Tomado de El Festival de Ancón, un quiebre històrico. Carlos Bueno Osorio-CAROLO. Ed. ITM, Medellìn, 2001.
El eslabón perdido
Ancón representaba una popularización de la transgresión, un empuje masivo a los nuevos hábitos juveniles y el riesgo de que una moda inocua y pasajera afectara profundamente la cultura de la ciudad.
Jorge Giraldo Ramírez
Lo que se decía era que iba a ser el mejor festival del mundo, si acaso superado por el Woodstock, y aún eso estaba por verse, porque aquí también iban a venir los fuertes de la USA y Europa, más los de Latinoamérica, y gente iba a llegar de todo el mundo, no sólo gringos. Pero yo no iba a poder ir. Apenas tenía doce años y todavía podía más la familia que las ganas. Las esperanzas estaban en La voz de la música, para no tener que esperar a que vinieran Orlando y los demás a contar cómo había sido. Y preciso. El viernes ya se oía en el Sanyo de la abuela el chirrido, La voz de la música, “cambiando el sonido de una generación”, y los berridos del “Grillo” Toro transmitiendo desde Ancón con tanto esfuerzo que más me parecía oír su voz viva viniéndose por la orilla del río hasta Envigado, que las ondas hertzianas. Lo maluco eran las noches porque a las seis y media se acababa la transmisión y no aguantaba oír la repetición por Radio 15, entonces tocaba oír la programación cotidiana como si nada extraordinario nos estuviera pasando, mientras Ancón, ahí no más a una hora caminando, era el centro mundial de los jóvenes. Noches duras. Pero no más dura que el domingo. El domingo se acababa el festival y ya se sentía los mismos retorcijones en el estómago que siempre me han producido las despedidas. Y en seguida vino mi rabia. Mi mamá, a las ocho como de costumbre, puso Todelar y con más volumen que nunca, me echó La hora Católica .Me la echó porque aunque el padre estaba chispo con el Alcalde, lo que hacía era condenar a la juventud. Claro que al Alcalde le gritó que no tenía criterio, ni moral, ni sentido cristiano, ni la altivez antioqueña necesaria para defender el patrimonio moral y cívico de la raza, y encima le pidió la renuncia. Pero a nosotros los jóvenes, ruborizado de la ira y encaramado en el púlpito de la iglesia de Buenos Aires, como yo me lo imaginaba, nos las tiró peor. Que mariguaneros, que traficantes de píldoras anticonceptivas (¡ni idea de que era eso!), que mugrosos, locos, idiotas y ahí aprovechó para tirársela hasta a El Colombiano. Y siguió con nosotros porque éramos la indignidad, degeneración, corrupción y vergüenza de la sociedad, unos perezosos y desaseados físicos y morales. Duro con los jipis y yo qué iba a ser jipi de doce años, pero sí me gustaba el Rock, tanto como para llorar por no haber podido estar en Ancón. Y duro con los jóvenes el padre Gómez. Yo me reía con muchas cosas del padre en su programa radial después de la familia telerín, pero esa noche no. Noche dura del 20 de junio de 1971.
Juventud y rebelión
La juventud del Medellín de los años sesenta es fundamentalmente urbana, con una identidad más fuerte entre los sectores medios y se enfrenta a las prácticas culturales pueblerinas que inundan la ciudad, por la masiva migración desde el campo, protagonizada por familias con hijos pequeños que pasan a engrosar los sectores pobres de la ciudad.
Durante los años de esta gigantesca colonización poblacional, una explosión cultural se produce en los países desarrollados y se difunde universalmente. El Rock llega a Medellín, como al resto del tercer mundo, desde afuera pretendiendo instalarse entre la juventud. Cuando arriba a mediados de los años sesenta otras expresiones culturales ya han sentado sus reales entre algunos grupos de jóvenes: la política de izquierda y el Nadaísmo.
En Medellín, la izquierda era todo una expresión organizada alrededor del viejo Partido Comunista y del recién nacido Partido Comunista de tendencia maoísta, que agrupaban a sus jóvenes en la JUCO (Juventud Comunista), los primeros, y en los núcleos del futuro EPL (Ejército Popular de Liberación), los segundos. El Nadaísmo era un pequeño movimiento juvenil con pretensiones literarias y contraculturales, que tuvo una marcada influencia en la ciudad y el país y dejó al menos un par de buenos escritores, Gonzalo Arango y Jaime Jaramillo Escobar.
