Una pasión infantil que dura toda la vida.
En las primeras fotos de mi niñez aparezco con un balón. Esta daguerrotipia prueba fehacientemente que el fútbol es una pasión infantil que dura toda la vida. Luego, ya lo sabemos, lo dejan a uno en la escuela con una pelota y un montón de cuadernos. Así, con el balón de fútbol y los libros nos echan a deambular en el mundo para dominarlos a ambos. Se supone, no. Pobre y socorrida educación sentimental que para mi caso fue imbuida en las mangas y calles del barrio La Floresta de Medellín. Sin muchas ínfulas: A mí, el fútbol me salvó de una catástrofe precoz.
A poco más recorriendo otros ámbitos urbanos – hasta estudiantiles y gremiales- comprobé que en nuestras barriadas, el fútbol es un instrumento de integración y de coexistencia social, uno de los pocos dominios de la experiencia humana en el que los habitantes realmente se encuentran, se extienden y se sienten partes de una totalidad. El fútbol cuaja las nociones de patria, sociedad, destino que de otro modo resultarían para la mayoría de la gente meditaciones más bien recónditas. Sin olvidar aquello sobre lo que nos previene Mario Vargas Llosa “esos domingos en la tarde, en las tribunas del estadio, o con más modestia, ante las pantallas de televisión, nos permiten sacar al aire libre, por un rato, al antropoide en taparrabos, ávido de placer y cataclismo que, pese a tantos miles de años de esfuerzos por aniquilar, sigue habitándonos”. Quizás por eso mismo.
En el principio de todo, esa frontera extremo occidental de la ciudad eran potreros y mangas. Es su último lugar plano. Una ventaja comparativa que nos permitió adecuar cualquier terreno, para corretear. ¡Y a jugar en aquel suburbio malevo de mi infancia! Los mayores lo hacían en un curioso terreno plano donde hoy funciona el colegio Teresiano. Esa cancha incluía un tercio de calle pavimentada y los muros y la otra calle eran los límites. Allí se jugaron los primeros y más recordados torneos de la zona que le darían fama y reconocimiento al barrio. Una jugarreta delincuencial y eclesiástica terminaría con ese sueño de los pibes de entonces.
Los equipos inolvidables. Igual sus jugadores. Guarinaqui – aún hoy sus ociosos supervivientes cantan su himno y dicen de memoria su alineación: El Ñato, Fernando Henao Sierra en el arco. León Salazar – que nunca persiguió un muchacho-, el Zurdo Marín –hijo de Juan Manuel Marín que anotó el primer gol en el estadio Atanasio Girardot-, Efraín Pérez, Guimbo, -nuestro back central-, John Jairo Henao, Arturo Ramírez, el viejo Otton –Ortiz-,el Tieso Octavio Ramírez; Luis Alfonso Jaramillo, el ídolo de la juventud; Alfonso Nimbus, Manuel Balazo Arango. El Tieso me confiesa: “guarinaqui llamamos a un pipo casero que se prepara con alcohol antiséptico de venta en las farmacias, fuera Gaviota o Lilly, mezclado con gaseosa –Carta roja, malta- y esencia de vainilla. No nos faltaba en la raya”.
Y siguen los equipos rivales. El Coco, Los Alcázares: allí estaban los Monsalve –Ramiro, Osvaldo, Carlos; los Cadavid –Uriel y Fabio. Los ilegales que representaban al sector de Guayaquilito, poco antes de llegar al barrio Calasanz.
En Quilmes jugaba Antonio Maravilla Giraldo. Viejo adalid de nuestros intereses ante las tropelías de los mellizos Jaramillo, párrocos de Santa Lucía que lograron sacarnos de esa cancha y apoderarse de los terrenos. Los papiros, La Pradera, Sacachispas. Picapiedra, allí jugaban los Londoño, Mauricio y Samuel, luego técnico de la selección Antioquia y el perro Gómez, el hijo de Pechero.
