pobres. Es una clasificación ya dada.
En Balthasar, uno de los libros del llamado Cuarteto de Alejandría, habla Lawrence Durrell de un muchacho que alguna vez quiso ser escritor pero eligió el mal camino y ahora su profesión lo ha acostumbrado a permanecer en la superficie de la vida real, hechos y referencias a hechos, y que ha contraído la típica neurosis de los periodistas, consistente en pensar que algo ha ocurrido o está a punto de ocurrir en la próxima esquina y que sólo se enterará cuando sea muy tarde para pasar el dato. Ese temor obsesivo de perder un fragmento de la realidad que de antemano reconocemos trivial y hasta desprovisto de toda significación.
Llena está, pues, hoy la tierra de contenidos y mensajes superfluos que son una estafa, una farsa a los lectores, a los oyentes y televidentes de todas las latitudes.¡Libertad cuántas idioteces se cometen en tu nombre!
Afirmaba en sus memorias Luis Buñuel que detestaba la proliferación de la información. La lectura de un periódico es la cosa más angustiosa del mundo. “Si yo fuese dictador, limitaría la prensa a un solo diario y una sola revista, ambos estrictamente censurados. Esta censura se aplicaría tan sólo a la información, quedando libre la opinión. La información-espectáculo es una vergüenza. Los titulares enormes y sensacionalistas me dan ganas de vomitar. Todas esas exclamaciones sobre la miseria para vender un poco más de papel. ¿De qué sirve? Además, una noticia expulsa a la otra.
Pero, pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba”.
Ya lo aseveraba Platón desde los Diálogos: nuestros errores proceden de que creemos saber lo que realmente no sabemos y no de la falta de información o de datos. Nuestra ignorancia no consiste en un vacío o en una carencia sino en un conjunto inmenso de opiniones en las que tenemos una confianza loca. La ignorancia no es un estado de carencia sino de llenura. Si la ignorancia fuera como el hambre, un estado de carencia, la educación sería el trabajo más sencillo del mundo, porque sería como dar de comer al hambriento.
La carencia sólo se produce después de una reflexión, de una vuelta sobre sí mismo a partir de la cual se ponen en cuestión las propias creencias y las formas de pensar que nos han conducido a ellas. La carencia es un resultado del proceso de conocer y no su punto de partida, porque lo que hay inicialmente es un dominio generalizado de la opinión. La opinión nos protege contra el reconocimiento de nuestra propia ignorancia.
Comentaba Juan Luis Mejía que desde sus primeros pasos por la tierra, el hombre siente horror al vacío, al insondable misterio de la nada. Pero ese terror no es antiguo. El hombre actual siente tanto temor ante el muro carente de decoración como ante los tiempos en silencio. Algunos proclaman el triunfo de la sociedad del ruido. El silencio genera angustia. Hay que ocuparlo todo con sonidos. Se ingresa a una cafetería, a un taxi, a una sala de espera y allí está la música. La gente se va de paseo a disfrutar del campo y lo primero que hace es prender un equipo de sonido a decibeles inimaginables. Cercano a lo que comentaba hace años, luego de su episódico paso por los medios, el escritor y libretista Eliseo Bernal González, Elbergón: “La radio no es más que una perpetua lucha contra los baches”. Aserto confirmado con la evolución reciente de todos los medios de comunicación,
Pero donde mejor se expresa el horror vacui moderno es en los medios de comunicación. El transistor permitió cubrir todos los momentos de la vida con información. Existen radios impermeables para poder escuchar noticias cuando se está en la ducha, único tiempo que estaba destinado al sonido del agua. Un silencio en la radio es mortal. Cinco segundos sin señal causan pánico en una cabina de transmisión y desconcierto en el radioescucha. Un hecho intrascendente se magnifica a fuerza de reiterarlo, a la espera de una nueva noticia que venga a reemplazarlo. Y se les ocurrió entonces llenar los espacios con no-historias, no-relatos. Los realities no cuentan nada, no dicen nada, simplemente describen la intimidad para llenar el vacío que la gente no soporta. Y llegó la internet y el ciberespacio se colmó de inmediato. Se enciende el computador y la pantalla se cubre de publicidad y basura. Existen movimientos que buscan el retorno al minimalismo en la web, reivindican la web cero, en clara referencia al número que describe el vacío matemático. También es bueno recordar que la ignorancia no es un estado de vacío sino de llenura.
