Firmaba con el título de Comandante Mayor de las Fuerzas Revolucionarias del suroeste y el occidente de Antioquia. Cuartel General, Comando Pavón (sic). Urrao. En tres años de combates 1949-1953, su guerrilla liberal logró dominio militar entre la margen izquierda del río Cauca y la costa Atlántica -alto Sinú-, la parte norte del Chocó y poblaciones como Urrao, Betulia, Salgar, Caicedo Uramita, Dabeiba y Frontino. Miles de muertos en los caminos por defender su vida y de su gente de la popol, de los asesinos chulativas, de los pájaros del régimen laurenista. En sus ideales guerrilleros poca importancia tuvieron reivindicaciones como la distribución de la tierra, el desempleo o los bajos salarios. No hizo proclamas ni programas como sí lo hicieron del otro lado del país, en los llanos ensangrentados, los comandantes amigos Guadalupe Salcedo, Eduardo Franco Isaza, José Alvear Restrepo, Dúmar Aljure, levantados contra los abusos, torturas, dotenciones ilegales, asesinatos selectivos y colectivos de esos años de horror.
Nació en 1905, en Andes, Antioquia, trabajó como empleado en la chocolatería Lúker, Coltejer y Servitax. Era de mediana estatura, robusto, trigueño. El 7 de agosto de 1950, fue allanada ilegalmente la sede departamental del liberalismo en Medellín. De aquel incidente fue testigo ocasional y víctima este vendedor ambulante de baratijas y “cacharrero”. Fue sargento del ejército y cabo de la policía de 47 años, de nombre Juan de Jesús Franco Yepes, habitante del barrio obrero La Quebrada Arriba, en Medellín. De allí su ira. Su rebeldía.
Hasta el fin de la violencia que enfrentó a los colombianos entre 1948 y 1953, los habitantes de Pabón hicieron lo que no podía hacerse en el resto del país. Contrabandearon con el tabaco por cargas, construyeron complejos sistemas de alambiques para producir tapetusa, no ocultaron su liberalismo confeso y participaron en los distintos levantamientos armados contra los gobiernos conservadores. Franco fue enviado a Pabón por la Dirección Nacional del Partido Liberal. ”Fuimos tantos que nunca llegué a saber cuántos éramos. Lo único cierto fue que jamás nos vencieron”. La pradera está sembrada de cruces. De lo que allí ocurrió son testigos los ríos Penderisco y Pabón, y los hoy viejos guerrilleros liberales que abandonaron las armas en los años 50. Franco ya conocía Pabón, pues cuando era sargento de la policía fue enviado para decomisar los “micos” en los que se fabricaba tapetusa; allí se hizo amigo de la gente y regresó a Medellín, después de una fuerte borrachera, con el mencionado licor, y sin cumplir su cometido.
Fue autodidacta. El 22 de julio de 1951 perdió la mano izquierda, con la que sostenía un tubo en donde revolvía varias clases de pólvora, para fabricar una granada. El 13 de junio de 1953, Rojas Pinilla dio un golpe de estado al derrocar a Laureano Gómez. El nuevo mandatario planteó la amnistía, propuesta que fue acogida por los guerrilleros. Llegó a afirmar que “hubiéramos podido pelear durante diez años. Teníamos capacidad para ello. Quizás no hubiéramos tumbado al gobierno, pero nuestro propósito era mantenerlo en dificultades”. Luego de ser detenido en Urrao fue trasladado a Medellín, en donde estuvo en la cárcel de La Ladera; fue llevado a La Picota, en Bogotá, para terminar su peregrinar en la Penitenciaría de Tunja, en donde estuvo hasta mayo de 1957, cuando recuperó su libertad. No se le quiso conceder amnistía, pues los Decretos del gobierno sobre este tema, la excluían para quienes hubieran sido integrantes de las fuerzas armadas. Al quedar libre, fue nombrado como detective al servicio de la inteligencia del Estado; luego, el Gobernador de Antioquia, Alberto Jaramillo Sánchez, lo envió a apaciguar un grupo guerrillero que hacía presencia por los lados del río San Jorge y no había querido firmar la paz; allí pereció en una gresca con sus excompañeros, el 29 de junio de 1959.