Himno y licor propio. Peculiares en todo: el uniforme era una camiseta comprada en el sector de El Pedrero en la plaza de mercado de Cisneros en Guayaquil que usaban en su trabajo los bultiadores de la plaza. Decenas de hinchas la compramos, adelantándonos a las ofensivas del marketing de hoy. En esas nóminas pelechaban algunos troncos. Sí, pero eran los dueños del balón. Balones rudos, pesados. Terminaban en una especie de tripa para inflarlos por ahí. Si el cabezazo no era en buena parte, esa pelota te descalabraba. El primer balón moderno sin ese peligroso adminículo, llegaría a nuestras canchas con nuestra generación. Álvaro Banano Restrepo, era hijo de Amparo Echavarría, secretaria y alma de la inolvidable VeaDeportes y la revista promocionó en su afán de suscripciones un balón que ya se inflaba con aguja y, además, un pito para el árbitro. Obvio quedamos provistos de nuevo balón y un silbato que ¡por fin! se escuchaba en la cancha. ¡Pobres los de Guarinaqui, Quilmes, El Coco, La Pradera…!
Los párrocos Jaramillo nos obligaron a organizar los campeonatos al frente, en otro terreno plano que hoy ocupa la iglesia de Santa Lucía. También usurpado por aquellos curas misioneros de Yarumal. Allí no había pedazos de cancha con pavimento. Pero, es más recordada la primera cancha. Y a emigrar hacia el morro Merchas, junto a la quebrada La Hueso, en los límites con la calle san Juan y con el barrio San Javier. Allí durante años tuvimos una cancha irregular que bordeaba la quebrada – teníamos personal sacabalones del cauce aún no fétido de la quebrada-. Allí mismo se acondicionó la llamada cancha amarilla de Santa Lucía. La legendaria. Eran ya los años 70 y su uso y fama se prolongó hasta el año 1985 cuando llegaron las grúas teutonas y mandaron a callar a varias generaciones de futbolistas, a sus novias, a sus familias, a su hinchada, a los turistas que tuvieron que dedicarse a otras formas recreativas, algunas lindantes con varios artículos del código penal. Desde estas perdidas líneas va la maldición eterna para aquel Consorcio colombo-alemán, Metromed. ! Va de retro Satanás! Un antiguo habitante del barrio, uno de sus primeros colonizadores, Oscar Saldarriaga me dice: ”llegaron las grúas teutonas para la construcción de las vigas del metro. Fueron diez años de ocupación alemana. Fue un abandono pleno. Se dispersó el barrio. Surgió la cancha de La Floresta y desapareció la de San Javier donde los muchachos subían a jugar”. Y Delfín Montoya, historiador no titulado del arrabal: “Hoy treinta años después, una pasarela los une. Desde la Floresta hasta San Javier. Cuando estoy en la estación Santa Lucía veo los muchachos que bajan del tren aún en búsqueda de la cancha amarilla. Hoy la de La Floresta colma sus atenciones, tapizada, iluminada con graderías laterales, baños públicos pero se sorprenden que deban caminar aún 300 metros más para encontrar la terregosa, desnivelada, rociada por el impertinente decibel del freno metálico. pero también venteada cuando el tren baja embalado pal centro. Le están poniendo la gramilla artificial desde hace dos años… – blablá – sigue arenosa como Barranquilla., eso sí, a veces nos sorprende con su concha acústica, y sigue siendo un lugarcito encantado”. La cancha que luego construyó la empresa del Metro no tiene ni las dimensiones ni la belleza y atracción que ejercía aquella. No exagero. Toda esa gloria, esos jugadores y esos sentimientos se pasaron para la cancha de La Floresta al lado de la estación Santa Lucía. Y la manga de La Hueso y el morro Merchas, quedaron como testigos silentes de nuestro fútbol, pescas, amores y el primer acercamiento cannábigo de una generación…Y para rematar, perdió su nombre: ahora es la cancha de El Danubio.