Dice Mario Mendoza en un artículo sobre Una nueva soledad: Tristes efectos de la vida contemporánea, que a primera vista, cuando llegó el estallido de las comunicaciones, todo el mundo creyó que habíamos ganado la gran batalla contra la soledad. Teléfonos satelitales, buscapersonas, correos electrónicos, teléfonos celulares y demás nos dieron la impresión de estar, por fin, conectados a la humanidad. Nadie se dio cuenta de que estaba sucediendo exactamente lo contrario. Las grandes autopistas de información sobresaturaron el sistema y produjeron el efecto contrario, un efecto perverso que cambió la ecuación: entre más posibilidades para comunicarse hay, la gente menos se está comunicando y más sola se está sintiendo.
Los sociólogos han llamado a esto el big-bang de la información, es decir, un estallido catastrófico por medio del cual el sistema genera una reversibilidad autodestructiva. El entusiasmo inicial ha desaparecido y la gente sigue sintiendo dentro de sí un vacío enorme, un hueco en el alma. Lo mismo sucedió ya en las grandes ciudades contemporáneas. Uno tiende a creer que entre más gente haya alrededor, menos solo está, cuando es exactamente al revés: la multitud delirante de una ciudad, anónima, malencarada, ensimismada, genera una soledad sin límites, una sensación de estar en medio de un nuevo desierto espiritual. Estoy ahí, sí, entre millones de seres como yo, pero nadie me oye, nadie tiene tiempo, a nadie le importo. Esta nueva soledad nos va minando poco a poco hasta destruirnos física y psíquicamente. Lo que la gente necesita no es entrar a un “chat” y mandarse frasecitas insulsas (y la mayoría de las veces mentirosas) con alguien en Singapur o en La Paz, sino intimar de verdad, salir a tomarse un café o una cerveza, dialogar, discutir, aconsejarse, sentir el contacto real con lo humano. Según parece, la vieja caminata por la plaza del pueblo y la tertulia con los amigos de siempre son irremplazables.
En consecuencia, lo que ha pasado es aterrador y desde ya nos anticipa un futuro nada esperanzador: los jóvenes se están suicidando antes de llegar a la mayoría de edad, las estadísticas de trastornos mentales (depresión, ansiedad, estrés) son alarmantes, la gente busca refugio cada vez más en las drogas y el alcohol, los viejos se están quedando más solos que nunca y se están muriendo enterrados en sus casas frente a los aparatos de televisión, y para rematar, como si esto fuera poco, los niños ya están sintiendo esta presión y tienen que acudir al psicólogo desde los 2 o 3 años de edad. El sueño de una sociedad unida y feliz está ahora más lejos que nunca.
Hemos construido murallas entre los demás y nosotros, estamos satelizados, prisioneros de nuestros propios inventos. Pasamos horas enteras con el control del televisor en la mano, anulados, deprimidos (sin saberlo), navegando a la deriva por informaciones incompletas en las múltiples conexiones de Internet, y escondidos en la oscuridad de nuestros apartamentos o de nuestras oficinas con la certeza de que estamos perdiendo un tiempo precioso que jamás vamos a recuperar. Y sin embargo no hacemos nada, no logramos salir del agujero, y esta nueva soledad continúa sobre nosotros impidiéndonos cualquier asomo de redención.