Ambas manifestaciones culturales de la juventud de Medellín contaban con una relativa tradición en la ciudad. La izquierda colombiana tuvo en la ciudad una de sus más notables cunas y en cualquier caso los más claros líderes, desde Tomás Uribe Márquez hasta María Cano. El Nadaísmo recuperó, en el nuevo contexto, la tradición artística y bohemia de principios del siglo, embolatada en el vértigo de la violencia y la hegemonía conservadora en Antioquia y convirtió la voz de Fernando González en testimonio.
Ambas, izquierda y Nadaísmo, eran las principales manifestaciones colombianas de la rebeldía juvenil que invadía al mundo entero desde la posguerra, rebeldía populista e iconoclasta que cubría a un pequeño sector intelectual y organizado de las clases medias y obreras.
De la mano de una cultura juvenil que se internacionaliza vertiginosamente, entra el rock a Colombia, y a Medellín en particular, ganando enorme aceptación entre los jóvenes porque la gente estaba esperando un cambio y era muy fácil porque era cambiar del tango y no más, como dice Iván Darío López, integrante de Los Yetis.
Las diferencias entre las tres expresiones, izquierda, Nadaísmo y rock, eran enormes y obvias. Mientras los dos primeros poseían algún grado de organización e ideología, el rock aparecía como un fenómeno amorfo y confuso; era fácil suponerlo y miope suponer otra cosa.
Sin embargo, sólo el Nadaísmo comprendió el significado de esta manifestación juvenil y de alguna manera se vinculó a ella mediante lazos de amistad y pequeñas contribuciones literarias, especialmente al grupo de Los Yetis.
Los comunistas y otros grupos revolucionarios no entendieron el fenómeno y lo ubicaron en los casilleros tradicionales de penetración imperialista y propuesta alienante. De hecho, Carolo asegura que a la Juco les dio por decir que “yo me había convertido en un agente de la CIA”.
Y es que para la época el mensaje hippie de paz y amor no encajaba con la reciente tragedia de Camilo Torres y el torrente de revolución armada que recorría al país. Eran los años de la formación del EPL, prácticamente una guerrilla antioqueña.
Los Yetis, por ejemplo, cantaban:
Pedimos la paz
no el odio y rencor
pedimos la paz
para el corazón
Además, al filo de los setenta, en el país ya había una corriente musical revolucionaria de gran aceptación que tenía figuras como Pablus Gallinazus y Ana y Jaime. A la que Medellín aportaría dos duetos encabezados por el el ex yeti Iván Darío López y Norman Smith, (Norman y Darío), y José y Darío, (con José Ignacio Durán).
Comparando su período en la canción social con su etapa anterior en el rock, Iván Darío López señala que era mucho más revolucionario, más de revolución que de paz.
El Nadaísmo se disolverá a principios de los años setenta y la izquierda se irá fortaleciendo poco a poco, pero seguirá sin entender el fenómeno rock como expresión de rebeldía juvenil, incomprensión explicable quizá porque se trata de una rebeldía en los comportamientos. No una rebeldía consciente y discursiva.
Rebeldía y simulación
Como un guijarro que cae al río, el rock cae literalmente a Medellín. Llega en pequeñas dosis, primero a través de los viajeros que mueven las copias de los grandes grupos anglosajones de la época, y después con los pequeños prensajes de esos álbumes efectuados por las disqueras nacionales, la mayoría de las cuales tenían las fábricas en la ciudad. La difusión más amplia fue mediatizada por los grupos y cantantes mejicanos, argentinos y españoles, que coparon las emisoras y el gusto de los jóvenes en general, iniciando el socavamiento inexorable de la cultura tanguera, dominante en esos años. De aquí se nutren pequeñísimos grupos de las clases alta y media.
Esta difusión del rock se hizo bajo las formas exitosas y dominantes en el mundo desarrollado y bajo sus denominaciones de twist, rock and roll, ye-ye, impulsadas por la industria mediática y empresas manufactureras. En Medellín es Guillermo Hinestroza Isaza, un comunicador de masas ligado al espectáculo futbolístico y musical, quien promueve El Club del Clan con un programa radial como principal palanca, el mismo que después alimentará esta cadena, siendo retomado en Bogotá por Alfonso Lizarazo y llevado a la televisión. Como campaña nacional llegará el famoso Milo a Go-go, con sus promociones comerciales y concursos.