Mi otra vida, tal vez la verdadera, la pasé en las canchas de fútbol de la zona. Al frente de nosotros y coronada por el morro Merchas. Una primera manga. Luego una más adecuada por la comunidad que durante años fue el escenario para que los jugadores profesionales de las vecindades jugaran los torneos vacacionales más famosos de Medellín. Recuerdo que cerca de mi casa vivían y se habían formado Mario Agudelo, Oscar López, Francisco Maturana, Javier Álvarez, Alexis García, Alfonso Jaramillo, Ramiro, Carlos, y Osvaldo Monsalve, Uriel Cadavid, Carlos Campillo, Iván Bueno, Hugo Gallego, Memo Vásquez, Orlando Mesa, los Mayas, Chonto Gaviria, y Turrón Álvarez. Desde el morro Merchas nos miraba el profesor Juan José Peláez. Esa cancha, ya lo sabemos, se la llevó también el ensanche: por ahí pasa ahora el metro camino a la estación San Javier. Todas las dificultades financieras de la otrora ETMVA, acabaron, pues, durante años con el mayor atractivo de la barriada.
Soy pues de las mangas de La Floresta, un barrio de camajanes y gente bullanguera. Y debo reconocer que mi barrio de infancia: La Floresta-Santa Lucía, La América, San Javier están en el pasado. En los años cincuenta del siglo XX, en los costados de La Floresta existían mangas donde se improvisaba los partidos de fútbol, quintaesencia de la zona, que siempre eran alternados y alterados con bárbaros encuentros a piedra y a veces cuerpo a cuerpo, a cuchillo, por la más pequeña discusión, casi por el solo encuentro casual en el mismo sitio, entre las barras que allí confluían.
En vez del olor de la hierba, de los establos, de las vacas, del humo de los fogones de leña, crecí con el olor a gasolina, a asfalto mojado, con el humo de las fábricas y el olor de la marihuana. Mi memoria inmediata es la ciudad. Soy hijo del barrio, de sus esquinas. Crecí viendo crecer los edificios de la ciudad y las marañas de luces y tejados subiendo las montañas. De novio nuevo sabía de memoria y a la distancia los cambios de luces del letrero de Coltejer en los cerros orientales. Soy del barrio La Floresta y desde allí he observado al hombre y a su historia, con los ojos, la sensibilidad y el conocimiento que me fueron dados, busco la imagen del mundo desde allá.
Como dice José Libardo Porras. “mis ancestros provienen del campo y eso implica una característica de la memoria. Sin embargo, es en el barrio, en la ciudad, donde por primera vez conocí lo que significa un amigo; donde por primera vez vi las piernas de una colegiala; donde jugué mis primeros juegos y supe el sabor del triunfo y la derrota; donde aprendí el dolor, el llanto, el amor, el odio, la vida y la muerte. El barrio es mi espacio vital. Soy de la ciudad y a ello me debo”.
Dice en su hermosa evocación infantil del barrio San Javier de su memoria, el periodista y escritor José Gabriel Baena, que la quebrada, por la carrera 99, daba un peligroso doblez hacia la casa de don Gerardo. Lo cual provocó que una mañana llegara una gran catapila – nombre medellinense para los buldóceres marca Caterpillar- que arrasó con la floresta y enderezó la quebrada, que se convirtió en torrente veloz, arrasando con peces, sapos y libélulas. Quedó esa gran superficie medio ondulada que pronto se convertiría en la única cancha de fútbol de San Javier, lugar futuro de fenomenales encuentros o desafíos con los equipos de los barrios cercanos: Santa Lucía, La Pradera, La América, Cristóbal, El Socorro. De la parte nuestra estaban los mejores jugadores que haya visto jamás, casi todos descalzos o con tenis rotos: William, Omar, La rata, Horacio – el único con guayos porque el papá era talabartero-, Álvaro, Melo. Naturalmente los equipos se formaban al azar cada sábado o domingo y el único equipo más o menos estable al que pertenecí fue nuestro Independiente Huracán, donde yo era el mejor defensa que hubo en esos territorios hoy soñados y me llamaban “la muralla de oro”. Nos ganamos un campeonato con trofeo por allá en diciembre de 1963, cuando estaba en cuarto elemental. Los jugadores de esos equipos fueron después casi todos diezmados por la por la miseria –yo era disque de los ricos-, se volaron de la casa y se perdieron para siempre o llegaban noticias de que los habían matado, cosa que ni siquiera nos llenaba de estupor”.