Por lo pronto, seguir leyendo y escribiendo muestra la importancia de todas las visiones singulares sobre los asuntos universales de esta vida, este mundo, este tiempo. Y en este mundo enfermo de humillaciones, impunidad y desaliento generalizados; en estos países podridos de hipocresía, miedo, eufemismo y desconcierto, la literatura, el lenguaje, la poesía, el periodismo no se detienen. No mueren. No morirán. Porque la ilusión siempre estará de nuestro lado y porque escribir no es “no debe ser” solamente hacer literatura. Ha de ser también, para nosotros, una indeclinable batalla por la restauración de la ética y los valores que comporta: honradez, trabajo, solidaridad, rectitud. Y ha de serlo imperiosamente, urgentemente, para que sigamos siendo latinoamericanos y habitantes del mundo en este siglo XXI. Porque no tenemos alternativa: la ética es, hoy en día, realmente lo único que nos queda y dignifica.
SIN POR QUÉ NI PARA QUÉ: SUCEDE
-Sócrates, para qué aprendes a tocar la lira antes de morir.
-Para aprender a tocar la lira antes de morir, respondió.
Afirmaba alguna vez Borges en algunos de sus famosos prólogos, que un diálogo no tiene obligación alguna de ser un modo verbal de la esgrima, juego de asombros, de fintas y de vanidades; es, más bien, la investigación conjunta de un hecho o la recuperación de compartidas memorias y no saber si las palabras salen de un lado o del otro.
Kant decía que entre todas las artes que consideraban los antiguos, bien la música, la escultura, la danza, o la pintura, hay una que se les olvidó y que sin embargo es la más importante de todas: la conversación. Y decía Estanislao Zuleta “Cuando nos volvamos verdaderamente artistas de la conversación, será cuando el arte reinará entre nosotros. La más bella de todas las artes y que las contiene a todas es la conversación, es el arte por excelencia que debemos cultivar. Para la sociedad moderna no existe, la liquida, la mata. No tiene lucro”.
Agregaba Kant que la pintura no tiene porque ser necesariamente figurativa, representar algo; el solo hecho de que los colores y las formas puedan constituir un sentido es suficiente. Estos dos elementos pueden constituir un mensaje sin necesidad de representar nada. Las cosas más bellas no necesitan un para qué, porque son válidas en sí mismas. El para qué es una idea de la ideología del lucro y la ganancia: eso para qué sirve, qué se va a ganar con eso, Pintar es bueno en sí mismo, no me sirve para nada, como leer a Dostoieski o a Cervantes o a García Márquez Lo que es bueno en sí, no necesita un para qué. Los otros tiene la lógica que siempre necesita tener claro cuanto va a dar una inversión, que utilidad puede obtener. Pero la vida no tiene por qué asumir esa lógica.
Un libro por ejemplo, decía Borges “es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces l emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica. La rosa es sin por qué, dijo Angelus Silesius; siglos después, Whistler declararía El arte sucede”.
Y todo proviene de las dos grandes escuelas filosóficas nos legó la Grecia Antigua. La más antigua se llamó La Academia,era un gimnasio donde Platón y sus discípulos se paseaban para conversar, para discutir. Allí la enseñanza oral ya que fue fundada sobre el principio socrático del diálogo y la conversación. Los peripatéticos, que derivaban su nombre del vocablo peripatos, que significa paseo cubierto con él se nombraban los discípulos de Aristóteles, ya que éste daba sus clases paseando. La misma palabra griega en su forma verbal significaba hablar paseando, una conversación que se mantiene mientras se camina.
Y rematemos, como siempre con Borges: “Prefiero el dialogo: la conversación es una buena cualidad en un hombre: El primer ajedrecista del mundo no es más que el primer ajedrecista del mundo, no hay que suponer que sea especialmente brillante en otras cosas. Es como aquel peón triguero que conocía mi padre: mataba pumas, pero lo único que sabía hacer. Hay una frase de Bernard Shaw sobre un profesor que había escrito el más extenso y documentado libro sobre él: ”El doctor fulano de tal lo sabe todo, pero es lo único que sabe”.