Su cuerpo fue traído a Medellín y colocado en cámara ardiente, en la sede del Directorio Liberal; luego, trasladado a Urrao, en una caravana que los campesinos salían a saludar en la carretera. La avenida por la que se ingresa al pueblo fue bautizada Capitán Franco. Apretujada recapitulación del guerrillero liberal que en una lucha frenética por la justicia y por la libertad de pensamiento se enfrentó a las autoridades civiles y combatió a las Fuerzas Armadas, la policía y el ejército del 14 de octubre de 1949 al 26 de junio de 1953. Mi amigo R. y su padre Geno,el último arriero, vieron ese día su cadáver en el malecón de Uré. Su recua de mulas subió pertrechos y bajó tapetusa de Pabón para la felicidad de esos días. Ya lo sabemos. Lo propio de los hombres es el olvido.
YO VI EL CADÁVER DEL CAPITÁN FRANCO
Por Rodrigo Maya Blandón
Ese 29 de junio de 1959 vi, con mi asombro de niño, el cadáver del Capitán Franco sobre el muelle del río San Jorge, en Montelíbano, Córdoba. Mi papá, Eugenio Maya (Geno) y los pinganillos y los Velásquez, arrieros como mi padre, estaban confundidos y llenos de ira. Habíamos bajado ese día desde San José de Uré con 80 mulas cargadas de arroz. Yo era el sangrero, encargado de abrir puertas y portillos y de cuidar aperos y aparejos. Pero no resistí la curiosidad de ver a uno de mis héroes, muerto como cualquier mortal. Estaba ahí, rodeado de paisas y chilapos que no sabían que actitud tomar.
Habíamos llegado hacía pocos meses, desde Titiribí en el suroeste de Antioquia. Los Velásquez habían comprado fincas en esa agreste región y se habían llevado a los mejores arrieros para sacar, de las llanuras de San José de Uré, la abundante cosecha de arroz hasta Montelíbano. Y en esas aventuras, siempre estaba Geno Maya con su prole.
A mis 12 años, yo ya estaba signado de violencia. El capitán Franco era mi héroe. Los cuentos que mi madre nos contaba cuando llegaba la noche, eran historias reales de la más cruel violencia: “A Toño Rico, el primo de su papá, lo mataron los policías chulavitas en Salgar. Tenía una carnicería y allí lo torturaron quitándole el hollejo de las palmas de las manos y de los pies y haciéndolo caminar en cuatro patas sobre el piso regado de sal”. Y luego seguía con la muerte violenta y salvaje del tío Eduardo, su hermano, a quien lo mataron en Moritos y lo echaron al Cauca. “Estuvo tres días en un remolino con otros cinco muertos, dando vueltas, hasta que el papá Vicente, con otros campesinos, los rescataron. Los llevaron en mulas a enterrarlos a Concordia y el cura no dejó, porque eran liberales. Ahí quedaron enterrados en el muladar”. Y terminaba con las escenas justicieras y valientes del Capitán Franco en Urrao. Y mi papá nos contaba que en las cargas de las mulas, le llevaba balas y armas de fuego que le enviaban del directorio Liberal.
Antes de llegar la noche de ese 29 de junio, mi papá me encerró en la Pensión y siguió bebiendo en las cantinas del muelle, donde la colonia paisa ahogó con licor el dolor y la rabia que sentían por la muerte de un guerrero noble al que admiraban y consideraban como a su salvador. Después se supo que lo habían matado a machete dos de sus compañeros de lucha que lo acompañaban en la chalupa. Estos, contaron como si fuera una proeza, que en un asalto le habían robado los ahorros a una familia conservadora. El capitán los reconvino duramente por haber faltado a la ética de la guerrilla liberal que él comandaba y se armó la gresca. Murieron a machete vil, El Gordo y el capitán Franco. Otros afirman que fueron asesinados en una celada tendida por el gobierno de turno, igual a la que les costó la vida a los demás líderes guerrilleros liberales que se acogieron a la amnistía: Guadalupe Salcedo, Eliseo Velásquez, Germán González, el Gurre y otros tantos que se creyeron el cuento de la paz…