Ay querido Baena. Ni siquiera tenían mangas y menos canchas como las nuestras. Y los mejores jugadores me tocaron a mí en suerte. Pero, es cierto, José Gabriel, fueron diezmados por la miseria, por la muerte, por la vida. El gran Cholo Sotil con todo su Perú que nos derrotó en Caracas en la Copa América de 1975, su Barcelona F.C, mi DIM, terminó encerrado con el exseleccionado nacional Mauricio Salazar, y mi hermano Iván, tirando perico pero legítimo peruano que le traían expresamente al Cholo porque el de aquí le hacía daño . Y era allí no más, al frente de la cancha amarilla que acá evocamos. Otton, el veloz puntero derecho de Guarinaqui terminó con una pierna amputada. Gabriel Salazar, Balassanianle decíamos, murió atropellado por un vehículo en el centro de la ciudad. Y Orlando Rivera, el del equipo Mustang, murió en Bellavista cargando con hechos de sangre que alcanzaron al portero David Ospina y su familia.
Y mi ídolo, Luis Alfonso Jaramillo, la envidia del suburbio por su pinta, sus goles, su gran estilo para jugar, su gambeta, su novia Amanda…rebuscando la vida en Venezuela y luego –ahora- en su vieja casa de siempre y sin jubilación, rumiando recuerdos de los juegos Olímpicos de México de 1968, de su técnico enemigo Edgar Barona que lo puso en la banca, de la que salía para meter los goles que sus jugadores preferidos no hacían. Hoy allí mismo, recordando sus épocas de Guarinaqui y del DIM de Delam Galeano, Ávila, Casalli, Canocho, Floreal, Fontan, Molina, Perfecto, Cuca Aceros, Omar Orestes Corbatta…Esas bellas fotos de tu cuarto. Nostálgicas, de tribunas llenas o de los torneos vacacionales del barrio donde estabas en un espacio totalmente expuesto, al descubierto. Sin poder mentir, todos lo saben todo del fútbol. Sin miedo, igual. Si es medio estúpido, también. Es un axioma: en el futbol no hay verdad alguna. Siempre hay que contar con el error y también con el absurdo. Todo es bastante simple: un tipo avanza en cierta dirección cuando debía de hacer lo contrario y no puede explicar porque lo hizo. Es un juego que carece de la verdad, que carece de ley, que no tiene nada. Y nadie consigue explicarlo. Por eso siempre se puede opinar. Por eso, si nadie cometiera errores siempre habría un cero a cero. Todos hablan de fútbol pero nadie lo entiende en forma concreta. Entonces hace de un triunfo o de una derrota una cosa de vida o muerte. Y sin embargo, uno amarra el fútbol al campo de las formas y del orgullo, el cual comienza en la calle y en el barrio mismo.
Luis Alfonso: cada día en cualquier rincón del planeta, en los grandes estadios, en lo humildes campos abiertos de las poblados, en las lustrosas canchas de pastos relucientes o en los pelados potreros de las barriadas, multitudes incontables y a veces incontrolables, se arremolinan en torno a esa ceremonia ritual y explosiva que es el fútbol. La pelota nunca viene por donde espera que venga, como en la vida, la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha. La existencia tampoco lo es.
Torneos vacacionales y de barras de renombre: los de la cancha amarilla de Santa Lucía. Cientos de aficionados, los mejores jugadores, veedores de equipos profesionales, de la Liga antioqueña. Recuerdo allí a Humberto Tucho Ortiz. Una fiesta. Un carnaval. La afición popular por el fútbol expresa tal vez esa instintiva seducción de la sociedad por el imperio de la ley y de los principios de justicia y de igualdad. Cuando la inestabilidad es la norma, porque las normas son cambiadas o vulneradas a diario, el mundo del balompié es el paraíso de lo invariable y lo incesante. La cancha de fútbol hace las veces de escenario donde se representa un espectáculo ejemplar de legitimidad y legalidad. Allí, en ese espacio, las reglas son siempre idénticas e inevitablemente respetadas: cuando se violan, el culpable es castigado. No existen privilegios, favoritismos, somos juzgados por el desempeño y no por la fortuna, familia, relaciones o raza.