Este desarrollo inicial coincide con el interés de la industria más liberal, algunos medios de comunicación, las disqueras y las compañías multinacionales. De esta manera la recepción del rock en Medellín se da como copia el fenómeno del norte, ya difundido en los principales centros de Iberoamérica. Y es la clase alta, la que tiene los medios y el afán de llegar a la moda. Lo novedoso en estos años son las fiestas en los clubes exclusivos de la ciudad, como el Medellín y el Campestre, donde la gente rica se viste de hippie, trayendo ropa importada o comprando nacional en La Caverna de Carolo, para escuchar las novedades discográficas y bailar los primeros grupos de la ciudad que interpretaban la nueva música.
Carolo en su Caverna
Precisamente los concursos de rock and roll contribuyeron a que algunos jóvenes se aventuraran a cantar y a crear grupos para tocar la música de moda. Lo primero resultaba más fácil y por ello la nube de cantantes: Jorge Hernán, Álvaro Román, Johnny Richard, Fernando Calle, Gustavo Quintero, Juan Nicolás Estela. Como siempre, fue más difícil crear grupos, pues no había facilidades comerciales para adquirir los instrumentos, y los jóvenes no tenían conocimientos musicales y aún así aparecerán Los Yetis, Los Teen Agers, Los Ampex.
Es en el ambiente de los jóvenes que asumen el protagonismo del rock and roll donde se gestan las contradicciones acerca de la manera como se debe recibir el rock, contradicciones alrededor de tres aspectos claves: el mensaje de los temas, la actitud de los nóveles artistas y el idioma.
La superficialidad de la lírica del rock and roll pasada por los alambiques de las disqueras y las traducciones hispano-méxico-argentinas, fue asumida por los grupos. “La letra no era importante, letras muy triviales, muy fáciles”, sintetiza Juan Fernando Londoño uno de los representantes de esa época.
La intención de los artistas es integrarse a la industria del espectáculo y al incipiente circuito cultural moderno de la ciudad. Por eso, buscan la industria, los contratos en los clubes, las giras, la fama en el medio, demostrar, como dice Gustavo Corrales de Nash, que el rock es un espectáculo serio y divertido.
Mensajes y actitudes que se reflejarán en un asunto que durante quince años va a ocupar un lugar central en el proceso de configuración del rock antioqueño, el problema del idioma. Pasada La nueva ola, antes de terminar la década de los setenta, el inglés vuelve a dominar la escena.
Estas tres características, superficialidad de contenido, actitud integrativa y asunción del inglés como idioma, dominarán esta etapa y van a tener un solitario pero significativo contrapunto en Los Yetis.
Estos nacen con una actitud rebelde. La elección del nombre se hizo para significar un personaje descuidado o sea olvidado, un hombre fuera de todos los cánones posibles, según Iván Darío López. Y una expresión de esa informalidad se manifiesta en el hecho de no usar uniformes, en contravía de la tendencia dominante en los grupos de entonces.
Contra la corriente, Los Yetis intentarán, lográndolo en unos cuantos, expresar una opinión y una forma de sentir en sus canciones que los acercaba al ideario nadaísta y lograba oponerlos al establecimiento. Todo ello los convenció de que el español era el idioma adecuado para la música y sus intenciones sociales.
Pero antes de Ancón, Los Yetis ya están perdiendo la batalla y su nombre premonitoriamente, los ubicará como un eslabón perdido del rock antioqueño. La mayoría de los solistas siguen el mismo camino de los artistas de la nueva ola, pasando rápidamente a la balada; Gustavo Quintero de Los teen agers se va a la tropical, lo mismo que el recién aparecido Afrosound, que al principio parecía un Carlos Santana colombiano.
Los que se quedaron, lo hicieron copiando el heavy y (¡ojo!) el pop del norte, cantando en inglés o componiendo trivialidades. Judas, aparecido en 1971, intenta prolongar la onda hippie, pero Medellín es otra después de Ancón y el rock pasa al destierro oficial. Desde mediados de los setenta los pocos grupos se dedicarán a hacer covers de grupos exitosos como Foreigner, o The Police, o de bandas heavy como Budgie o Triumph.