Los torneos vacacionales y de barras los organizaba la junta de Acción Comunal y su comité de deportes, dirigido por el ya conocido Octavio Ramírez, el Tieso. Se realizaron hasta que el consorcio colombo-alemán, Metromed, destruyera la vieja cancha amarilla del morro Merchas para avanzar en los trabajos de la línea B del metro. Pero los trabajos quedaron paralizados cerca de diez años. El centro social del barrio, el eje de la vida social desapareció. Sin embargo los balances de los torneos, llevados a mano y con una pulcritud que no parece colombiana, incluyen todas las facturas de gastos y entradas.
En 1984, por ejemplo. Equipos: Puma, Paraguay, Santa Lucía, Sena-Universidad de Antioquia, Boca Junior, Calzado Hindú, Tienda Sebastián, Calasanz, Banco de Bogotá, Representaciones Lezy, La Pradera. Pago por equipo $12 mil. Dos equipos no pagaron. Total entradas: 120 mil pesos. Y viene la discriminación de los gastos; Arbitrajes: 22 partidos a 900 pesos, incluyendo los de la final y los suplementos de tiempo.
Hechura de carnés, compra de recibos de caja, 3 bultos de cal a $200 cada uno. Pago de demarcación de la cancha, 600 pesos. Postura de redes 800 pesos. Trofeos del primer al cuarto puesto, 10 mil 70 pesos. Compra de cinco picas y matamalezas, aleluyas y serpentinas, cinco mil 500 pesos. Total salidas: $102.469. Saldo: $17,531. Se anexan los recibos correspondientes.
En Creaciones Puma jugaban: Jorge Peláez, Luis Alfonso Fajardo –el Bendito-, José –Chepe- Castañeda, Los tres jugadores profesionales del Atlético Nacional y el DIM. En Calzado Hindú, jugó una joya de la historia del DIM, José Vicente Grecco, hijo del célebre goleador de los años cincuenta y sesenta.
Y las curiosidades de las planillas: diciembre 22 de 1984 a las 4 p.m. el árbitro Gabriel Arenas en un partido Lezys Vs Paraguay no sólo expulsó por diversas agresiones a contrarios a dos jugadores de Lezys, y a otro de Paraguay, sino que el sustituto Osvairo Tangarife fue expulsado estando en el banco de suplentes por gritarle al juez: ¡Gonorrea!.
Ese mismo mes de diciembre, el director técnico de Creaciones Puma, John Jairo Giraldo Yepes se dirige por escrito a los organizadores del torneo al que califica como el de “más renombre a nivel departamental, tanto por la calidad de fútbol mostrado por los diferentes equipos, como por la seriedad, planificación y buen control de los organizadores…no se están ofreciendo las garantías necesarias a los equipos… en el partido Puma-Boca el juez de apellido Arboleda se le vieron claras muestras de alicoramiento, creando un caos en la cancha de Santa Lucía: por eso siento mi más enérgica protesta”.
Diciembre 22 de 1984, 2 p.m. Arbitro John Jairo Jaramillo. Creaciones Puma vs Calasanz. Alineaciones: PUMA: Héctor Estrada, Jorge Peláez, Luis Alfonso Fajardo, Carlos Vanegas, José “Chepe” Castañeda, Carlos Londoño, John Jairo González, Javier Fernández, Gabriel Mejía, Ignacio Maya, Hernán Álvarez, Albeiro Zuluaga, Rafael Bedoya.
Calasanz: Gabriel Hoyos, Fredy Arredondo, Jaime Ramírez, William González, Orlando Ossa, Ramiro Saraz, Andrés Escobar Saldarriaga, Carlos Hoyos, John Zapata, Carlos Pérez, Santiago Escobar Saldarriaga, Javier Álvarez, Helman Román, Raúl Builes. Marcador final Puma 5-Calasanz 0. Del mundial del 94 en Estados Unidos, a la muerte violenta de los apostadores y mafiosos, del Nacional, la selección Colombia, el DIM, pasando por Londrina y el “que esté mal parado, lo vamos a golear” y nos metieron 9 a 0. Tanta historia y jugando en la cancha amarilla de la barriada.
El 15 de diciembre del 84, el árbitro Eduardo Villa expulsa a Álvaro Restrepo de Tienda Sebastián por “aplaudirme” y a Oscar Atehortúa por “tirarme arena con el pie”. A John Gamboa por “tratarme de hijueputa ladrón y Gabriel Zapata que “me trató de hijueputa marica ladrón”
Torneo interbarras 1984. Equipos: Danza azul, Picapiedra, Importadora Renault, Paraguay, Papiros, Pradera. La 48, Sacachispas. Mustang.
Arbitraje a 750 pesos partido. Posturas de redes a 100 pesos. Hechura de carnés: 500 pesos. Trofeo y placa 2 mil pesos. Ingresos 77.650. Saldo 1.524, con 60 centavos.
Expulsado John Jairo Gutiérrez por salir del campo de juego a tomar cerveza. Tribunal de penas: Presidente Mauricio Salazar. La 48 vs Picapiedra: suspendido al minuto 58 por falta de garantías pues entró un borracho con un machete. John Gómez del equipo Paraguay amenaza al árbitro con cortarle la cabeza si lo expulsa. El juez lo expulsa en el descanso pero suspendió el partido y no entró para el segundo tiempo.
Es el fútbol aficionado, el de barriada. El juego de los muchachos que dicen nosotros jugamos por divertirnos. Nunca vamos a jugar por plata. Cuando entra la plata, todos se matan por ser estrellas, y entonces vienen la envidia y el egoísmo. El que clasifica en la solución que propuso Jorge Valdano cuando una portería del estadio Santiago Bernabéu se vino abajo y no había otra de repuesto: “Hay que poner dos suéteres en vez de portería”, porque, sigue Juan Villoro, “ahí se recupera la fascinación elemental de disparar al arco del principio, la portería marcada con piedras, mochilas, trapos, con cualesquiera cosa”. Sin embargo, no olvidemos que también el mejicano dijo: “Cuando los héroes numerados saltan a la cancha, lo que está en juego ya no es un deporte. Alineados en el círculo central, los elegidos saludan a su gente. Sólo entonces se comprende la fascinación atávica del fútbol. Son los nuestros”.
Walter Saavedra en “Nunca jamás” nos dijo ya que: ¿Cómo vas a saber lo que es el amor, si nunca te hiciste hincha de un club?. !Cómo vas a saber lo que es el dolor, si jamás un zaguero te azotó la tibia y el peroné. Cómo vas a saber lo que es el placer, si nunca ganaste un clásico barrio contra barrio. Cómo vas a saber lo que es llorar, si jamás perdiste un partido sobre la hora. Cómo vas a saber lo que es la solidaridad, si nunca saliste a dar la cara por un compañero golpeado de atrás. Cómo vas a saber lo que es la poesía si jamás tiraste una gambeta. Cómo vas a saber lo que es la humillación, si nunca te hicieron un caño. Cómo vas a saber lo que es la amistad, si jamás devolviste una pared. Cómo vas a saber lo que es el orgasmo, si nunca diste una vuelta olímpica de visitante. Cómo vas a saber lo que es la izquierda, si jamás jugaste en equipo. Cómo vas a saber lo que es la xenofobia, si en ninguna cancha te gritaron: ¡¡negro de mierda!! Cómo vas a saber lo que es el egoísmo si jamás hiciste una de más. […] Cómo vas a saber lo que es la injusticia si jamás te sacó tarjeta roja un referí localista. Cómo vas a saber lo que es el insomnio, si nunca te fuiste al descenso. Cómo vas a saber lo que es el odio, si jamás te hiciste un gol en contra. Cómo vas a saber lo que es la vida, hijo mío, si nunca, jamás, jugaste al balón!.
El Tieso, Luis Octavio Ramírez termina así -para mí- esta monserga: “El primer poema que me supe de memoria fue la alineación de un equipo de fútbol: la de Guarinaqui de 1964”. El futbol es una pasión infantil que dura toda la vida.