La característica social más importante es que la gente que está en el rock busca ser aceptada por las instituciones citadinas. Provienen de las clases medias y no entienden como un signo tan fuerte de la sociedad contemporánea es rechazado en Medellín; su lucha es por integrarse socialmente con sus nuevos gustos y hábitos. Igual que en los sesentas, buscarán a las disqueras con productos aceptados internacionalmente, se acercarán a los escenarios respetables y a los medios de comunicación tradicionales.
Al final de esta etapa Carbure, que cumple la tipología descrita, lanzará El faltón, una canción emblemática que abre la nueva etapa del rock en Medellín y entierra otra.
Simulacro y reacción
Ancón parte en dos la historia de esta etapa del rock, pero no por su influencia directa. Excepción hecha de un bajo número de grupos y, sobre todo, bares y discotecas de rock, la influencia de Ancón es ninguna. Su propuesta hippie se quedó estancada como una pieza de museo, primero en el parque de Bolívar y después en la avenida La Playa.
Tampoco es un suceso por su autenticidad; más allá de la visión de Carolo, Ancón es un evento de simulación de Woodstock que recoge la moda hippie que había tenido aceptación en las capitales colombianas, y en esa medida logra convocar a la gente joven.
Ancón parte en dos la historia del rock en Medellín y me atrevo a afirmarlo, constituye un hito en la historia de la ciudad porque es un reto a la tradición, como dijo Castro Caycedo.
Y la tradición en el Medellín de esa época tiene varias peculiaridades: es definida y defendida por la Iglesia católica y las élites conservadoras, debe ser practicada por el pueblo y usualmente es puesta en peligro por la juventud. La tradición en Antioquia no la define el uso sino la doctrina y la exégesis, como sucedió con la excomunión del tango por Pío X o la prohibición del mambo por monseñor Builes. Es quebrantada por grupos de élite a escondidas, en las casas y los clubes privados, para no dar mal ejemplo al pueblo. Es cuestionada por la juventud, que usualmente sufre los rigores represivos, como ocurrió en los sesenta con los nadaístas que nos legó el testimonio de la feroz persecución contra el poeta Darío Lemos y que incluyó una excomunión a Los Yetis.
El rock and roll fue tolerado mientras llegaba de arriba, se gozaba arriba y no cobijaba a la masa. Ancón representaba una popularización de la transgresión, un empuje masivo a los nuevos hábitos juveniles y el riesgo de que una moda inocua y pasajera afectara profundamente la cultura de la ciudad.
El plato estaba servido. La prensa conservadora del continente había fabricado un suculento menú a propósito de los festivales de Woodstock en el 69 y Santiago de Chile en el 70. El sexo y las drogas eran los enemigos públicos. Además, con el Festival se exacerbó la xenofobia paisa, pues Medellín fue invadida por gentes de afuera a quienes les fue entregada “para que la abofetearan el rostro, la vistieran de loca, la revolcaran en el fango y la ultrajaran entre carcajadas”, según las gráficas palabras del padre Fernando Gómez Mejía. En Antioquia el pecado siempre llega de afuera a mancillar la raza.
El adalid de la batalla es Gómez Mejía, secundado por columnistas en la prensa y en la radio y sectores de la administración, como el Jefe del DAS. El alcalde Villegas Moreno que autorizó y apoyó el Festival, renunció al perder el respaldo del presidente Pastrana, el mismo que poco después prohibió que Piero tocara en Colombia so pretexto de dañar la imagen de nosotros los americanos.
Era aquel un sector de la juventud, ingenuamente integrador, ignorantemente conciliador, que le ofrecía paz y amor a una ciudad autoritaria. El esfuerzo de Ancón, junto al de otros acontecimientos del rock de Medellín, sirvió para unir a los rockeros pero, como aseguró Víctor Paniagua, de Fenix, a propósito de una de las emisoras comprometidas de la ciudad: “ha creado también un grupo en contra de los rockeros, conformado por los educadores, los políticos, la iglesia y los burgueses de Medellín”.
Lucha desigual: Tras la caída del Alcalde vino la andanada que incluyó la detención de Aurelio “Grillo” Toro Pérez, administrador-propietario de La Voz de la música, en 1973, y una cruzada educativa contra el rock que aún pervive.
Ancón retó la tradición y ella movió su pesado cuerpo para aplastar su espíritu, que era el mismo de una juventud que empezaba a buscarse a sí misma.